Editorial:

Carter y los disidentes soviéticos

LA CARTA enviada la semana pasada por el presidente norteamericano, Jimmy Carter, al inspirador y dirigente de la disidencia soviética, Andrei Sajarov, no permite albergar demasiadas dudas acerca de las intenciones de la Casa Blanca en torno al problema de los derechos humanos -al menos en el Este-, vinculado a los acuerdos de Helsinki. Otro tanto se puede decir del propósito expresado por el secretario de Estado, Cyrus Vance, en cuanto a recibir en Washington a Vladímir Bukovsky, figura también prominente de la clandestinidad humanista de la URSS. Parece claro que Carter está no sólo dispuest...

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LA CARTA enviada la semana pasada por el presidente norteamericano, Jimmy Carter, al inspirador y dirigente de la disidencia soviética, Andrei Sajarov, no permite albergar demasiadas dudas acerca de las intenciones de la Casa Blanca en torno al problema de los derechos humanos -al menos en el Este-, vinculado a los acuerdos de Helsinki. Otro tanto se puede decir del propósito expresado por el secretario de Estado, Cyrus Vance, en cuanto a recibir en Washington a Vladímir Bukovsky, figura también prominente de la clandestinidad humanista de la URSS. Parece claro que Carter está no sólo dispuesto a cumplir sus promesas electorales respecto de la necesidad de imponer un nuevo rumbo moralizador a los asuntos internacionales, sino también a hacer de ese rumbo algo así como el eje de las relaciones exteriores de los propios Estados Unidos. Tras ocho años de pragmatismos kissingerianos, tal actitud merece el aplauso de todo el mundo. Un aplauso que será tanto más cálido en la medida en que la acción de Washington en este terreno alcance también a ciertos regímenes del Oeste, tan sectarios y dogmáticos con sus críticos como los del Este.Si así ocurre, perderán todo asidero las interesadas sospechas expresadas por Estados y partidos marxistas, ortodoxos y heterodoxos, en el sentido de que la ofensiva desatada por la nueva Administración norteamericana en favor de los disidentes de Europa oriental no es más que una maniobra política con vistas al segundo Helsinki (Conferencia de Belgrado), mediante la cual Washington y la OTAN podrían denunciar la posición escandalosa de la URSS y del Pacto de Varsovia en materia de libertades para poder cobrarles estas vergüenzas en especies más sustantivas: la reducción de sus fuerzas militares clásicas en Europa, y una mayor transigencia respecto de las armas estratégicas (SALT II).

Si Estados Unidos globalíza su actual preocupación humanista y la sigue sosteniendo con la misma firmeza, es muy probable que la estatua de la Libertad, hoy casi mero espolón turístico de Nueva York, recobre su condición de símbolo.

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