Cartas al director

El profesorado de los colegios universitarios

Una insólita orden del Ministerio de Educación, de 29 de marzo último (BOE de 7 de abril), habilita a los catedráticos de institutos nacionales de enseñanza media para impartir la docencia en los colegios universitarios, con la categoría de profesores adjuntos de Universidad, a partir del curso académico 1979-1980.Insólita e inconcebible parece esta orden ministerial porque basa fundamentalmente en el «prestigio» de un cuerpo docente -como en los mejores tiempos del triunfalismo que ya empezábamos a olvidar- la razón de este acceso de los catedráticos de INEM al profesorado de los coleg...

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Una insólita orden del Ministerio de Educación, de 29 de marzo último (BOE de 7 de abril), habilita a los catedráticos de institutos nacionales de enseñanza media para impartir la docencia en los colegios universitarios, con la categoría de profesores adjuntos de Universidad, a partir del curso académico 1979-1980.Insólita e inconcebible parece esta orden ministerial porque basa fundamentalmente en el «prestigio» de un cuerpo docente -como en los mejores tiempos del triunfalismo que ya empezábamos a olvidar- la razón de este acceso de los catedráticos de INEM al profesorado de los colegios universitarios. Y así, dejando a un lado el hecho de que el artículo 102 de la ley General de Educación exige el título de doctor para los profesores de centros de educación universitaria, el Ministerio de Educación, invocando algo tan inconcreto, etéreo y abstracto como el «reconocido prestigio» de un solo cuerpo -a los demás cuerpos de catedráticos o agregados de enseñanza media que cuentan con gran número de doctores en su seno los desprecia olímpicamente-, autoriza, incluso, para que no se exija el título de doctor a los catedráticos de INEM que deseen acceder en lo sucesivo a las plazas de profesores de los colegios universitarios.

¿Qué pensaría Juan Español -el buen ciudadano que pena y que sufre calladamente en este país- si se aplicase también este criterio discriminatorio del «prestigio» y de la «larga tradición» para clasificar y atender a los alumnos que asisten a los institutos nacionales de bachillerato? Siguiendo la pauta decimonónica del Ministerio de Educación, los profesores olvídaríamos el bello eslogan de la «igualdad de oportunidades para todos», apelaríamos consecuentemente a la pureza de sangre de las familias, a la dignidad de ciertas profesiones y oficios, a los supuestos méritos de los antepasados o de los progenitores de nuestros alumnos, que serían en buena hora determinantes de toda la actuación docente, por aquello de que ¡todavía! el «prestigio» heredado -no la inteligencia y los me ritos de cada día- han de constituir el factor principal educativo que el profesor deberá tener en cuenta.

Ciertamente, ¿no se elevará una voz en el Parlamento español para denunciar, de una vez, estas increíbles y absurdas aberraciones? Porque ahí están para muestra en el Boletín Oficial del Estado, como si a muchos sectores de la educación no hubiese llegado aún la naciente democracia.

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