Editorial:

Huelgas justas e injustas

HACE DOS semanas, el magistrado jubilado Adolfo de Miguel -presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo que sentenció el encarcelamiento de dirigentes y cuadros de la central sindical Comisiones Obreras durante el franquismo- polemizó, desde las columnas de un vespertino madrileño, con un editorial publicado por EL PAIS el 19 de octubre sobre la huelga del personal auxiliar de la Administración de justicia. Según el señor De Miguel, ese comentario discriminaba a nuestro antojo entre huelguistas «malos» y «buenos», cuando lo único procedente sería diferenciar las huelgas «justas» de las «...

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HACE DOS semanas, el magistrado jubilado Adolfo de Miguel -presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo que sentenció el encarcelamiento de dirigentes y cuadros de la central sindical Comisiones Obreras durante el franquismo- polemizó, desde las columnas de un vespertino madrileño, con un editorial publicado por EL PAIS el 19 de octubre sobre la huelga del personal auxiliar de la Administración de justicia. Según el señor De Miguel, ese comentario discriminaba a nuestro antojo entre huelguistas «malos» y «buenos», cuando lo único procedente sería diferenciar las huelgas «justas» de las «injustas». En lo único que coincidimos con el señor De Miguel es en que es la huelga en sí misma la que, en teoría, debe ser juzgada, y celebramos, de paso, que el antiguo presidente de la Sala Segunda del Supremo haya revisado sus antiguas ideas y no considere ya que todas las huelgas son injustas y malas.Por lo demás, es una opinión extendida que los criterios para valorar negativamente una huelga son no sólo su menosprecio por los cauces jurídicos y de procedimiento establecidos por una legislación democrática, sino también el carácter exorbitante de sus reivindicaciones en relación con el resto de los trabajadores empleados en sectores homólogos, los perjuicios causados a los demás ciudadanos, la utilización de la privilegiada posición que implica el monopolio de un servicio público y la voluntad expresa de llevar a la exasperación y al pudrimiento el conflicto. Si en nuestro editorial del 19 de octubre indicábamos que «ni el paro merece las rotundas condenas de ilegalidad expresadas desde los medios gubernamentales ni carece de fuerza y de lógica la plataforma reivindicativa de carácter económico de los funcionarios públicos que la han emprendido», los veintitantos días de huelga ininterrumpida transcurridos y la negativa de los huelguistas a aceptar la solución propuesta por el Gobierno hacen ya difícilmente justificable ese paro.

La oferta del Grupo parlamentario de UCD -con el apoyo de otros grupos parlamentarios- de corregir el proyecto de ley de retribuciones mediante una enmienda destinada a incluir a los hasta ahora discriminados-funcionaríos en su articulado y a fijar coeficientes correctos para la elevación de sus ingresos parecería suficiente para devolver la normalidad a nuestros juzgados y tribunales. Porque el aplazamiento de esos aumentos monetarios hasta la entrada en vigor de la ley orgánica del Poder Judicial es una medida que, aunque discutible, podría ser aceptada como contrapartida para concluir un conflicto que está ocasionando-graves perjuicios sociales. La huelga del personal auxiliar de Justicia no impide, ciertamente, la celebración dejuicios, pero hace imposible la matefializacíón de las sentencias y resoluciones. Afecta decisivamente a la fijación del estado civil de las personas; los matrimonios, los nacimientos y las defunciones producidos en esta veintena larga de días no existen a efectos registrales. No faltarán tampoco casos de procesados retenidos injustificadamente en las prisiones y otros que, también injustificadamente, estén en libertad. Y la suspensión de las subastas supondrá un incremento del gasto público, al ser necesaria la inserción en la prensa de nuevos edictos.

¿Hasta qué punto es tolerable que un cuerpo administrativo sea responsable de tan graves perjuicios, que tardarán meses en ser reabsorbidos, por su cerrazón a admitir cualquier solución que no sea la satisfacción íntegra de sus peticiones? ¿Por qué ese numantinismo de los huelguistas? ¿Por desconfianza en que el Estado para el que trabajan cumpla con sus compromisos? ¿Por deseo de uncir sus razonables reivindicaciones económicas con la insostenible pretensión de que se les reconozcan funciones judiciales? ¿Por perjudicar a jueces, magistrados, fiscales, forenses y secretarios judiciales y forzar a que también se aplace -por aquello de que mal de muchos, remedio de tontos- la entrada en vigor de sus retribuciones? ¿O por la voluntad de dejar pudrir la huelga con objetivos políticos de signo anti democrático?

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La situación de los magistrados y jueces no es equiparable con la de los funcionarios, ya que no obedecen órdenes del Ejecutivo y ejercen una parcela propia del Poder del Estado. En cambio, los oficiales, auxiliares y agentes han de ser medidos con la misma regla que se aplica a sus homólogos en otras ramas de la Administración pública. En este sentido, la imagen de la «gran familia judicial», que incluiría desde un magistrado hasta un agente, es un puro embeleco, y correspondería al resto de los funcionarios un recurso de agravio comparativo si las remuneraciones de los auxiliares de Justicia estuvieran por encima de las que aquéllos perciben.

Por lo demás, la irregularidad de este paro queda de manifiesto en que, a diferencia de los huelguistas de una fábrica o de una empresa de servicios, a quienes se les descuentan los días no trabajados, los funcionarios en huelga siguen cobrando sus honorarios, anomalía que rebasa ya el carácter de abuso para rozar la plena ilegalidad. Se nos dirá que la previsión constitucional de un estatuto especial para regular la función pública priva de validez a esa comparación. ¿Pero de verdad alguien cree que la futura norma legal va a autorizar la huelga indefinida de un servicio público estatal pagando además a los huelguistas?

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