Editorial:

La iglesia de Poncio Pilatos

EL TERRORISMO de ETA no sólo está poniendo en peligro de supervivencia las estructuras, todavía no consolidadas, de la naciente democracia española. También está gangrenando las bases éticas sobre las que deben descansar, para ser efectivos, los derechos y las libertades de una comunidad política pluralista.Ese grave deterioro de los principios de la ética social y de la moral simplemente humana, esa progresiva insensibilización ante la muerte es cada vez más visible en los sectores de población radicalizados que apoyan, aprueban o disculpan a ETA. Ahora, el traslado de un grupo de procesados,...

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EL TERRORISMO de ETA no sólo está poniendo en peligro de supervivencia las estructuras, todavía no consolidadas, de la naciente democracia española. También está gangrenando las bases éticas sobre las que deben descansar, para ser efectivos, los derechos y las libertades de una comunidad política pluralista.Ese grave deterioro de los principios de la ética social y de la moral simplemente humana, esa progresiva insensibilización ante la muerte es cada vez más visible en los sectores de población radicalizados que apoyan, aprueban o disculpan a ETA. Ahora, el traslado de un grupo de procesados, acusados de acciones terroristas, a la prisión de Soria ha dado lugar a protestas de sus familiares y correligionarios. Las informaciones procedentes de la Consejería del Interior del Consejo General Vasco, cuyas últimas denuncias de la violencia etarra la sitúan, por encima de toda sospecha de tolerancia respecto a los terroristas, dan pie para pensar que las necesarias medidas de seguridad carcelaria se hallan injustificadamente entremezcladas con vejaciones simplemente vindicativas y con la merma de los derechos que asisten a quienes todavía no han sido juzgados.

El deseo de exigir una investigación sobre la situación de la prisión de Soria no debe quedar neutralizado por el temor a que esa petición, que nace de un compromiso incondicional con la defensa de los derechos humanos, sea instrumentada y manipulada por quienes sólo aplican en propio beneficio la vara de medir los atropellos o las injusticias y muestran una insensibilidad rayana en la brutalidad cuando son otros las víctimas. Pero esa investigación debe ser hecha, y desde aquí la solicitamos, como en su día expresamos la miseria moral y la estupidez política que encerraban el asesinato de A rgala.

Por otra parte, la indiferencia con que algunos sectores de la población vasca nacionalista, pese a sus manifiestas discrepancias políticas con ETA, contemplan los asesina tos cometidos por los terroristas resulta, en cualquier caso, espeluznante. Pero si a esto se añade que una parte considerable de las bases nacionalistas son habituales de las parroquias y de los sacramentos -incluido el del perdón- y que, en espectacular contraste, se muestran siempre dispuestos a elevar sus airadas protestas cuando la víctima lleva varios apellidos vascos, hay que empezar a pensar que esa enfermedad de los sentimientos es grave y que por lo menos algunos de sus virus proceden de la cepa del racismo. ¿Desde qué supuestos morales, desde qué valoración de la condición humana se puede, si multáneamente, realizar ese atroz ejercicio de esquizofrenia que consiste en encogerse de hombros ante el frío asesinato de un policía armado y de su novia al salir de una discoteca y en agarrar el cielo con las manos por la dureza de trato dado a los procesados de Soria?

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Este es el contexto donde se sitúa la desgraciada contestación dada por los obispos de Bilbao y de San Sebastián al llamamiento que les dirigió la Consejería del Interior del Consejo General Vasco para que se pronunciaran claramente en torno al tema de la violencia. La Iglesia, se nos dice, en lugar de «reducirse a condenas», pretende, sobre todo, «crear convicciones, educar a las personas y a los grupos, cambiar el -corazón de los hombres». Así, pues, opta por no «denunciar siglas o grupos concretos», empresa siempre peligrosa cuando los denunciados acostumbran a asesinar a sus críticos, sino por «describir cada una de las clases y tipos de violencia,, señalando. sus raíces y describiendo su mal ético», tarea mixta de taxonomía y fenomenología que tiene la ventaja añadidade su falta de riesgo y compromiso. A esto se añade, por supuesto, el rechazo episcopal de la violencia como medio de solucionar los problemas socio-políticos, las lamentaciones por la sangre derramada, el deseo de lograr la pacificación del pueblo vasco; en suma, ese rosario de exhortaciones burocrático-plañideras a las que son tan proclives, excepto en tiempos de cruzadas o de guerras contra los infieles, los documentos eclesiásticos.

No r¿sulta fácil resistirse a tentación de recordar a estos dos ilustres prelados, y no a título personal, sino institucional, que la fecha que el documento señala como comienzo de las denuncias de la Iglesia vasca sobre la situación en Euskadi coincide con el giro iniciado por lajerar,quía, en el comienzo de la decadencia fisica del general Franco y de la descomposición política de su régimen, para distanciarse de un sistema que fue bautizado con el remoquete de «nacionalcatolicisrno», precisamente por el inmenso poder y los « exorbitantes privilegios que el dictador cedió al mundo eclesiástico. Tan desagradable recordatorio se convierte, sin embargo, en necesario cuando dos obispos reconstruyen pro domo sua el pasado de la institución a la que pertenecen en un terreno tan vidrioso como la defensa de los derechos humanos y la lucha por la paz y la libertad.

A los pastores de las diócesis de Bilbao y San Sebastián hay que pedirles, como lo hiciera la Consejería del Interior del Consejo General Vasco, que abandonen el reino fantasmal de la autocomplacencia y de las palabras vacías para que afronten los, problemas concretos del reino de este mundo y se revistan de valor para citar a ETA por su nombre.

Si los dos prelados quieren «crear convicciones, educar a las personas y a los grupos», deberían desde ahora aplicar todos sus esfuerzos para impedir que la terrible gangrena. moral de la insensibilidad de los católicos practicantes y nacionalistas vascos ante la muerte de «los otros» se siga extendiendo por Euskadi. Porque para crear «actitudes personales y colectivas» que hagan. imposible la violencia no parece que la mejor vía sea que los obispos de Bilbao y San Sebastián, tan resueltos a no «ceder a impulsos emo . cionales» y a resistir «las presiones de los partidos y de los grupos», hagan un ejercicio de metamorfosis moral y se afilien al partido que fundó hace 2.000 años Poncio Pilatos.

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