Leer para diseñar una casa, un hotel o una ciudad
La información sobre viviendas o ciudades que construye la literatura puede ayudar tanto a repensarlas como los tratados de arquitectura
Es difícil pensar en una novela, o en una película, sin la célula básica de la arquitectura: la casa. En el teatro es poco habitual que los dramas y las comedias no sucedan en hogares. Aunque, como están limitados los escenarios, ocurre porque sus grandes causantes —el dinero, el miedo y (es Navidad) el amor— se escapan a otros parajes.
También resulta complicado encontrar una novela en la que la ciudad —de llegada, de huida, de paso— no ocupe páginas. Sucede así por una sencilla razón: son los escenarios de la vida. Los lugares que nos colman de alegría y miseria suelen ser los mismos. Por eso se aprende mucho de arquitectura y diseño observando cómo nos comportamos en ellos. Y es para eso, para meter la cabeza en las vidas ajenas y aprender, sorprenderse, admirar o ser testigo de las vicisitudes de otros, para lo que abren una puerta las novelas.
El lenguaje es sabio. Una persona sin hogar se describe hoy como un “sin techo”. Incluso para quien no tiene casa, el cajero automático o el banco donde intenta dormir representan la idea de cobijo. De descanso. Lo contó a EL PAÍS el arquitecto indio Charles Correa: “En Mumbai defendí instalar bancos para que la gente pudiera dormir”. Es curioso que el techo, como símbolo de protección, se emplee también como marca del límite en la expresión “techo de cristal”. Esos dos opuestos —la virtud y el defecto— que conviven casi cualquier concepto están también presentes en los hogares. Todos sabemos cuánto pueden llegar a ser refugio o cárcel, castillo o escaparate, nuestra propia casa.
Esa dualidad doméstica está presente en infinidad de novelas, claro. Sólo este año, en el Premio Strega de Andrea Bajani, El aniversario (Anagrama) se describe en primera persona una “casa estanca”, es decir, aislada del mundo exterior. Sus posibles causas: la timidez y el temor —con etimologías emparentadas—. Y sus consecuencias: “Toda limitación de la libertad trae consigo una incitación a buscar estratagemas para colarse por los resquicios”. No por casualidad, la novela habla del oxígeno de la ciudad: “Empecé a caminar por la ciudad en una suerte de terapia de rehabilitación de mí mismo y de la realidad”, escribe Bajani en primera persona.
La relación con la casa queda notarialmente descrita en las “exigencias para poder vivir juntos” que el escritor Gonzalo Torrente Ballester le anotó a su mujer, Josefina Malvido Lorenzo, madre de sus cuatro primeros hijos, entre ellos de Marisa, la madre de Marcos Giralt Torrente, que es quien narra su historia y disecciona —como solo el amor puede llevar a intentar conocer— las personalidades de sus tíos y abuelos. La casa de Torrente tenía que ser silenciosa. Josefina debía imponérselo a los niños “del modo que sea”. Debía mantenerlo a él “al margen de las minucias domésticas, darle gobierno a él a cambio de no ser molestado”. Pero, además, la casa debía estar habitada por una Josefina “siempre guapa, dulce y seductora, implicada en su trabajo intelectual para discutirlo cuando él lo requiriera”. Todo eso fue comunicado por escrito. Como unas instrucciones de uso a las que poder regresar. Esa novela memoria se llama, con gran tino, Los ilusionistas (Anagrama). Y también relata, en primera persona, que fue la madre de Marcos Giralt la que compró la casa en la que él escribe.
De casas, mansiones desalmadas, habla también Proust, novela familiar, de Laure Murat (Anagrama), en la que se dibuja “la mirada ausente de la gente de mundo que no quiere que la molesten”, el “placer aristocrático de desagradar”, que describió Baudelaire. Y la conclusión de que “ni las virtudes de una persona o de un grupo pueden existir sin sus vicios”.
Eso mismo es aplicable a los hoteles. En las paredes del Claremont, Elizabeth Taylor logró retratar toda una época londinense. La novela Prohibido morir aquí (Libros del Asteroide) sucede entre cuatro paredes. Pero no resulta claustrofóbica. Lo que ocurre es poco y todo. La inteligencia de su autora al escoger los detalles les permitirá trasladarse a ella y… convivir con ellos.
También Anita Brookner ubica, en Hotel du Lac, un mundo entre el exceso de trabajo y la pereza desganada. Gente que crece ignorando el mundo “La han protegido tanto que no es capaz de entender que alguien pueda ser vulnerable. Quizá por eso sea tan dura”. Y… ese demonio interior: “¿No estás harta de ser educada con personas que no lo son?”
Hay más casas. Está claro. La dibujada por Michel Rabagliatti en Rose en la isla (Astiberri) busca un clásico: regresar al lugar donde se fue feliz para demostrar otro clásico: que la felicidad no son lugares sino momentos. Las pintadas por Ana Penyas en En vela (Salamandra) demuestran que cualquier escenario, rico o pobre, puede quitar el sueño. También que las razones para el insomnio pueden ser dramáticas o peregrinas. Por eso permanecer en vela es más el retrato de una sociedad que de un interior doméstico.
“Un niño diferente es una prueba muy difícil. La mayoría de las parejas terminan separándose”, escribe Clara Dupont-Monod en Adaptarse (Salamandra). La autora francesa escribe sobre ser como el propio lugar: “diríase que la montaña le había insuflado una suerte de dureza. La gente es fruto del lugar en el que nace”. Lo hace, lo habrán deducido, con tanto fatalismo como incorrección política: “Las mujeres son muy hábiles ante el destino. Tienen la sensatez de no desafiarlo nunca. Se adaptan”. Pero también —hemos anotado la convivencia de contrarios— con hermosa lucidez: “Los niños son siempre los olvidados de las historias. Se los conduce como borregos, se los aparta más de lo que se los protege. Pero los niños son los únicos que se toman las piedras como juguetes. Nos dan nombres, nos colorean, nos ponen ojos y boca. Nos amontonan, afinan la puntería con nosotras. Nos alinean para marcar los límites de las porterías. Los adultos nos utilizan. Los niños nos resignifican”. Hablan, lo habrán adivinado, las piedras. Y cuentan la historia de un niño que no iba a aprender nunca nada, pero que iba a enseñar mucho a los demás. Les deseo un año en el que seamos capaces de verlo.