Editorial:

La masonería, condenada al secreto

LA NEGATIVA a la solicitud de legalización de la masonería española por considerarla «sociedad secreta» pertenece a la misma semántica de lo grotesco, que ha permitido el cierre de los sex shops por no cumplir la reglamentación referente a la ortopedia. Es evidente que una sociedad que pretende su legalización y su inscripción en el registro deja de ser secreta en el mismo momento; que sólo es secreta si se le niega una condición de pública y que, por tanto, es la misma fuerza del dictamen que la considera secreta la que la puede hacer realmente secreta, y justificar así el mismo dictam...

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LA NEGATIVA a la solicitud de legalización de la masonería española por considerarla «sociedad secreta» pertenece a la misma semántica de lo grotesco, que ha permitido el cierre de los sex shops por no cumplir la reglamentación referente a la ortopedia. Es evidente que una sociedad que pretende su legalización y su inscripción en el registro deja de ser secreta en el mismo momento; que sólo es secreta si se le niega una condición de pública y que, por tanto, es la misma fuerza del dictamen que la considera secreta la que la puede hacer realmente secreta, y justificar así el mismo dictamen.Podría presumirse que la negativa procede de otros arrastres históricos, que desde el principio del régimen anterior la consideraron de tal forma delictiva que fue preciso para ella un tribunal especial, el de represión de la masonería y el comunismo, por el que se ejecutaron numerosísimas sentencias de muerte y largas penas de prisión. Y de un cierto deseo de no herir una sensibilidad religiosa que no ha cesado nunca de condenar la franc-masonería: el canon 2335 sigue castigando con excomunión reservada a la Santa Sede a los inscritos en la masonería. El arrastre histórico también se puede referir a tiempos en los que la masonería defendía una forma de liberalismo y una exaltación del librepensamiento que hoy están admitidas en los principios que rigen las democracias europeas. Hasta tal punto que en varios Estados de carácter conservador el rey o el presidente son, en función de su carácter de jefes de Estado, altos grados en la masonería. Más que una sociedad secreta, la masonería es, hoy, una sociedad discreta.

En cuanto a la lucha contra el secreto, que probablemente llevamos con mayor entusiasmo que nadie los que producimos medios de información y de opinión libre, en razón de esta misma función, podríamos temer que en nuestra época hay muchos más secretos en asociaciones legales y públicas que en ese residuo de sociedades misteriosas. Ahí están, por ejemplo, los partidos políticos con doble contabilidad, no sólo en sus libros o en sus finanzas, sino en sus tácticas y sus estrategias, sus pactos, sus alianzas y hasta sus afiliados durmientes.

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La francmasonería ya no mueve poderosos partidos, como los radicales de Francia o los republicanos de España; sus tenidas vienen a ser rituales no demasiado asombrosos; su misterio es menos riguroso que, por ejemplo, el de las directivas de los grandes clubs de fútbol. El famoso y desesperado discurso de Carrero Blanco en sus Cortes acusando de males «intrínsecos» a la masonería, o los esfuerzos del recientemente fallecido Julio Rodríguez para culpar a la masonería del asesinato del mismo Carrero Blanco, parecen arcaísmos más desaforados que la misma masonería, que ha perdido tanto de su vieja fuerza que va a pedir la legalización al registro público.

Esta negativa puede parecer más bien una concesión a otros poderes, y a la leyenda, que un deseo de contener un peligro. Pero el peligro se vuelve ahora contra la filosofía de la democracia. Es un aspecto más de la contradicción en la busca de imágenes favorables; hecho con la impunidad que da la seguridad de que nadie tiene demasiado interés en defender a los atacados.

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