Tribuna:

¿Reforma o ruptura? / 1

Desde que, hace unos meses, se inició en España la etapa constituyente, se han enfrentado dos tesis, que han sumergido a la opinión en un mar de dudas y confusiones. La de la ruptura democrática, defendida por los grupos de oposición, y la de la reforma, patrocinada por el Gobierno entonces en el poder y por las fuerzas que con mayor o menor coherencia le sostenían.La primera alega en su apoyo la inadmisibilidad esencial de las estructuras políticas creadas a partir de 1936, y la segunda rechaza la posición aventurera y peligrosa del todo o nada, prefiriendo la prudente tr...

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Desde que, hace unos meses, se inició en España la etapa constituyente, se han enfrentado dos tesis, que han sumergido a la opinión en un mar de dudas y confusiones. La de la ruptura democrática, defendida por los grupos de oposición, y la de la reforma, patrocinada por el Gobierno entonces en el poder y por las fuerzas que con mayor o menor coherencia le sostenían.La primera alega en su apoyo la inadmisibilidad esencial de las estructuras políticas creadas a partir de 1936, y la segunda rechaza la posición aventurera y peligrosa del todo o nada, prefiriendo la prudente transformación de lo existente.

Si el planteamiento fuese correcto, yo me inclinaría de un modo decisivo por la segunda tesis. Mi formación doctrinal, las enseñanzas de la Historia y mi propia experiencia política me hacen ver los riesgos innegables de toda solución que, sin llegar a ser un salto en el vacío, comporte un margen de incógnitas e incertidumbres susceptibles de desembocar en fórmulas inviables para su propio radicalismo.

¡Cuántas veces, inclinándome respetuoso y admirado sobre la evolución de las instituciones políticas inglesas, he envidiado ese prudente pragmatismo con el que un pueblo ha sabido, a lo largo de los siglos, mantener la línea firme de un ideal de democratización a través de un proceso de adaptación a las diversas coyunturas históricas! La política británica no ha destruido instituciones, sino que las ha ido transformando cuando era inevitable, o ha dejado archivadas, sin derogarlas, por si un día fueran precisas, incluso disposiciones tan contrarias al espíritu de estos tiempos como el impeachman o el bill of atteinder. Un gran tratadista de derecho público ha podido decir con gran razón que, dejando a un lado la ejecución de Carlos I, la mayor revolución inglesa ha sido la ley electoral de 1834.

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¿Cómo no habría de ser partidario de la reforma quien está empapado de la idea de que destruir es mucho más fácil pero mucho más negativo y arriesgado que transformar?

Pero, por desgracia, el problema no se plantea en España en términos tan simplistas.

Se puede y se debe reformar aquello que, por su propia esencia, es reformable; pero no aquello que, por su misma naturaleza y por el espíritu que le informa, es radicalmente incompatible con la meta que los reformistas dicen que quieren alcanzar por vía evolutiva.

Las instituciones políticas del régimen instaurado en 1936 -la antigua Jefatura del Estado, las Cortes, el Consejo del Reino y el Consejo Nacional del Movimiento- son la encarnación de una concepción de la sociedad y del Estado, reflejada no sólo en disposiciones legales de tipo dogmático, sino en declaraciones, estudios interpretativos y, sobre todo, en la práctica de cerca de cuarenta años de política superautoritaria.

El eje de la vida pública espanola durante las pasadas centurias fue una especial Jefatura del Estado, inspirada originariamente por las necesidades de la contienda civil, reforzada día a día por el ejemplo de sistemas totalitarios extranjeros y elevada a la categoría de institución cuasi divina por comentaristas complacientes y serviles.

Desde el decreto de la Junta de Defensa Nacional de 29 de septiembre de 1936, que nombró al general Franco Jefe del Gobierno del Estado Español -convertido en Jefe del Estado por la hábil omisión de dos palabras de su título originario en el texto de la ley de creación de la Junta Técnica del Estado de 1.º de octubre del mismo año- hasta la promulgación de la ley Orgánica y la aprobación de la ley de Sucesión, se ha desarrollado un proceso de concentración de poderes y de sublimación de la figura del imperante, que obliga a meditar con asombro acerca de la deformadora eficacia de un concurso de fuerzas dispares y a un mismo tiempo coincidentes, como fueron la necesidad de un poder fuerte después de un período de anarquía, las dificultades de las etapas bélica y posbélica, y los excesos de una propaganda aduladora, creadora de pretendidas teorías carismáticas y engendradora de mitos que aspiran a sobrevivir.

Basta leer el artículo sexto de la ley Orgánica del Estado. definidora de las facultades del entonces Jefe del Estado -limitadas para su sucesor-; el preámbulo de la ley de Principios del Movimiento Nacional: «Conselente de mi responsabilidad ante Dios y ante la Historia»; la institucionalización del Consejo Nacional del Movimiento, órgano supremo del partido único; y el decreto de unificación de 19 de abril de 1937, que se aplica en España «como en otros países de régimen totalitario», para que desaparezca la menor duda acerca de la esencia anti-democrática que empapa toda nuestra estructura institucional, y que el propio general Franco confirmó en numerosos discursos y declaraciones a la prensa como un régimen totalitario según los modelos italiano y alemán.

Conforme las circunstancias exteriores fueron cambiando, el régimen se vio en la necesidad de aceptar modificaciones simplemente aparentes. Las Cortes, con un dominio aplastante de miembros de designación gubernativa por vía directa o indirecta y una exigua minoría de representatividad cercenada; el Consejo del Reino, cuyas extraordinarias facultades no se apoyan en la más ligera representación de la voluntad de los españoles, y el Consejo Nacional del Movimiento, que tan lamentable ejemplo nos ha dado en estos mismos, días de defensa a ultranza de posiciones personales, son una prueba concluyente de que el régimen autoritario siguió siendo el mismo, con un simple disfraz de instituciones, que pretendieron presentarse como exponentes de un tipo de democracia -la organica- que no ha logrado implantarse de verdad en ninguno de los contados países que lo intentaron.

¿Cómo es posible creer que pueden ser reformables en un sentido democrático unas instituciones nacidas para implantar en momentos de necesidad y para consolidar cuando ya esa necesidad no existía, un régimen que era y se vanagloriaba de ser esencialmente contrario a la democracia, y que permitió durante varios decenios una política de negación de ese conjunto de derechos de la persona que constituyen uno de los elementos esenciales de un régimen que de verdad quiere apoyarse en la voluntad del pueblo?

Cuando un país como España se enfrenta con una coyuntura tan delicada como la actual, la prolongación de las ficciones es el peor de los remedios. Antes de que el período constituyente se abra de un modo oficial, las instituciones totalitarias están en trance de desmoronarse. ¿Vale la pena de intentar la construcción del nuevo edificio estatal con materiales de derribo?

¿Es que ni la imaginación de los artífices de la nueva etapa ni el esfuerzo de los hombres de buena voluntad son capaces de extraer de la rica cantera de nuestra sociedad materiales más nobles y más sólidos?

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