A este museo solo puedes llegar en barco
De Menorca a Finlandia, los museos solo accesibles en barco se multiplican. Es el último grito en el turismo cultural: experimentar el arte en comunión con la naturaleza y acabar con la virtualidad que impuso la pandemia
Era un islote cubierto de rocas, sin electricidad y en estado de relativo abandono, pero envuelto en el incomparable turquesa del Mediterráneo balear. La todopoderosa galería Hauser & Wirth no pudo elegir un lugar más recóndito para erigir su nuevo centro de arte en Menorca, convertido en la sensación de la temporada estival. Pero en esa calidad inaccesible residía, precisamente, gran parte de su encanto. “Nos pareció un contexto complicado, muy regulado y con las dificultades ...
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Era un islote cubierto de rocas, sin electricidad y en estado de relativo abandono, pero envuelto en el incomparable turquesa del Mediterráneo balear. La todopoderosa galería Hauser & Wirth no pudo elegir un lugar más recóndito para erigir su nuevo centro de arte en Menorca, convertido en la sensación de la temporada estival. Pero en esa calidad inaccesible residía, precisamente, gran parte de su encanto. “Nos pareció un contexto complicado, muy regulado y con las dificultades logísticas propias de cualquier isla, pero nunca dudamos de que era el lugar idóneo”, admite Iwan Wirth, responsable de la galería suiza junto a su esposa, Manuela. En julio inauguraron un espacio de 1.500 metros cuadrados en un anexo del antiguo hospital de la Isla del Rey, a 15 minutos en barco del puerto de Mahón. “Cuando llegamos a Menorca, nos admiró descubrir una cultura que permanecía intacta. Es un lugar único, auténtico. La preservación de esa autenticidad es más fácil en el entorno íntimo y algo aislado de cualquier isla. Por eso nos gusta Inglaterra, donde vivimos. Y además venimos de Suiza, que también puede considerarse una isla”, sonríe Wirth.
Su centro en Menorca, accesible solo por vía marítima, es uno de los ejemplos más rotundos de una tendencia al alza en los últimos años: la apertura de espacios en paisajes idílicos y alejados de la tierra firme. Podría ser el último grito en el turismo cultural más exclusivo: experimentar el arte en estrecho contacto con la naturaleza y acabar con la virtualidad que impuso la pandemia durante el cierre de los museos.
En la isla francesa de Porquerolles, a siete kilómetros de la Costa Azul, la Fundación Carmignac abrió sus puertas en 2018 en el corazón de un parque natural conocido por sus rutas de senderismo y donde la circulación en coche está prohibida. El centro expone la fastuosa colección del conocido gestor de fondos Édouard Carmignac, que invita a hacer la visita “con los pies descalzos” para sentir las energías telúricas que desprende el lugar. Cuesta imaginar algo parecido en el cubo blanco de cualquier gran museo urbano. Este verano, la fundación exhibe obras de Bruce Nauman, Gabriel Orozco, Camille Henrot o Jaume Plensa, en el marco de una exposición titulada El mar imaginario, que se completa con una muestra de Miquel Barceló en la gruta submarina del edificio, que ha llenado de pinturas rupestres de nuevo cuño. Algo parecido a lo que propone Cristina Iglesias con su intervención en la Casa del Faro de la isla de Santa Clara, en San Sebastián, que define como “un espacio de reflexión donde el agua fluye con un ritmo inspirado en los cambios de las mareas y la fuerza de las olas en las cavidades marinas”. Un nuevo triunfo del culto al site-specific (los proyectos ideados para un lugar concreto) que reina, de un tiempo a esta parte, en el sector del arte contemporáneo.
Mientras tanto, se celebra en Helsinki una nueva bienal artística con sede en Vallisaari, una de las más de 300 islas situadas en la costa de la capital finlandesa. Este lugar cubierto de flora y de fauna, abierto al público solo desde 2016, acoge obras de 40 artistas habituales en los grandes encuentros internacionales, como Katharina Grosse, Alicia Kwade o Rirkrit Tiravanija. Casi todas han sido realizadas para la ocasión y se exponen en edificios de ladrillo de antiguo uso militar. “El entorno es una parte indispensable de la propia bienal, porque permite una simbiosis con la naturaleza en un momento en que las cuestiones ecológicas adquieren una importancia primordial”, señala su directora, Maija Tanninen-Mattila. Muchas de las obras expuestas hacen referencia a esa crisis ineludible. “En las grandes ciudades se está perdiendo la noción de naturaleza. Hay gente que ya no sabe ni lo que es. No podemos dirigirnos hacia un modelo sostenible si no tenemos claro qué es lo que debemos proteger. Llegar a esta isla y respirar su aire ya es, en sí mismo, una experiencia que te transforma”, añade desde Helsinki, ciudad que se ha comprometido a neutralizar su huella de carbono antes de 2035.
En la isla griega de Hidra, el empresario Dakis Joannou, uno de los mayores coleccionistas del continente, con asiento asignado en las juntas directivas del MoMA y de la Tate, cuenta con un espacio expositivo instalado en un antiguo matadero situado frente al mar que cada verano acoge proyectos de artistas de primerísimo nivel. Este anexo de la Fundación Deste, fundada en Atenas por este industrial grecochipriota de 81 años, ha recibido a nombres tan ilustres como Maurizio Cattelan, Matthew Barney, Elizabeth Peyton, Doug Aitken, Urs Fischer, Kara Walker, David Shrigley o Kiki Smith, que se instalaron en la isla, a menos de dos horas en ferri desde el Pireo, para crear obras inéditas que dialogaban con su pasado.
“El arte expuesto en Hidra está perfectamente integrado en su entorno. Lo que se expone en el matadero es único y, en consecuencia, la experiencia de la visita también es única y no replicable”, afirma Joannou en un correo electrónico. “Que esté en una isla hace que la visita sea más intensa, permite un mayor nivel de aislamiento y de concentración. Esa es la esencia de nuestro proyecto”, añade el coleccionista, que cuenta con una residencia en Hidra, donde Leonard Cohen se compró una casa en los sesenta con la herencia que le dejó su abuela, según reza la leyenda. Hoy los burros siguen cargando por calles empedradas con las maletas de los turistas que invaden el lugar durante la temporada alta. El próximo invitado a este matadero artístico será Jeff Koons, a quien Joannou compró hace años un yate decorado con vistosas geometrías pop que bautizó con el peculiar nombre de Guilty (culpable).
A lo largo de la historia, estos enclaves rodeados de mar han tenido un papel protagonista en la imaginación de escritores y artistas, desde los tiempos en que Tomás Moro conceptualizó la noción de utopía en forma de isla. De las estampas polinesias de Gauguin y los archipiélagos metafísicos de Arnold Böcklin a los islotes que Christo circundó con tela rosa en los cayos de Florida, su poder de evocación nunca decayó. “La insularidad no es una simple condición geográfica, sino que constituye una experiencia en sí misma. La ruptura con el continente y la necesidad de una travesía náutica forman parte de ella”, señala el historiador Jean-Marc Besse, comisario de la exposición Le temps de l’île (El tiempo de las islas), que se pudo ver en el Mucem de Marsella antes del confinamiento y que hablaba de la importancia de estos territorios en el arte de los últimos siglos. “La isla se asocia con la idea de la escapatoria, con una forma de libertad. No es extraño que no dejen de abrir centros de arte en las islas. La insularidad favorece la disponibilidad y la concentración del visitante”, añade Besse.
El hechizo provocado por el recogimiento marítimo de estos lugares también tiene sus peligros. Hace solo unos días, la isla japonesa de Naoshima fue golpeada por un tifón que dañó una calabaza gigante de Yayoi Kusama, icono principal del gran complejo museístico inaugurado por el empresario Soichiro Fukutake en 2004 con el concurso del arquitecto Tadao Ando, maestro del hormigón, convertido desde entonces en lugar de peregrinaje para miles de amantes del arte. Su contexto inhabitual permite acercarse al arte de una manera más experimental. El mayor de los centros de la isla, el Chichu Art Museum, solo cuenta con tres obras en una extensión de 2.500 metros cuadrados: un cuadro de Monet, una instalación de James Turrell y otra de Walter De Maria, ante las que el visitante puede quedar hipnotizado durante horas. La isla vecina de Teshima, situada en el mar interior de Setouchi, propone otra experiencia contemplativa en el diáfano museo que lleva su nombre, proyectado por Ryue Nishizawa. Dentro no hay ningún cuadro: solo dos orificios ovales en su caparazón que permiten observar el cielo y percibir los cambios de la luz a lo largo del día, mientras la lluvia se evapora en su interior como si fueran gotas de rocío.
Otro ejemplo de fusión entre arte y paisaje se encuentra en la isla noruega de Svalbard, donde en 2016 se creó Artica, una residencia para artistas en Longyearbyen, la ciudad situada más al norte del planeta, rozando el Círculo Polar Ártico. El proyecto, impulsado por el Gobierno noruego, pretendía diversificar una economía dependiente de los cruceros polares, prácticamente desaparecidos con la pandemia, y de la minería, hoy al borde de la bancarrota. La única condición para los artistas es crear un proyecto relacionado con este inigualable entorno, en el que la ley obliga a cargar con un rifle si se sale de la ciudad para estar en medida de defenderse del posible ataque de un oso polar.
No hace falta alejarse tanto de los núcleos urbanos para encontrar centros de arte rodeados de mar. En Nueva York, acaba de abrir sus puertas un centro de arte en la Governors Island, una antigua base militar de 86 hectáreas situada un kilómetro al sur de Manhattan, donde ocupa un antiguo almacén de municiones. Aunque el pionero en la materia fue el rey Federico Guillermo IV de Prusia, que en 1841 destinó una pequeña isla dibujada por el río Spree a su paso por el centro de Berlín, hasta entonces de uso residencial, a la construcción de grandes museos como el Pergamon y la Alte Nationalgalerie, en lo que se convertiría en el primer distrito cultural en el sentido moderno. Ningún hombre es una isla. Un museo ya es otra historia.