Tribuna:El problema vasco/ 4

El pacto foral

De todas las partes constitutivas de Vasconia, Navarra es la más vasta, y ha sido siempre la mejor articulada institucionalmente y la más independiente (o, si se prefiere, la menos dependiente) políticamente, y hasta hace poco la más poderosa y la más poblada. Así se explica el que haya estado también más frecuente y más estrechamente vinculada a las demás entidades vascas, que ninguna otra (te éstas.Tras la muerte de su esposa Isabel, Fernando el Católico aprovechó las contiendas de bandos que desgarraban el Reino navarro, para apoderarse de casi todo éste y en 1515 lo incorporó a la Corona ...

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De todas las partes constitutivas de Vasconia, Navarra es la más vasta, y ha sido siempre la mejor articulada institucionalmente y la más independiente (o, si se prefiere, la menos dependiente) políticamente, y hasta hace poco la más poderosa y la más poblada. Así se explica el que haya estado también más frecuente y más estrechamente vinculada a las demás entidades vascas, que ninguna otra (te éstas.Tras la muerte de su esposa Isabel, Fernando el Católico aprovechó las contiendas de bandos que desgarraban el Reino navarro, para apoderarse de casi todo éste y en 1515 lo incorporó a la Corona de Castilla, como Reino distinto y conservando todas sus instituciones propias, pero con el mismo rey. La dinastía navarra legítima sólo retuvo en su poder la merindad de Ultrapuertos o Baja Navarra, cuyo rey, Enrique III de Borbón, pasó a ocupar el trono francés a fines del siglo XVI, con el nombre de Enrique IV, siendo su hijo Luis XIII de Francia quien incorporó la Baja Navarra a la Corona francesa, aunque también como Reino distinto y con instituciones propias. Esta vinculación de ambas Navarras a las Coronas de Castilla y de Francia revistió en la práctica la forma que, en Derecho constitucional, suele llamarse «unión real»: algo así como la unión que existía hasta 1918 entre el Imperio, de Austria y el Reino de Hungría.

La vinculación del Señorío de Vizcaya a la Corona castellana era, en teoría, aún menos estrecha, pues se trataba de una unión meramente personal (en 1739, el señor de Vizcaya, Juan de Trastamara, heredó de su padre la corona de Castilla, donde pasó a reinar con el nombre de Juan II); pero la verdad es que, leyendas aparte, resulta imposible demostrar que, en los tiempos históricos, dejase alguna vez de haber cierto grado de sulbordinación de Vizcaya, ora al rey de León, ora al de Pamplona o a su sucesor, el rey de Navarra, ora al de Castilla; mientras que es más fácil demostrar que, en esos mismos tiempos, Vizcaya fue alguna vez parte constitutiva del Reino de León, del de Pamplona o Navarra, o del de Castilla.

En cuanto a Guipúzcoa y Alava, su vinculación a la Corona de Castilla (desde los años 1200 y 1332, respectivamente) nunca significó que formasen parte del Reino castellano, al que se encontraban ligadas por lo que, aquí también, cabe llamar «unión real». Sólo que, en la práctica, como consecuencia de una desigualdad de fuerzas más pronunciada que en el caso de Navarra, esa unión se traducía en una dependencia más estrecha que la del Reino navarro. La situación así crea-da en la Edad Media para las Vascongadas y a principios de la Moderna para Navarra, duró hasta el siglo XIX. Los reyes castellanos eran reconocidos y obedecidos como reyes de Navarra, señores de Vizcaya y soberanos de Alavá y Guipúzcoa, a condición de respetar los Fueros respectivos: cosa que todos ellos juraban hacer, cada cual al principio de su reinado. Subsistió así en el país vasco (tanto en su porción vinculada a Castilla, como en la incorporada a la Corona de Francia), durante toda la Edad Moderna, el sistema del pacto foral, entre la Corona y el cuerpo político de ,cada una de las entidades interesadas: freno eficaz de los intentos de abusar del poder. Este sistema, de raíz medieval, debe ser mirado como progresivo e inspirador de la moderna doctrina de la monarquía constitucional, y pervivió entre los vascos mientras que, en los siglos XV , al XVIII , se debilitaba grandemente o desaparecía por completo en otros reinos de España y del resto de Europa. De modo que, cuando casi todo nuestro continente se hallaba sometido a monarcas absolutos, las entidades políticas del país vasco no padecieron el absolutismo. Sólo teniendo clara conciencia de ello, puede comprenderse el apego de los vascos a sus Fueros y el valor muy relativo que para ellos tuvo el constitucíonalismo liberal. Este no constituía a sus ojos un progreso, sino en la medida en que respetaba el sistema del pacto foral. No venía a liberarlos del absolutismo, como a los demás españoles y franceses, por la sencilla razón de que los vascos no estaban sometidos a la monarquía absoluta. En cambio, al implantar una forma de estado unitaria y centralizada, privaba a éstos de una autonomía amplísima (tan amplia, que algunos hablan de independencia con una exageración que, como todas las exageraciones, no deja de tener cierto fundamento). El liberalismo decimonónico pudo -y, en buena parte, logró- mejorar los Fueros: actualizarlos, modernizarlos, eliminar de ellos abusos y anacronismos. Pero, a cambio de esto, la pérdida de la autonomía era un precio demasiado alto, que los vascos no estaban dispuestos a pagar

Por eso, y contrariamente a lo que sucedió en todo el resto de España, ninguna de las entidades vascas admitió nunca, expresa ni tácitamente, las amputaciones unilaterales de su autonomía realizadas en aras de la unidad y la uniformidad del Estado. Todas las demás regiones, sin excepción alguna (ni siquiera lo fue Cataluña, contrariamente a lo que muchos piensan hoy), aceptaron decidida y claramente -a menudo, entusiásticamente- el Estado unitario y uniformizado, fruto de la revolución liberal,y reiteraron esa acéptación muchas veces, a lo largo de casi todo el siglo XIX. Sólo las entidades vascas -si se exceptúa la fugaz explosión de fervor unitario provocada, en condiciones muy excepcionales y muy pasajeras, por la invasión napoleónica- lo rechazaron persistentemente, de manera expresa y, a todas luces, inequívoca. Toda solución del problema vasco tendrá, pues que pasar -si es que ha de ser una verdadera solución; y no un remedo de tal, que no resuelva nada- por una fórmula que los vascos encuentren aceptable y a la que den su aprobación expresa, libremente otorgada. Lo que equivale a decir que, con otro nombre o con el mismo de antaño, será preciso renovar el pacto foral. Sería un error muy grande el considerar resuelto el problema por el hecho de que la mayoría -aunque sea aplastante- de los españoles, de que la mayoría -aunque sea aplastante- de las regiones españolas, desean (si es que, en verdad, la desean) otra forma de Estado, en vista de lo cual no les queda a los vascos más remedio que someterse democráticamente a la voluntad mayoritaria. Los pactos no pueden romperse unilateralmente, ni por la mayoría ni por la, minoría. Y el pacto -gracias al cual se libraron del absolutismo, y gracias a cuyo relativo respeto por el poder central han logrado amortiguar durante largo tiempo los efectos del centralismo- se halla, con ese o con otro nombre, en el centro, de la preocupación política de los vascos.

La razón de ello es bien sencilla: sólo el pacto ha servido eficazmente, a lo largo de los siglos, para resolver los problemas políticos fundamentales del país vasco. Quien piense que esto, tras haber sido -válido en otras edades, carece de vigencia en nuestros días, se equivoca profundamente y demuestra -ignorar, hasta en sus datos más elementales, una realidad pasada y presente que no es nada difícil de conocer.

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