Tribuna:

Dejemos la lengua del imperio

En el pasado otoño se celebró en Granada la tercera sesión de la Escuela Mediterránea de Física y Química de la Superficie. La originalidad de este congreso reside en que reúne cada dos años a los científicos de los países latinos, y que en él se hablan idiomas científicamente desacreditados, como el francés, el italiano y el español. Sus organizadores tratan de luchar contra la predominancia del inglés como vehículo universal de la ciencia.«Siempre la lengua fue compañera del imperio.» Se ha repetido cien veces esta frase de Antonio de Nebrija, y otras tantas se comprobó su justeza: Grecia no...

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En el pasado otoño se celebró en Granada la tercera sesión de la Escuela Mediterránea de Física y Química de la Superficie. La originalidad de este congreso reside en que reúne cada dos años a los científicos de los países latinos, y que en él se hablan idiomas científicamente desacreditados, como el francés, el italiano y el español. Sus organizadores tratan de luchar contra la predominancia del inglés como vehículo universal de la ciencia.«Siempre la lengua fue compañera del imperio.» Se ha repetido cien veces esta frase de Antonio de Nebrija, y otras tantas se comprobó su justeza: Grecia no murió en el momento de la invasión romana, sino que fue agonizando a medida que se adoptaba el latín (aquella lengua considerada internacional entonces, tal ahora el inglés) en su comercio y en su filosofía.

Hoy, casi la totalidad de los investigadores latinos, y la inmensa mayoría de los occidentales publican los resultados de sus experiencias en inglés, ya sea en revistas norteamericanas o bien en otras llamadas internacionales, pero que sólo utilizan el inglés, y reservan a las escasas publicaciones nacionales (¡a veces también en lengua inglesa!) los folios necesarios y apresurados para justificar un nuevo diploma o un ascenso.

Estos científicos arguyen la muy loable preocupación de dar a sus trabajos la mayor difusión posible: todo el mundo se comprende en inglés, se abaten las barreras de la comunicación, se trabaja en pro de la gran fraternidad entre los pueblos, entre los científicos, dicen. Exactamente los mismos argumentos que utilizó el colonialismo francés para cerrar las escuelas islámicas en Africa, dejando al fin las poblaciones locales más atrasadas en 1960 que cuando se produjo la conquista colonial.

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Pocos científicos admiten que este sometimiento al angloamericano tiene graves consecuencias en el contenido de los trabajos científicos y refuerza la hegemonía de Estados Unidos en el terreno científico, al tiempo que acentúa la presión económica e ideológica americana en el mundo. Lo mismo se puede decir de la Unión Soviética en su campo, donde impone el ruso como lengua científica e instrumento de dominación, pero a nosotros, en nuestros países, debe preocuparnos ante todo lo que acontece en el Inglés.

Michel Debré, adalid en Francia de un nacionalismo intransigente, advirtió el carácter imperialista del lenguaje en la ciencia: «En primer lugar es la potencia política, y, además de la potencia política, la capacidad económica y financiera lo que consigue que un idioma predomine sobre los demás. La calidad de los trabajos, la importancia de los descubrimientos se aprecian tanto más cuanto se ven publicados en una lengua sostenida por un pueblo numeroso, por un Estado rico, por un Gobierno respetado. No se puede separar la elección de la lengua científica del concepto político que tenemos de nuestro propio país. »

Esto lo saben muy bien los organizadores de congresos y editores norteamericanos. Son innumerables las presiones que hacen sobre los científicos europeos para que escriban, publiquen, hablen y piensen en angloamericano, desde el rechazo de originales en lenguas latinas (no se toman la molestia ni asumen los gastos de traducción -«preferably in englis»-, así solicitan los artículos) hasta el abandono en bloque, por parte de los científicos anglófonos, de conferencias en las que algún osado se atreve a utilizar una lengua que no sea la de ellos, pasando por la ignorancia total de los trabajos teóricos y prácticos publicados por los recalcitrantes, cuando no se los piratean sin citar su procedencia.

El Federal Council for Science and Technologie publicó en 1968 un plan de coordinación de las actividades de las numerosas agencias norteamericanas encargadas de los intercambios con el extranjero, en el que se estipula: «Las agencias del Gobierno federal de Estados Unidos debe tomar la iniciativa para obtener un acuerdo internacional sobre la utilización del idioma más utilizado en la comunicación científica. Actualmente este idioma es el inglés. Las agencias del Gobierno federal de Estados Unidos deben obtener esto a cambio de publicaciones, de información, de ayudas, de dinero...».

S. Cacaly, en su libro La información en Estados Unidos, explica el proceso de imposición del angloamericano como lengua científica universal:

«La importancia considerable del inglés en la literatura mundial de la química (más del 50%) se atribuye a tres razones. La primera reside en la utilización del inglés como lengua nacional en numerosos países. La segunda se debe al hecho de que muchos científicos que viven en países cuyos idiomas tienen poca difusión prefieren publicar sus artículos directamente en inglés. Las actividades de la Chemical Abstract Service nos proporciona la tercera razón. En efecto, la Chemical Abstract Service está equipada únicamente para servir a los investigadores que comprenden el inglés. La aceptación de facto del inglés como la lengua de la documentación química refuerza todavía más el monopolio norteamericano en este terreno. Pero la química no es el único terreno de los anglófonos. La construcción de redes internacionales pasa por el reconocimiento del inglés. Así piensa C. A. Johrison, director adjunto de la National Agriculture Library y presidente del 35.º Congreso anual de la ASIS. Según Johnson, "la aceptación creciente del inglés como la lengua internacional" constituye una etapa decisiva hacia el objetivo de la internacionalización de las redes de información.»

Estos señores saben muy bien que el lenguaje sirve a la vez de medio de expresión, de vehículo de pensamiento y de materialización de las ideas, es decir, de instrumento de creación. El estar investigando siempre en un idioma extraño, mal aprendido, que no se domina, supone una mutilación de las capacidades creativas y dejarlas en manos de los poseedores de ese idioma para «que inventen ellos», según sus conveniencias.

La necesidad de aprender el angloamericano crea además un flujo de posgraduados hacia los laboratorios de Estados Unidos, donde las investigaciones se hacen cada vez más con mano de obra extranjera, pagada generalmente por los países que envían y becan a sus estudiantes. Estos regresarán sabiendo un inglés básico, limitado a términos técnicos, que les servirán de promoción científica y social, suficiente ese inglés para divulgar el saber elaborado en la metrópoli lingüística, mas no para crear nuevos conceptos. Se convertirán, quiéranlo o no, en agentes de este nuevo imperialismo. Así, Estados Unidos ya no necesita seguir practicando la caza de cerebros, y pocos son ya los sabios europeos que se instalan allí: les es más rentable que vuelvan a Europa a formar una especie de quinta columna, introducida en los lugares de dirección de revistas y de laboratorios.

En el campo de la informática, los norteamericanos ya ní siquiera precisan esa ayuda humana: las máquinas desempeñan el papel de infiltradas. Las computadoras sólo comprenden el inglés y para dialogar con ellas un programador de nuestros países tiene que asimilar un centenar de términos bárbaros completamente ajenos a su vida cotidiana, mientras que para un técnico norteamericano ese idioma es una transposición directa del que utiliza diariamente en sus relaciones, tanto de trabajo como domésticas. La jerigonza del hardware, del software, del bit, del power supply, etcétera, sajón macarrónico para los manipuladores europeos de esos artefactos, despierta una serie de connotaciones, de vivencias, de asociaciones de ideas, en las mentes de los anglófonos. Resulta, pues, para nosotros un lenguaje empobrecedor, como lo es todo lenguaje científico que se aleje de la lengua comúnmente hablada.

No faltará quien diga que si un país impone su idioma en una rama cualquiera de la ciencia es porque está más avanzado en ese campo y que lo más conveniente es copiar lo que hace ese país, adquirir, de una forma o de otra, sus conocimientos. Esto equivale a aceptar de antemano la ley del más fuerte, sin reaccionar, olvidando que la ciencia no es como la guerra, donde cabe esperar un desquite: abandonar la competición científica supone deslizarse por una degradación constante, condenarse a un subdesarrollo intelectual con ritmo acelerado.

En este aspecto, el ejemplo de la escuela francesa de matemáticas es esclarecedor. En Francia, donde la informática está completamente tomada por el inglés, los matemáticos siguen plasmando nuevos conceptos abstractos en lengua corriente y moliente, y tal vez por haber afrontado desde el principio la batalla del idioma se encuentren ahora en la vanguardia de la investigación.

La lucha contra el empobrecimiento científico y general (no olvidemos que la posibilidad de una guerra atómica empieza a ser descartada: las armas del imperialismo son ahora la informática y los cereales) consiste en traducir sistemáticamente el lenguaje científico, tratando de conservar y de estrechar los lazos entre el hablar de los sabios y el lenguaje llano y popular.

Esto es lo que intenta hacer la Escuela Mediterránea de Física y Química; también los vascos, que acaban de publicar un diccionario científico en euskera. Son dos lucecillas en nuestro país en medio del chorro avasallador de la IBM, de HoneyweIl Bull, de la NASA, del Federal Council for Science and Technologie y de la capacidad económica de las universidades norteamericanas. Pero por algo hay que empezar.

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