De Teresa a Florencio, el relato épico de una persona intersexual perseguida por el franquismo
El debutante cineasta Marc Ortiz Prades estrena en el festival de Sevilla ‘Els mals noms’, una película en la que recupera la vida de La Pastora, a medio camino entre la historia y la leyenda negra
Interior día. Una lúgubre habitación huérfana de horizonte. Aun así, fuera se intuye un entorno rural, una España en los albores del siglo XX. Sentada en una mecedora, una madre sostiene a un bebé en los brazos. De pie, a un lado el padre y al otro el médico, que espeta, en un dialecto autóctono entre el catalán y el valenciano: “Es chiqueta”. “¿Seguro?”, responde el padre. Y ahí queda todo dicho. Es el arranque, y también toda una declaración de intenciones, ...
Interior día. Una lúgubre habitación huérfana de horizonte. Aun así, fuera se intuye un entorno rural, una España en los albores del siglo XX. Sentada en una mecedora, una madre sostiene a un bebé en los brazos. De pie, a un lado el padre y al otro el médico, que espeta, en un dialecto autóctono entre el catalán y el valenciano: “Es chiqueta”. “¿Seguro?”, responde el padre. Y ahí queda todo dicho. Es el arranque, y también toda una declaración de intenciones, de Els mals noms, la esperada primera película del cineasta Marc Ortiz Prades (La Sènia, Tarragona, 46 años), que se estrena esta semana en el Festival de Cine Europeo de Sevilla.
Ortiz Prades —formado en la ESCAC, la Escola Superior de Cinema i Audiovisuals de Catalunya—, ha elegido para su debut fílmico la reparación histórica de un personaje real, una persona intersexual registrada al nacer como Teresa —pero que pudo finalmente morir como Florencio— que marcó su infancia, cuando pasaba los veranos en casa de su abuela en La Pobla de Benifassà, un pueblo de 213 habitantes en la provincia de Castellón, de un magnético paisaje montañoso y quebrado que envuelve todo el filme, y que sirve de precisa metáfora al servicio de la historia: un enclave aislado con un pie en Cataluña, otro en Aragón y otro en la Comunidad Valenciana; y donde sus habitantes, dedicados al pastoreo en su mayoría, manejan un dialecto que puede sonar a valenciano para los catalanes y catalán para los valencianos. “Hay un valor en lo idiomático y en lo paisajístico de reivindicación de la identidad”, explicaba este domingo a EL PAÍS su director, a su paso por Sevilla.
También se pueden hallar los paralelismos en esas fronteras difusas, cuando no se está en ninguna parte y en todas a la vez. Es el caso de la nacida Teresa Pla Meseguer, conocida luego como La Pastora y convertida durante la posguerra en el último maquis valenciano. Una figura real, pero también de leyenda —negrísima—, por la que fue tildada de monstruosa “y de muchos otros adjetivos que me gustaría no recordar”, insiste Ortiz Prades, que este thriller disfrazado de biopic retrata bajo el asedio de la Guardia Civil.
Para cuando el cineasta era un niño, en la España de los 80, La Pastora ya había mutado en condición de mito: “No llegues tarde del monte, que vendrá La Pastora y te llevará”; “duérmete o llamo a La Pastora”, una suerte de hombre del saco de la zona que en realidad no fue más que la cabeza de turco —su intersexualidad fue usada y manoseada por la propaganda franquista— a la que el golpe militar de 1936 y la tremenda represión posterior de la Dictadura endosó todos los crímenes sin resolver de la zona, “cuando difícilmente sabía usar un arma”, asegura el director.
Ortiz Prades, historiador de formación, ha recopilado para esta historia la memoria oral que formaba parte de la rutina del pueblo para despojar el relato oficial de su marcado odio a la diferencia: “Quería quitarle la mitificación de monstruo, de asesino” y presentar al personaje encarcelado dentro de su propio cuerpo, en un entorno rural asfixiante y en una España polarizada, descarnada y cruel que vivía hostigada por el poder militar. De hecho, la increíble historia de La Pastora, antes Teresa y finalmente Florencio Pla Maseguer, cobra dimensiones épicas cuando, después de treinta años viviendo como mujer, se vio empujado a ingresar en la guerrilla —los maquis valencianos— para huir de la Guardia Civil. Fue el único superviviente de su comando y, milagrosamente, pudo huir a Francia y empezar una vida nueva como lo que realmente siempre fue: un hombre.
La película, no obstante, pasea de puntillas por las cuestiones identitarias, por el deseo contenido y la sexualidad del personaje. “Hemos querido ser profundamente respetuosos con Florencio y su historia, intentando no juzgar, sino más bien entendiendo sus razones para hacer lo que hace, que es sobrevivir y poco más. Cuando el médico dice que el bebé es chica y el padre repregunta queda todo dicho, ya se sabe que hay algo raro y no hay que explicar nada más. Me gusta ser austero”, sostiene Marc Ortiz, que firma también el guion de la película.
Esa austeridad la lleva también el director hacia una puesta en escena dominada por el naturalismo, por la elección del dialecto original como idioma de la película y por el rodaje en los escenarios naturales donde transcurre la historia. Todo ello al servicio de una crónica en seis actos (donde se evoluciona desde la niñez, juventud hasta vida adulta del personaje) de la conquista del nombre por el que aquel hombre deseaba ser reconocido.
Tres actores dan vida, primero a Teresa, más tarde a Teresot (un nombre con especiales tintes peyorativos que marcó su adolescencia y años de juventud) y finalmente a Durruti, el alias “nada casual” que eligió para integrarse en los maquis, y Florencio. El niño Adriá Nebot, el joven Álex Bausá y, finalmente, el actor Pablo Molinero dan vida a a un personaje “que han construido los tres en equipo”. “Florencio era un personaje muy poliédrico”, insiste el cineasta, que muestra al final del filme varias fotografías reales de su evolución física e identitaria. “No se termina de definir porque no sabe definirse, incluso ingresa en los maquis sin convicciones ideológicas”.
Quizás queda todo explicado en un momento del filme en el que un compañero de la guerrilla, una tarde viendo pasar las horas al raso del monte, le presta un diccionario y le dice “ahí puedes encontrar todas las palabras que existen”. “No están todas, porque yo no estoy”.