Editorial:

Bolivia

LO HABIAN anunciado: los militares bolivianos habían dicho ya que no reconocerían el resultado de las elecciones presidenciales si se inclinaban a la izquierda. Hay un trágico impudor en esta advertencia, disfrazado, como siempre del retumbar de una retórica patriótica y salvadora. Lo han cumplido. No basta con llamar Izquierda a Siles Zuazo, que ya fue en otro tiempo un presidente moderado; había que religarlo a la URSS, a Cuba, a China: para buscar complicidades y cubrirse con la piel de cordero del mundo libre. No las encuentran: Washington condena, y amenaza. Pero habrá otros países...

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LO HABIAN anunciado: los militares bolivianos habían dicho ya que no reconocerían el resultado de las elecciones presidenciales si se inclinaban a la izquierda. Hay un trágico impudor en esta advertencia, disfrazado, como siempre del retumbar de una retórica patriótica y salvadora. Lo han cumplido. No basta con llamar Izquierda a Siles Zuazo, que ya fue en otro tiempo un presidente moderado; había que religarlo a la URSS, a Cuba, a China: para buscar complicidades y cubrirse con la piel de cordero del mundo libre. No las encuentran: Washington condena, y amenaza. Pero habrá otros países donde la palabra Junta, que ahora emerge una vez más en Bolivia -con todo su cortejo de detenciones, asesinatos, exillos-, tiene puesto un pedestal.Los militares son la desgracia perpetua de Bolivia. Producen golpes de Estado a razón de tres cada dos años. Esto demuestra no sólo su tenacidad, sino también la existencia continua de una resistencia, que trata cada vez de escapar de la yugulación, de levantar de nuevo unos poderes civiles que deben significar por lo menos la posibilidad de intentar un nuevo reparto de las riquezas del país, de establecer unas libertades formales que perrnitan una permeabilización de las clases sociales. Los militares, surgidos de la oligarquía como casta cerrada, la defienden, y amparan los sistemas de terror lnstitucional que llevan a la. práctica las bandas armadas. Por debajo de cualquier retórica que se emplee, la única cuestión es la de conservar la propiedad de las tierras, de las minas de estaño, y la mano de obra esclavista o con salarios por debajo del nivel de subsistencia, reclutada sobre todo en la población indígena.

La respues,ta de la huelga general es clásica. Se ha intentado en Bolivia inmediatamente después del golpe; y la respuesta a esa respuesta ha sido también clásica: la detención de los dirigentes sindicales y políticos, el levantamiento forzoso de los cierres de los comercios, la recluta de obreros casa por casa. Si en la capital la huelga general puede tener una apariencia, en los centros rurales es imposible: la represión conoce, nombre por nombre, a todos los rebeldes, y actúa directamente contra ellos y sus familias.

¿Es posible una acción internacional? Washington encabeza la protesta, y la continúan otras naciones de América y de Europa. Se insiste en que se devuelva el poder a la valerosa Lidia Gueiler -que hace poco, amenazó con suicidarse si había golpe militar; ahora ha sido detenida- para que esta lo entregue al vencedor en las elecciones, si el Parlamento las ratifica. La Junta, en carnbio, parece decidida a fingir un proceso democrático nuevo: anularía las elecciones, aludiendo a que han sido faliseadas en las urnas por los agentes soviéticos, cubanos y chinos; nombraría un presidente provisional -un general- con carácter de pacificador y convocaría una repetición de las elecciones. Puede anular y repetir elecciones tantas veces como lo considere necesario, hasta el momento en que salgan los candidatos predestinados por los cuarteles.

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El golpe de Estado de Bolivia es un paradigma de cinismo y de descaro. Quizá sea esa su novedad mayor, y una introducción al sistema de falta de subterfugios éticos que va dominando la política mundial. En el conjunto de datos de la superación de situaciones límite en América Latina a que nos referíamos ayer, es uno más de gran importancia.

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