Tribuna:

Suárez y la continuidad del franquismo

Por encima de lo que representa en este país la reverencia y la adulación al poder, es preciso analizar detenidamente el último discurso del señor Suárez, y su decisión de presentarse a las elecciones.El hecho de que la intervención del presidente fuera la menos brillante de las suyas, no resta nada a la importancia de lo que anunció en el mensaje: su decisión de ir a las elecciones, que algunos traducen como el intento de prolongar el franquismo unos cuantos años más. Veremos por qué.

Pero veamos antes una argumentación clave en el discurso presidencial: «No comprendo por qué no he de ...

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Por encima de lo que representa en este país la reverencia y la adulación al poder, es preciso analizar detenidamente el último discurso del señor Suárez, y su decisión de presentarse a las elecciones.El hecho de que la intervención del presidente fuera la menos brillante de las suyas, no resta nada a la importancia de lo que anunció en el mensaje: su decisión de ir a las elecciones, que algunos traducen como el intento de prolongar el franquismo unos cuantos años más. Veremos por qué.

Pero veamos antes una argumentación clave en el discurso presidencial: «No comprendo por qué no he de ser candidato -viene a decir el señor Suárez- Todos los Gobiernos democráticos son beligerantes en las elecciones.» Pues no. Cuando el general De Gaulle devolvió a los franceses la soberanía nacional, él, que era el autor de la gran operación, hizo un Gobierno de salvación nacional, sacó al país del totalitarismo, salvó el bache y se marchó. Se marchó porque entendía que en un país arrasado por cinco años de conflicto, el poder quedaba solo en el desierto. Y en estas circunstancias es seguro, pero muy peligroso, ganar una elección, porque el triunfo resulta perfectamente artificial. En España, el arrasamiento político es mucho más grave que el producido por la aviación alemana: cuarenta años de dictadura han calcinado políticamente al país como con «napalm», y esto lo sabe bien el señor Suárez. En estas condiciones, en el vacío y la desinformación casi totales, este Gobierno y cualquier Gobierno corre el riesgo de anegar la elección, y así llegamos a una nueva política sin contenido, a un sucedáneo descafeinado del franquismo.

¿Prolongación del franquismo? ¿Cómo decir eso de quien ha organizado un sisterna de partidos, legalizado el comunismo, autorizado la proyección del «Ultimo tango en París», e ignorado al difunto caudillo en su último y extensísimo discurso?

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Hay quien piensa, sin embargo, que el franquismo no era, fundamentalmente, sino el secuestro de la soberanía nacional en manos de un grupo o sector que, en silencio, sin informar ni dar cuentas, detentaba el poder, un poder de hecho que nunca le habían delegado los contribuyentes.

Muchos pensaron que el presidente Suárez iba a tener otro sentido de las cosas. Creyeron en la declaración programática del Gobierno, que hablaba de devolver la soberanía nacional a los españoles. Ahora, el presidente dice con sus palabras que ha procurado ejercer el poder con delicadeza, pero demuestra con sus hechos que está dispuesto a ejercerlo con una prepotencia de distinto color, pero semejante sentido a la del régimen anterior. Las listas de candidatos se preparan en los ministerios y los gobernadores civiles dirigen en cada provincia la operación. Notable espectáculo.

¿Cómo pretender que se renuncia a la campaña electoral cuándo el candidato-presidente no hace desde ahora otra cosa sino campaña electoral? ¿Qué cree que hace con cada decreto, cada fotografía, cada gesto, cada medida política, cada átomo de su enorme poder, salvo campaña electoral? ¿Realmente no lo entiende así?

Los españoles se encuentran hoy con tres hechos: en primer lugar, un país vaciado políticamente por la dictadura, arrasado en su conciencia cívica, con un mínimo de diez años por delante para reponerse. En segundo lugar, la acelerada presión de una sociedad que se pone en marcha y que reclama a diario sus derechos, en las grandes ciudades, en los sindicatos, en los débiles partidos políticos, en los cuerpos intermedios -profesionales, empresariales, universitarios o eclesiales- que salen de cuarenta años de silencio. Y en tercer lugar, un inmenso aparato de intereses, nacionales e internacionales, que aspiran a mantenerse bajo el control de los mismos grupos que desde los años sesenta dominan el despegue económico de España y su creciente dependencia exterior.

No es difícil hacer un vaticinio: pública o secretamente habrá antes de las elecciones un pacto entre la Alianza Popular y la Unión del Centro.

Algunos síntomas inequívocos aparecen ya sin necesidad de ser ocultados. Toda la maquinaria del Opus Dei, con sus recursos y sus hombres, impulsa la operación. Y la Unión del Centro se constituye, como por casualidad, en un despacho de Explosivos-Río Tinto, - como para simbolizar el acuerdo entre el poder político y la alta finanza. Se trata de prolongar, mientras sea posible, a los mismos grupos en los mismos puestos, con una filosofia de poder semejante y una fachada democrática útil para la presentación exterior. La operación podría cerrarse con un 60 % del voto obtenido por el franquismo en sus dos versiones. A la representación parece sumarse de buen grado el Partido Comunista de España, que parece dispuesto a pagar a cualquier precio su reciente legalización, desplegando un oportunismo a toda prueba.

Los problemas profundos del país no tienen demasiado que ver con el enorme montaje electoral: la inflación, el desempleo, el endeudamiento creciente, la' dependencia exterior, las carencias de equipamiento colectivo en educación, sanidad y transportes, la contaminación y el urbanismo, la especulación y la. corrupción administrativa seguirán ahí, pidiendo cada día, cada hora, su solución.

Precisamente en su alejamiento de la realidad social inmediata es donde la operación Suárez halla sus mayores riesgos. Ni una línea de su larga alocución del martes se refirió a los temas reales: los precios de los alimentos, los colegios, los presos políticos que quedan en las cárceles, el déficit de puestos escolares, la cadena de quiebras en la pequeña y mediana empresa.

Mientras tanto, para que no queden dudas, el poderelímina las figuras o partidos que pueden constituir alternativas o puntos de referencia frente a la avasallante política gubernamental. Véanse los intentos de eliminación sufridos por las organizaciones socialista y democristiana que dirigen Felipe González y José María Gil-Robles. El señor Osorio es el encargado de distribuir las bolas negras, y lo hace con su discreción habitual.

Hay que decir, respetuosamente, que nada de esto parece prudente ni es merecido por un viejo y sufrido país, castigado ya por una guerra civil y una larga autocracia de cuatro décadas.

Hay que añadir que se trata de un juego peligroso, porque la doble operación posfranquista conecta con 5.000 despachos, pero no con la realidad viva de una sociedad en plena transformación. Y esa realidad está en los millones de trabajadores de cuello azul o blanco, en los millones de mujeres jóvenes que han perdido el miedo, en los profesionales, los militares o los jubilados, que saben que el Estado es suyo -no de un grupo de iniciados- porque ellos lo sostienen con sus impuestos.

Nuevamente el poder va a dar en España un mal paso. Ya a optar por prorrogar el artificio del pasado, de arriba abajo, prohibiendo que la sociedad se organice de abajo arriba. El riesgo es grande, en un país que sufre al mismo tiempo una gran crisis económica y un rápido cambio de mentalidad. De la tensión que se produzca será responsable, de nuevo, el poder y no la sociedad. Y de esa tensión habrá que salvar a la Corona, instrumento de equilibrio indispensable para transformar a España en un país libre y moderno.

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