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Las obras públicas en la actual coyuntura económica / y 2

EconomistaEs evidente que el hecho de denunciar el proceso evolutivo, claramente regresivo, seguido por la inversión en el subsector de las obras públicas en los últimos años -y que se prolongará al próximo ejercicio de 1978, conforme a las inversiones previstas para el Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo en los Presupuestos Generales del Estado enviados a las Cortes-, no conlleva ningún carácter reivindicativo de cualesquiera tipo de política triunfalista tal como la determinante del «Estado de obras» configurado en alguas etapas de nuestro reciente pasado histórico.

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EconomistaEs evidente que el hecho de denunciar el proceso evolutivo, claramente regresivo, seguido por la inversión en el subsector de las obras públicas en los últimos años -y que se prolongará al próximo ejercicio de 1978, conforme a las inversiones previstas para el Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo en los Presupuestos Generales del Estado enviados a las Cortes-, no conlleva ningún carácter reivindicativo de cualesquiera tipo de política triunfalista tal como la determinante del «Estado de obras» configurado en alguas etapas de nuestro reciente pasado histórico.

Lo que se desea poner de manifiesto son, simplemente, algunos principios elementales de política económica que parecen haber sido ignorados (se presupone que por las dificultades actuales de la economía nacional, pero también sin duda en razón de sus contradicciones internas). Esto es, se trata de recordar algo tan sencillo como que el aumento de la inversión pública -y no del gasto público consuntivo, que es lo que continúa haciéndose en términos relativos, como muestra el cuadro adjunto- es un instrumento de primera magnitud para combatir las consecuencias depresivas de la grave crisis económica por la que atravesamos. Y que, dentro del sector público, el sector de la construcción y muy específicamente el subsector de obras civiles se sitúa en una posición clave, por su interdependencia con los restantes sectores, para ser utilizado por el Gobierno como uno de los instrumentos dinamizadores de la economía general, tanto por actuar como elemento compensador de la coyuntura al amortiguar la evolución del ciclo económico -contribuyendo al aumento del empleo en aquellas zonas del país más afectadas por el paro, mediante la urgente puesta en marcha de programas selectivos de obras-, como por aprovechar al máximo los beneficios reales derivados del efecto multiplicador de la inversión.

Pues bien, lo que no se logra interpretar satisfactoriamente es cómo, con una situación ya grave en 1974 y con unas previsiones aún peores, los distintos Gobiernos no relanzaron -ni prevé relanzar el actual en el próximo ejercicio- la inversión en obras públicas e, incluso, puede afirmarse que fueron precisamente éstas las primeras en sufrir las consecuencias de la relativa «paralización administrativa» en la que, prácticamente, estamos inmersos en todo este último, por tantas razones, difícil cuatrienio. Más aún, cuando es algo absolutamente obvio que, al ser precisamente los planes de mejora y ampliación de las infraestructuras colectivas los más afectados, los efectos de tal acción no son exclusivamente económicos, sino también sociales, al impedir la realización de una política que persiga la redistribución de la renta -entre otros medios- a través de una intensiva programación de inversiones públicas. Recordemos en este sentido que, en el programa de saneamiento y reforma económica redactado por el Gobierno, la política presupuestaria, respecto a 1978, únicamente prevé entre sus principios básicos una «fuerte elevación de los gastos de inversión especialmente destinados a construcciones escolares como medio de promover una política de mantenimiento de empleo», que, pese a todo, significa la adaptación de un incremento del paro del orden de 100.000 personas.

Adopción de una política de obras públicas

El Estado tiene muchos medios para dar ejemplo de austeridad. en el gasto -el primero de ellos, sin duda alguna, el análisis en profundidad de una reforma administrativa que, entre otros objetivos, persiga la reducción relativa de los gastos corrientes- sin tener que afectar por ello de forma tan decisiva a las obras públicas, puesto que los retrasos en su realización no solamente son difícilmente recuperables a medio plazo, sino que agudizan todavía más los desequilibrios regionales y sociales existentes. Y lo peor es que, por añadidura, estos recortes presupuestarios vienen produciéndose sin ningún criterio claramente definido ante la total ausencia de una política de ordenación territorial y, consecuentemente, de una adecuada planificación de nuestras infraestructuras.

Así, no es de extrañar que, por citar un ejemplo reciente, en su visita a Toledo, Joaquín Garrigues se vea forzado a hacer unas declaraciones tan contradictorias como las expresadas con respecto al trasvase Tajo-Segura: «Como ministro no tengo más remedio que concluir unas obras en las que se han invertido ya muchos millones de pesetas y que están terminadas o en marcha en su casi totalidad, porque el país no se puede permitir el lujo de derrochar el dinero», aunque, «cuestión aparte es que una vez concluidas las obras se trate el tema de si pasa o no el agua, creo que ésta es una cuestión que debe debatirse en el Parlamento».

Es evidente que, con toda esta argumentación, estamos propugnando decididamente no tan sólo un relanzamiento de la construcción de obras públicas, sino también que dicho proceso responda a una determinada política: en palabras de Luis Ortiz, en funciones de ministro del anterior MOP, aquella que «orientada básicamente hacia el equilibrio territorial y hacia la conclusión de obras públicas interdependientes, constituyendo redes que eviten los espacios vacíos, no es una política de corto aliento, sino que, muy al contrario, al preferir muchos pequeños proyectos a unos pocos de gran envergadura, renuncia a la espectacularidad y al protagonismo, prefiriendo el servicio efectivo a los valores más reales de la persona humana, al hombre integral».

Ahora bien, es claro que una política semejante requiere, y en mayor medida que la de «grandes obras», una labor esencial de programación a corto plazo -formulada con una clara definición de su proyección firíanciera-, pero inserta en una planificación a largo plazo; puesto que la citada interdependencia de las obras públicas implica, por sí misma, que tanto el plan de obras actualmente en construcción, como cualquier plan de obras futuro que se proyecte, no son sino planes parciales de un único y exclusivo plan integral, cuya secuencia de realizaciones ha de ajustarse y reajustarse periódicamente a la dinámica histórica.

Y en este sentido creemos que, si la actual coyuntura de reducción de la capacidad inversora ofrece algún aspecto positivo, éste no es otro que el otorgar al actual equipo político gestor del Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo una oportunidad muy adecuada, en un momento en que el país se ve inmerso en un proceso de democratización y descentralización, para reflexionar sobre cuantos aspectos involucra la tarea planificadora, esto es: a) estudiar las posibles reformas a introducir para adecuar sus estructuras administrativas a escala regional y local, en orden a hacer intervenir al usuario más directamente en todo el proceso de la toma de decisiones y, por tanto, en las responsabilidades económico-financieras subsiguientes; b) analizar, conjuntamente y en una versión de la labor planificadora de abajo arriba que invierta la corriente de información utilizada en el pasado, la situación de los servicios existentes y las necesidades futuras en equipamiento de infraestructuras (cuestiones éstas que permitirán, paralelamente, el estudio de las economías que pueden realizarse en los gastos corrientes y de mantenimiento); c) poner en marcha un programa de análisis de los distintos proyectos alternativos existentes, al objeto de redactar los distintos planes sectoriales de obras -debidamente agregados conforme a los necesarios planes de ordenación territorial- que permitan la selección, con base a una evaluación realizada con arreglo a criterios de índole socioeconómica, de aquellos a los que debe otorgarse un carácter preferente, y d) estimar las posibilidades de institucionalizar nuevas fórmulas de inversión en las que el Estado, cooperando con las entidades regionales y locales, públicas y privadas, reduzca su función tutelar a sus estrictos límites y se incremente la capacidad inversora global sin cargo a sus presupuestos ordinarios.

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