Tribuna:

Mucho arroz para tan poco pollo

Algunas gentes han puesto un acento especial en la anécdota que, se refiere a la decisión del senador real Torcuato Fernández-Miranda de abandonar Unión de Centro Democrático en virtud de una rígida aplicación de la disciplina parlamentaria -a los suyos y a los adscritos- por parte del partido en el Poder. «O te callas, o te vas», ha sido el gran resumen de la cuestión. Parece. ser que a un hombre que tiene tantas cosas que decir, como Torcuato Fernández- Miranda, catedrático de Derecho Político, y antiguo profesor del Rey, se le querían imponer las mismas ordenanzas de silencio ...

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Algunas gentes han puesto un acento especial en la anécdota que, se refiere a la decisión del senador real Torcuato Fernández-Miranda de abandonar Unión de Centro Democrático en virtud de una rígida aplicación de la disciplina parlamentaria -a los suyos y a los adscritos- por parte del partido en el Poder. «O te callas, o te vas», ha sido el gran resumen de la cuestión. Parece. ser que a un hombre que tiene tantas cosas que decir, como Torcuato Fernández- Miranda, catedrático de Derecho Político, y antiguo profesor del Rey, se le querían imponer las mismas ordenanzas de silencio que a tantos corno no pueden, ni deben, decir nada. Si esto lo hubiera decidido Fernando Abril Martorell -como se afirma-, que es manipulador político principal de Unión de Centro, sería de una gran tosquedad personal. En cualquier caso, y ante cualquiera que hubiera dicho o hubiera pensado lo mismo, estaríamos ante un hombre con viejos hábitos de poder, con sobra de vanidad, y sin puñetera idea de las exigencias mínimas de una democracia. Pero al mismo tiempo su información sobre Torcuato Fernández-Miranda es bastante precaria. Al profesor -que yo recuerde- solamente le faltaron asistencias de alto nivel para la sucesión de Carrero, aunque ya no era Franco el que era. Fernández-Miranda sabe casi siempre el lugar donde es oportuno o conveniente estar en la historia, y le preocupa menos el espacio de sus movimientos en la política. Distinguir el momento de la política y de la historia es un hecho significativo para el político. Es la destreza de avizorar, más que la habilidad de moverse. A la vuelta de dos años veremos quién está aparcado en la política y en la historia.Pero a mí me ha interesado menos la anécdota (aunque pudiera tener una expresión política en el futuro cercano, referida a personajes o acontecimientos) qué el síntoma de deterioro del sistema político democrático por actitudes como ésta, que desvelan una clara intención antidemocrática. O se nos está engañando como a chinos, o la referencia de la democracia no es exactamente la historia de un mangoneo despótico y minoritario de los dirigentes de eso que se llama «fuerzas parlamentarias ». Aquí sí que nos conviene precisar un poco las opiniones políticas para evitar, entre otras simplicidades, la de demócratas o antidemócratas, con arreglo a un baremo establecido previamente en favor de los beneficiarios del término o del concepto. Una presunción de democracia como la nuestra, en la cual el hombre más influyente cerca del presidente del Gobierno -líder del partido en el Poder- puede cerrar la boca de un diputado o de un senador, simplemente porque el manejo de la política lo lleven entre media docena, es cometer una grave desfiguración, y procede su crítica y su denuncia, principalmente para evitar que se nos dé gato por liebre, y para saber dónde vamos a estar cada cual. Con quién, hacia dónde y para qué.

El más importante riesgo de la democracia empieza por ser la suplantación de la voluntad de todos, o de los más, por la partitocracia. El partido es un instrumento para hacer la democracia, y no al revés. El partido al final -siendo necesario- es una reserva de políticos, una estrategia para alcanzar el Poder, mientras que la democracia, es la movilización de la iniciativa general para el protagonismo de todo un pueblo. Un partido político tiene más caciques que ciudadanos. Una democracia facturada sobre caciques podría ser un sistema político -y probablemente homologable con otros de Europa y de América-, pero no sería una democracia, tal como la apetecen las nuevas generaciones políticas, y como la cuenta el Derecho constitucional. No es lo mismo democracia que partitocracia. Cuando lo segundo prevalece sobre lo primero, ya este fin se ponen en funcionamiento las disciplinas de los partidos -en ocasiones, necesarias-, lo que habríamos construido sería una oligarquía de los aparatos de poder de esos partidos. Entonces no se podría hablar de gobierno del pueblo o parlamento de la nación, sino de una mera dictadura, colegiada o no, que permite o puede permitir ciertas libertades de expresión, de manifestación, de asociación o de reunión, fuera de los déspotas. Paralelamente a ellos. Sería una falsificación de la democracia, porque viéndose las libertades, que es el mascarón de proa de la democracia, el pueblo no tendría en sus manos ni los resortes del Gobierno, ni los recursos del centro del poder, que no están en otra parte que en el Parlamento.

La anécdota de Fernández-Miranda ha sido muy oportuna respecto a la necesaria identificación de lo que estamos construyendo. Precisamente lo que tenemos a la vista está en el riesgo de ser esa orientación incorrecta de la democracia. La primera llamada de alarma fue el pacto de la Moncloa, mediante el descubrimiento del consenso. A partir de entonces el consenso ha venido a ser el gran hallazgo operativo de los manipuladores confidenciales, de los manufactureros de restaurantes, de los déspotas o caciques de los partidos, de reducir el modo de afrontar la política, y los problemas nacionales, a un mero cambalache privado de obtenciones y de cesiones.

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Con esta técnica ya no solamente se evitaba la información de los asuntos o de las discrepancias, al pueblo sino que se tenía con los diputados y senadores un comportamiento solamente aceptable por la invocación de cosas graves e inexistentes, porque de otro modo no habría decoro personal que lo aguantara, excepto en los casos en que no hubiera ni siquiera decoro.

Podría ocurrir que los partidos fueran abiertos hacia dentro, que no lo son, y entonces estarían informadas sus bases políticas y todo el país. Pues ni siquiera así sería aceptable, porque el pueblo español se ha dado a un Parlamento, que es la verdadera columna vertebral de la democracia, y lo que tiene que hacer es funcionar. Allí el Gobierno tiene que decir y defender lo que hace -sin consenso previo que valga-, y la oposición, o las oposiciones, tiene o tienen que pronunciarse; esta es la operación básica de las libertades políticas, la noticia del poder y el control del poder.

Independientemente de los logros que haya supuesto el pacto de la Moncloa, el método era descalificable. Yo fui uno de los que me quedé obstinadamente solo diciéndolo, con algún acompañamiento de fuerzas sindicales, ajenas al compromiso con los partidos. Comisiones Obreras y UGT, en función de satélites (como era satélite el viejo sindicalismo vertical del Gobierno) cerraron la boca, o dijeron algo para despistar. Mi planteamiento fue, y sigue siendo, que el Gobierno debe afrontar, en exclusividad, la acción de gobernar, y si no pudiera hacer esto por carecer de asistencias en el Parlamento, procede la creación de otro Gobierno, en coalición con otras fuerzas políticas, que pueda contar con el respaldo parlamentario. Cualquier cosa menos esa reunión de conjurados para salvar no sé qué, y que tuvo lugar en el palacio de la Moncloa. Sobre sus, logros prefiero que hablen los trabajadores y los empresarios.

A partir de aquel descubrimiento se fue inmediatamente a su repetición. Esta vez era aconsejable o lícito el consenso, aunque hubiera sido mejor hacerlo con otros métodos. Me refiero al tema de la Constitución. Efectivamente, cuando en un país se da una Constitución debe recibir el mayor número de colaboraciones. Una Constitución es la norma jurídica básica para la convivencia, y los materiales de edificación de un Estado. Fue acertada la formación de una ponencia muy representativa del Parlamento, y después, cuando el asunto llegó a la Comisión, empezó la gran picaresca. El consenso ya no podía sustanciarse en el Parlamento de otro modo que con las técnicas parlamentarias. Entonces, los dos líderes de los partidos mayoritarios -Suárez y Felipe González- teledirigieron a Abril Martorell y a Alfonso Guerra, y éstos, en lugar de afrontar la situación en los escaños, se metieron en los restaurantes. Volvíamos a dar una prueba más de ser, un pueblo donde lucen brillantemente los pícaros, que es el ejemplo italiano. Hay un dicho popular bastante expresivo para la política, y es ese de que aquí «el más tonto hace relojes».

Merece una mención especial, en todos estos episodios, Santiago Carrillo. A lo que parece, Santiago es más importante que el partido, de la misma manera que Franco era más importante que el Movimiento Nacional. Carrillo es un pragmático pícaro. Se las sabe todas. Viene curtido del largo, triste y azaroso recorrido del exilio, y en medio de un territorio de autócratas, y no de demócratas. Carrillo ha visto muy acertadamente, y muy picarescamente, la situación. Ha visto su imprescindibilidad respecto al poder, porque éste tiene dos grandes adversarios: la derecha de Alianza Popular, y otras derechas; y la izquierda socialista. Esos mismos enemigos son, precisamente, los de Carrillo. Por eso, el sabio del eurocomunismo, el gran pícaro de la Monarquía parlamentaria, el eminente fabulador del Parlamento, ofrece balones de oxígeno a Suárez, quien, a su vez, ofrece otros al Partido Comunista, y así vamos tirando. El gran inventor del consenso es Carrillo, y en esa alfombra mágica pasa Suárez todas sus crisis. Vamos a ver si puede con la próxima. El poder actual y el Partido Comunista se necesitan y se ayudan.

Pero por debajo dé toda esta picaresca que promueve la política, se delata -como digo- el grave asunto de hacer, o de no hacer, el sistema político que el pueblo español ha convenido hacer en las elecciones de junio de 1977. Si introdujéramos la picaresca, a la manera como alcanzó su gran esplendor en la primera restauración, con la Constitución de 1876. podríamos decir ya que las características de este siglo no lo permitirían. Este país nuestro, en sus áreas económicas, sociológicas y culturales ya no es apto para una estructura política que descansaba, como aquélla, sobre el analfabetismo, la pobreza y los caciques. Esta es una sociedad tecnológica, y a los políticos los va a exigir algo más que habilidades y picaresca. La democracia, por otro lado, necesita que la autoridad del Gobierno, el control político de los Parlamentos y la independencia del poder judicial tengan más expresiones reales que pura y vana retórica, una gran parte de los parlamentarios actuales están más cerca de Lauren Postigo, el de «Cantares», que de la gran tradición parlamentaria española. Al propio tiempo, la democracia clásica es también insuficiente como respuesta a la sociedad y a los individuos que tenemos delante. Ni las centrales obreras pueden ser organizaciones satélites de los partidos, ni las organizaciones patronales deben olvidarse un solo instante del interés común, de los fenómenos de socialización. Nos va a costar algún trabajo hacer un país liberal sin liberales, y una democracia sin demócratas. Pero hay que hacer ambas cosas porque la política tiene también un sentido ético. y los problemas internacionales, y los propios -que se nos echan gravemente encima- no pueden resolverse por meras proclamaciones de libertades, que están necesitadas, sin embargo, de soluciones técnicas, o económicas, o sociales, o culturales, muy complejas.

En estos momentos se extiende por todo el país la creencia de que lo que nos pasa, o nos puede pasar -en lo interior y en lo internacional- constituye demasiado arroz para tan poco pollo. Y además resulta que tampoco es pollo. El ejemplo de Portugal está bien cercano. La mejor manera de no provocarnos una autocracia u otro régimen de emergencia es hacer bien y eficazmente una democracia.

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