Tribuna:TRIBUNA LIBRE

El ente petrolífero y el PEN

Ingeniero del Centro de Estudios Superiores de Economía del Instituto Nacional del PetróleoEl proceso de privatización de parcelas de propiedad o competencia pública, de abandono e inoperancia de funciones que sólo a la Administración del Estado compete ejercer, y la fragmentación de la misma en cuerpos, capillas, cotos de poder, áreas de influencia y banderías de una u otra índole constituye el más serio obstáculo al desarrollo eficaz de la actividad productiva de las empresas públicas.

La primera y más urgente de las nacionalidades a acometer sería, pues, la de la propia Admin...

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Ingeniero del Centro de Estudios Superiores de Economía del Instituto Nacional del PetróleoEl proceso de privatización de parcelas de propiedad o competencia pública, de abandono e inoperancia de funciones que sólo a la Administración del Estado compete ejercer, y la fragmentación de la misma en cuerpos, capillas, cotos de poder, áreas de influencia y banderías de una u otra índole constituye el más serio obstáculo al desarrollo eficaz de la actividad productiva de las empresas públicas.

La primera y más urgente de las nacionalidades a acometer sería, pues, la de la propia Administración pública. En tanto que ello no ocurra, seguiremos soportando las consecuencias de las rivalidades entre sectores de la misma, de las que es ejemplo la trayectoria seguida por el debate sobre la creación de un ente nacional que agrupe y coordine todos los intereses y actividades públicas en el sector de hidrocarburos.

De un plan energético a otro se localizaba a dicho ente en el Ministerio de Industria o en el de Hacienda y mientras el fragor de la disputa aumentaba, se recurrían a soluciones salomónicas como la de situarlo (ni en uno ni en el otro, sino todo lo contrario) en un Ministerio de Economía a quien no le venía mal alguna parcela de poder donde afianzar su recién estrenada identidad. Desaparecidos los mediadores y equilibradas las fuerzas de los contendientes, parece que el último acto de la trama consistiría en la creación no de un ente, sino de dos, uno dependiente del Ministerio de Hacienda y otro del de Industria. De esta forma, cada uno en su casa y Dios en la de todos, habremos cambiado algo para que todo siga igual, y para calmar las malas con ciencias formularemos algunos votos piadosos tendentes a presentar tal solución como un primer paso hacia la creación, por fin, del ente nacional de hidrocarburos.

Así cabe deducirlo de una serie de informaciones y opiniones como las expresadas en el artículo «Reorganización de la industria del petróleo» (véase EL PAIS de 5 de noviembre). En él, después de abogar por la «agrupación de todas las participaciones empresariales públicas en una sola entidad totalmente estatal...», se desliza de pasada, hábilmente, la creación «provisional» de dos entes, uno para cada ministerio titular de dichas participaciones. Matización a la que quizá no sea ajena la vinculación de su autor con el Ministerio de Hacienda.

No existen razones confesables, técnicas u organizativas, que avalen la consolidación en dos entes estatales de una intervención bipolarizada de los poderes públicos en la industria del petróleo. Por otra parte, el monopolio de petróleos no ha desarrollado los fines para los que fue creado y es demasiado tarde para intentar que lo haga. Nuestra marcha hacia Europa implica su desaparición y las recientes medidas liberalizadoras del Gobierno francés nos privan de la última coartada para justificar su permanencia. El primero en saberlo es el monopolio y sus entidades gestoras, que se están ya preparando para adaptarse a la nueva situación. A ello obedece la intención del Ministerio de Hacienda a aglutinar alrededor de CAMPSA sus intereses y actividades en el subsector para intentar formar una empresa intregrada verticalmente mediante el aporte de las actividades en la exploración, producción, distribución y comercialización de la propia CAMPSA y del refino a través de Petroliber, Petronor y Asesa.

De esta forma habremos dejado de poder tener una empresa estatal sólida y correctamente dimensionada, con una estructura funcional coherente con las distintas fases de la actividad petrolífera y una talla aceptable (39 millones de TM de capacidad de destilación), y en su lugar tendremos dos tullidos malformes, desproporcionados en sus partes, creados en base a criterios administrativos, haciendo caso omiso de consideraciones funcionales y con un reducido peso individual.

De esta manera, CAMPSA e Hispanoil podrán seguir librando se su estéril competencia en la exploración. De esta manera se habrá llegado a la paradójica situación de que una empresa, el ente nacional del petróleo, versión Ministerio de Hacienda, dispondrá, en la fase de distribución primaria, de unos me dios capaces de distribuir su propia producción y la de todas las demás empresas del refino, mientras que el ente nacional del petróleo-bis, versión Ministerio de Industria, no dispondría de ningún medio de distribución propio. ¿Resulta lógico suponer que si la comercialización se encuentra liberalizada todas las empresas del país tengan que depender para efectuar su distribución de unos medios bajo el control de la competencia? ¿Resulta menos disparatado acaso que cada uno se dote de los suyos y se dejen ociosos parte de los disponibles? De esta manera, la coordinación de las actividades industriales del Estado en un mismo subsector escapará al INI para depender, como hoy, del entendimiento entre dos ministerios.

La transformación del monopolio de petróleos debe realizarse de acuerdo con criterios de eficacia y funcionalidad. Actualmente son propiedad del Estado todos los medios de distribución primaria que utiliza CAMPSA (factorías costeras, flota de transporte de productos, centros de almacenaje y red de oleoductos en construcción), pero los elementos de distribución secundaria y de comercialización (transportes por camiones cisterna y estaciones de servicio) se desarrollan en una mayor parte bajo régimen de contratos y arrendamientos con pequeñas empresas privadas. La capacidad de distribución primaria es suficiente para atender a las necesidades de todo el consumo nacional y difícilmente puede dividirse, sin mutilaciones distorsionantes, en partes que asignar a distintas empresas.

Por ello, todos los medios de distribución primaria deberían quedar englobados en una empresa nacional de distribución encargada de prestar servicios a todas las empresas de refino del país, nacionales o privadas, las cuales se encargarían directamente de la comercialización de sus productos. Una fase de distribución común es un imperativo de racionalidad que preservaría la mejor herencia del monopolio. La diferenciación de la producción de las distintas refinerías es perfectamente concebible para aquellos casos en que el sistema de especificaciones de los productos, a controlar por dicha empresa nacional de distribución, no, le prive de sentido.

El resto de los medios y actividades de CAMPSA (exploración, distribución secundaria y comercialización) deberían pasar a formar parte, junto con las demás actividades del Estado en la cadena petrolífera, de una gran y única empresa estatal, integrada verticalmente y dependiente del Instituto Nacional de Industria.

Se conseguiría así una división funcional de las actividades de CAMPSA (única forma de dividir una empresa sin destruirla) y una integración racional de las actividades del Estado, reforzando la complementar¡edad de las mismas. Obviamente, la actividad fiscal sería efectuada por cada distribuidor, liquidándola al Estado bajo el control de cantidades y calidades distribuidas ejercido por la empresa nacional de distribución.

Esta no sería la única labor de control que dicha empresa realizaría. Unicamente a través de un agente con dependencia estatal y no directamente englobado en uno de las empresas de refino, es posible establecer una política de transporte y distribución primaria que sea óptima desde el punto de vista de minimizar la función objetivo adecuada, y no solamente los costes de distribución.

En ella se debieran incluir la valoración negativa de los excedentes locales de productos, que se originarían si se siguiese la política de mínimo coste de distribución primaria, los diferenciales de coste en el transporte de crudo, los costes reales de abastecimiento a térmicas cautivas, los condicionamientos que se derivan de los crudos de cuota sobre la tonelada compuesta de productos, la localización geográfica de la capacidad exportadora y consideraciones relativas al desarrollo regional, puesto que en algunos casos la instalación de las refinerías ha sido decidida por el Estado en función del mismo.

Mientras estas reformas institucionales llegan es urgente tratar de que la desastrosa falta de previsión de que ha hecho gala la política industrial en el sector energético sea subsanada mediante una política que posibilite la reestructuración de la capacidad productiva de las refinerías, ante el exceso de productos pesados que de aquí a 1982 gravitará peligrosamente sobre la industria española del refino. En el momento de ponerse en marcha el plan de construcción de centrales nucleares, algún responsable de la política industrial de este país debió haber previsto el destino a dar el fuel térmico desplazado de la producción de electricidad. Ante la imposibilidad de evacuar tales excedentes al mercado internacional, la única forma de ahorrar importaciones de crudo sin tener que recurrir para ello a la importación de productos ligeros era producir éstos a partir del fuel excedentario. Ello exigía (exige todavía) una reconversión de las refinerías que ni está cifrada en el PEN, ni parece que pueda llegar ya antes de que el grueso de las centrales nucleares entre en funcionamiento de aquí a 1981.

El cómo la argumentación básica del.PEN «nuclearizar para ahorrar importaciones de crudo» sorteará esta contradicción está todavía por ver. Situación que es tanto más lamentable cuanto que se disponía, vía la fórmula de precios ex refinería que se instrumenta a través de la delegación del Gobierno en CAMPSA, de un excelente instrumento de política industrial para incentivar a la industria del refino a acometer las modificaciones en su estructura productiva que exigían las políticas seguidas en otros subsectores. La posibilidad de llevar a cabo una planificación indicativa vía precios se ha perdido, puesto que tal fórmula de precios no ha transmitido tales señales ni sus correspondientes incentivos. En su lugar es detemerque se tenga que recurrir a la intervención directa «in extremis» y a mucho mayor coste, de un nuevo sector en crisis.

Cuando las consecuencias de tales defectos de previsión, organización y control recaen sobre todos los ciudadanos es lógico que veamos con inquietud cómo la reorganización de las empresas nacionales, de las que somos colectivamente propietarios, proyecte realizarse en función de cualesquiera intereses que no sean los generales del país.

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