Tribuna:

Economía para profanos

La situación es grave, desde luego, y en eso todo el mundo está de acuerdo. Hablo de la «crisis económica» actual, que, en su versión española concretamente, no parece sino aumentar día a día sus expectativas lúgubres. Quizá en otras partes ocurra lo mismo. No lo sé. Pero aquí al problema vivo se sobrepone una particular perplejidad del ciudadano, que nadie intenta corregir. La impresión inmediata de cualquier observador es que el hombre de la calle, el vecino corriente y moliente, ignora en absoluto los términos del lío, y, lo que es peor, no encuentra en ningún lado el menor resquicio de esp...

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La situación es grave, desde luego, y en eso todo el mundo está de acuerdo. Hablo de la «crisis económica» actual, que, en su versión española concretamente, no parece sino aumentar día a día sus expectativas lúgubres. Quizá en otras partes ocurra lo mismo. No lo sé. Pero aquí al problema vivo se sobrepone una particular perplejidad del ciudadano, que nadie intenta corregir. La impresión inmediata de cualquier observador es que el hombre de la calle, el vecino corriente y moliente, ignora en absoluto los términos del lío, y, lo que es peor, no encuentra en ningún lado el menor resquicio de esperanza -una promesa siquiera- para salir del atolladero. Las explicaciones que suelen darse son a menudo contradictorias, y descaradamente insuficientes. Digo: las explicaciones. En cuanto a la eventualidad de remedios, el panorama es todavía más amargo. El Gobierno no manifiesta tener preparado un plan que tienda a mitigar el desastre, y la llamada «oposición» parlamentaria tampoco insinúa poseer el secreto de la panacea «alternativa». Uno sospecha que la incompetencia o la falta de imaginación política afecta a tirios y a troyanos. Y en ambos costados militan y ejercen «economistas» profesionales, profesorales incluso...Por supuesto, sabemos que el mal viene de lejos, y que las soluciones locales nunca serán verdaderas soluciones. Uno de los golpes más rotundos que ha recibido el viejo concepto de «soberanía» de los Estados nacionales ha sido éste: el económico. Ni el poder auténtico ni la capacidad de decisión residen ya en los Consejos de Ministros: ni en los de Madrid, ni en los de París, ni en los de Londres, Bonn o Roma. Siempre hay alguien que manda más y desde más arriba. Y no importa quién gane las elecciones, la derecha o la izquierda. Si alguna vez gana la izquierda, se ve obligada a someterse también a las directrices del maremágnum neocapitalista, y cumple esta gerencia. Por encima de todo, el «sisterna» determina las reglas del juego. Y el «sistema», caótico, comprende desde las multinacionales a los jeques petrolíferos, pasando por el tendero de la esquina. La «filosofía» del liberalismo económico asume ese caos: se basa, exactamente, en la idea de que la «libre competencia», con sus propias leyes, dará un final resultado positivo, caiga quien caiga por el camino. La reciente Constitución del Reino acepta este principio de manera explícita. Fue, o es, una Constitución que incluso votaron los comunistas: bueno, ¡allá ellos!

Sí: es posible que los «economistas» del «sistema» crean que las cosas podrán arreglarse a la larga por el simple funcionamiento del mismo «sisterna». Quien no se lo cree es el contribuyente menor, y contribuyentes menores lo somos todos, la mayoría, hasta los parados. Este ingenuo morador del país, globalmente, no entiende lo que pasa. No entiende la inflación, no entiende cómo prospera la masa de los desocupados, no entiende la reforma fiscal, no entiende la baja de la productividad. No entiende nada. Se esfuerza por sobrevivir, que es lo suyo. Y sobrevivir, en estas circunstancias, consiste limpiamente en conseguir un aumento de sueldo. Lo piden los obreros, lo piden los «cuadros», lo piden los presidentes-de-consejos-de-administración. Es un círculo vicioso, como se decía antes. Porque la vida cada día está más cara, y nadie se resigna a su tajada de « vida », que, naturalmente, no es la misma para el obrero que para un presidente-de-consej o-de- administración. De ahí salen las huelgas y los lock-outs: la «lucha de clases», un poco borrosa, ya que el tradeunionismo sindical y el burgués inteligente acostumbran a pactar. Por la cuenta que les tiene.

Por lo que se ve, esta especie de «paz octaviana» interclasista no basta para cubrir las necesidades -pongai-nos «necesidades»- de unos y otros. En estos manejos, unos y otros púdicamente procuran recortar las dimensiones del «paro». La complicidad ínterclasista da mucho de sí, y no cabe duda a favor de quién. Me entero que, para paliar el «paro» galopante, las oficinas públicas, que nunca «paran», anuncian un pegote: avanzar la edad de las jubilaciones. Otro truco sería la supresión de las «horas extraordinarias». Y el recurso más elocuente es que los jóvenes, enredados con la «cultura» y la «educación», retrasen su impaciencia por el jornal: que «estudien», porque mientras sean estudiantes no serán una mano de obra en paro. El ardid de alargar y de ensanchar la etapa «escolar» es un engañabobos. Cuantos menos aspirantes a «puestos de trabajo» haya, forzados por el estudio, por el retiro prematuro o por el cansancio, y hasta por el «pasotismo», el número de «parados», estadísticamente, será menor. La trampa, sin embargo, es visible: vistosa. Habrá otros «parados» -estudiantes o cincuentonesque de algún modo tendrán que alimentarse y divertirse y curarse si están enfermos: habrá que pagar ese riesgo. Y aunque teóricamente lo pague un ministerio, en definitiva, la carga revierte sobre la propia víctima. ¿0 no?

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Estos detalles exigen clarificación. Y es una clarificación que todos se abstienen a perfilar. Derechas e izquierdas, patronales y sindicatos, homologados, no saben qué proponer. La «revolución» sería una hipótesis, pero la «revolución» ha sido aplazada por todos: por los socialdemócratas y por los comunistas, y me temo que por los reductos trotskos y ácratas. Me duele escribirlo: pero la «revolución pendiente» de la irrisoria secuela fascista tiene su equivalente en esa otra «revolución», igualmente pendiente, de la extrema izquierda. Descartada la «revolución», cuando ni don Felipe ni don Santiago quieren hacerla -ni hace falta que sean ellos quienes se propongan hacerla-, lo lógico es que el electorado se incline por la indiferencia. «Sea lo que Dios quiera», podría ser un bonito eslogan para la muchedumbre subalterna. Dios no tiene nada que ver en eso, pero como jaculatoria ya sirve. Los «economistas», los «empresarios» y los «sindicatos», más los «políticos», concurren en una triste tomadura de pelo general. La «crisis» económica nos toca a todos: a unos más que a otros, pero a todos. Y lo alarmante es que nadie se lance a tomar el toro por los cuernos (¡ele!). Los «economistas» no saben su asignatura; los «políticos» ni saben ser políticos: unos y otros son tontos. No lo son el resto de las finanzas y del duro -o del dólar- «sin patria». Ellos, entre sí, no se aclaran. Ni nosotros. La Economía quizá sea una «ciencia», y no es nada seguro que lo sea. Los «profanos» les miramos con aprensión. Nuestra economía no es esa otra «economía»...

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