Tribuna:

La nueva hora parlamentaria

Esas apariencias de la historia española que tanto engañan reducen la de su último siglo y medio a repetidas guerras civiles separadas por inestables treguas o prolongadas por una supuesta paz brutal. Mas, de hecho, en la historia española iniciada en 1810 por las Cortes de Cádiz son más numerosas las décadas parlamentarias que las ominosas (como se llamó a la absolutista fernandina de 1823-1833).Es más, podría mantenerse que en el siglo 1836-1936 los parlamentarios españoles superaron a los de muchos países de Europa y de las Américas en facundia oratoria. Y hasta tal grado que un destacado p...

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Esas apariencias de la historia española que tanto engañan reducen la de su último siglo y medio a repetidas guerras civiles separadas por inestables treguas o prolongadas por una supuesta paz brutal. Mas, de hecho, en la historia española iniciada en 1810 por las Cortes de Cádiz son más numerosas las décadas parlamentarias que las ominosas (como se llamó a la absolutista fernandina de 1823-1833).Es más, podría mantenerse que en el siglo 1836-1936 los parlamentarios españoles superaron a los de muchos países de Europa y de las Américas en facundia oratoria. Y hasta tal grado que un destacado político británico pudo aludir desdeñosamente a la extremada calidad de la elocuencia parlamentaria española, estimándola poco propicia para la acción ejecutiva o para las maneras pragmáticas de la política democrática.

Nuestro Galdós, en sus días de atento cronista parlamentario, lamentó también la frondosidad verbal de los tribunos españoles, grandes y pequeños, de su tiempo. Pero don Benito observó agudamente que era preferible la locuacidad de los parlamentarios a los modos lacónicos de los autoritarios: y así concluyó que «el silencio empeora siempre todos los asuntos». España, hoy -tras décadas de «atroz silencio» (como predijo Ortega al morir Unamuno)-, se dispone a reanudar su historia parlamentaria.

Este singular renacimiento institucional, tan decisivo para España, empieza ya a cobrar una indudable significación transnacional. Téngase presente que en las actuales zonas democráticas del mundo los parlamentos han pasado a ser, sobre todo, instituciones de transacción política y de complejos compromisos legislativos. Esto es, prevalece el Parlamento «al británico modo» de estos tiempos últimos: el poder ejecutivo cuenta con una mayoría parlamentaria que le exime de la argumentación ideológica y las tácticas oratorias de antaño.

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La institución parlamentaria funciona así muy adecuadamente en países que la recordaban como foro de tajantes debates y de divisiones ideológicas paralizadoras: tal es el caso, por ejemplo, de la actual República Federal de Alemania en contraste con su antecesora, la llamada República de Weimar. En suma, la densidad intelectual de la oratoria parlamentaria ha bajado considerablemente en las democracias industriales, pero han ganado los modos transaccionales y los que podríamos llamar «factores de estabilidad». Algún sociólogo de la última moda podría, claro está, referirse a la consabida cantilena del «fin de las ideologías», y no andaría, hasta cierto punto, descaminado.

Mas es también patente que una democracia parlamentaria puede correr serios peligros si su institución central deja de cumplir su función ideológica y se limita a ser auditorio ritual de «discursos de la Corona» o sus equivalentes en países republicanos. Abundan hoy, desgraciadamente, las dizque democracias, cuyos parlamentos son dóciles cámaras de asentimiento. Y de ahí que adquiera marcada importancia transnacional la renaciente vida parlamentaria española.

Seguramente se apuntará, en estos próximos días inaugurales, al contraste con las Cortes Constituyentes de 1931, señalándose el acentuado carácter transaccional del partido parlamentario mayoritario (UCD) y su hasta ahora notoria parquedad en la práctica de la oratoria expositiva. E, incluso, podría derivarse un sentimiento de orgullo nacional de este mismo hecho: el Parlamento de 1977 podría ser visto como el máximo ejemplo de la europeización española de nuevo cuño, ya que tendería a ser más una asamblea de políticos pragmáticos que un ámbito de polémica ideológica.

Así, los pasillos del Congreso (tan desdeñados por don Manuel Azaña) desplazarían mayor volumen político que el hemiciclo, y el callado trabajo de las comisiones vendría a ser la tarea fundamental de los diputados. Y no habría que lamentarlo, sino muy al contrario.

Quisiera recordar que un parlamentario de plena dedicación entre 1931 y 1936, el doctor Juan Negrín, veía en las comisiones una especie de «Parlamento adjunto», de mayor efectividad para el país que el vistoso escenario principal del Congreso. Y otros parlamentarios de análoga experiencia en los años de la Segunda República compartían esa valoración del alto papel de las comisiones y el temor (casi obsesivo en el doctor Negrín) a los espejismos autoengañadores de la elocuencia.

Estimo, sin embargo, que en la hora presente de Europa (y de todas las democracias verdaderas) el Parlamento español puede desempeñar una muy singular función articuladora, sin caer, por otra parte, en los retóricos excesos de otros días.

En esta hora feliz de la reanudación de su historia el Parlamento español querrá cumplir, ante todo, la función que corresponde a su misma designación institucional, la de parlamentar. Porque en España, hoy, más que en país alguno del mundo, el Parlamento ha de ser una institución mediadora, un terreno de diarias transacciones que cierren definitivamente las trincheras de la guerra civil y del régimen caudillista. Pero también es el Parlamento español, en su actual composición ideológica, un espejo bastante fiel de la nueva Europa occidental, y sus debates pueden alcanzar una excepcional efectividad transpirenaica.

Se ha dicho reiteradamente que la significación transnacional de la guerra civil española tuvo un primer y claro origen: las cosas estaban muy claras en España, pues podía distinguirse perfectamente quiénes defendían la libertad democrática y quiénes luchaban por abrogarla. España fue entonces, como en otras ocasiones de su historia, la tierra del sol y sombra. La nueva hora parlamentaria de España es, manifiestamente, un episodio histórico muy diferente, puesto que el lindero entre los tendidos apenas existe y podría definirse globalmente como la España del difuminado ideológico. Y ahí estaría precisamente el más grave peligro para la renaciente libertad española y -debo añadir- para la Europa, occidental, que busca un nuevo equilibrio político y social. En una palabra, el imperativo nacional de los nuevos parlamentarios españoles -parlamentar en su estricto sentido- no debe excluir su gran obligación histórica transnacional: la recuperación ideológica del Parlamento.

No pido, por supuesto, a los novicios parlamentarios españoles, que repasen las dilatadas oraciones de don Emilio Castelar y de otros «picos de oro» del Congreso emanado de la bien llamada Gloriosa Revolución de 1868. Pero sí espero (pensando en el futuro de España y de toda la Europa democrática) que el Parlamento español reserve a la oratoria ideológica -a la cámara como ámbito de argumentación intelectual- el papel que ha perdido en otros países. La presencia, en el Parlamento español, de importantes figuras intelectuales (dejando de lado su condición de electas o designadas) permite conjeturar que ciertos debates tendrán resonancia internacional, sin perder por ello su utilidad nacional. Mas, sin duda alguna, serían los dirigentes principales de los partidos políticos quienes podrían elevar a un nivel verdaderamente transnacional el debate de las cuestiones más urgentes en esta hora de España y de toda Europa. En conclusión, deseemos que el Parlamento español de 1977 reanude su historia sin sacrificar su tradición intelectual a su presente obligación pragmática.

JUAN MARICHAL Catedrático de la Universidad de Harvard

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