Diarios femeninos

Que una mujer publique su autobiografía contradice el principio patriarcal que designa al hombre como dueño del relato

Concentración de trabajadores, a finales de mayor.EUROPA PRESS

En Babelia del pasado 26 de mayo, Jordi Gracia hacía una lista de diaristas españoles contemporáneos: 17 autores, de los cuales solo 3 autoras. Una escasez para la cual, decía, “no tengo explicación, o la que tengo no me cabe en este artículo. Quizá”, añadía, “los discos duros de la cacharrería doméstica de las escritoras estén saturados de páginas que un día llegarán a salir a la luz, pero hoy todavía no es ese día”.

En efecto, la desproporción es llamativa. Cierto que la historia de la literatu...

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En Babelia del pasado 26 de mayo, Jordi Gracia hacía una lista de diaristas españoles contemporáneos: 17 autores, de los cuales solo 3 autoras. Una escasez para la cual, decía, “no tengo explicación, o la que tengo no me cabe en este artículo. Quizá”, añadía, “los discos duros de la cacharrería doméstica de las escritoras estén saturados de páginas que un día llegarán a salir a la luz, pero hoy todavía no es ese día”.

En efecto, la desproporción es llamativa. Cierto que la historia de la literatura, y de hecho cualquier historia, nos ha acostumbrado a oír hablar de muchos hombres y poquísimas mujeres: de los nombres propios (de artistas, científicos, líderes espirituales o políticos…) mencionados en los libros de texto de la ESO, solo el 7% son femeninos; pero parece que el diario debería ser una excepción. Sabemos que el pensamiento patriarcal prescribe distintas conductas para cada género: “Como es de los hombres el hablar y el salir a la luz, así de ellas el encerrarse y encubrirse”, afirma por ejemplo Fray Luis de León, reforzando un mandato que va de Homero (Telémaco ordena a su madre callar y permanecer en sus aposentos), pasando por san Pablo (“Las mujeres callen en la iglesia”), hasta el reguetonero Kevin Roldán, que canta: “Quiero una mujer que no diga na” (La muda)… Pero comparado con otros géneros, como el teatro, ¿no parece el diario, precisamente, el que mejor respeta el precepto de encierro y silencio público? De hecho, una encuesta realizada en 2000 entre estudiantes muestra que son mujeres la inmensa mayoría de quienes llevan un diario (Manuel Alberca: La escritura invisible).

Entonces, ¿cuál es la explicación? Sin duda ese mismo binarismo que estamos examinando. Porque se puede escribir un diario sin desobedecer lo prescrito a las mujeres; pero darlo a la luz es otra cosa. Convertir la propia vida en texto publicado implica varias operaciones que contradicen el rol femenino. Como señalan Christine Planté (La petite soeur de Balzac), Béatrice Didier (Le journal intime) o Sidonie Smith (Women, Autobiography, Theory), la diarista, y en general la autobiógrafa, accede al ámbito público, afirma su individualidad, revela su vida íntima e impone su relato, contradiciendo los principios patriarcales que designan a los hombres como únicos individuos, dueños del relato y de lo público, y a las mujeres como “seres para otros”, personajes sin voz en discursos de eclesiásticos, poetas, médicos, legisladores… varones. Las mujeres, además, están a priori desvalorizadas, y lo está todo lo que se asocia con ellas: el ámbito doméstico (despreciado como “cacharrería”), la maternidad, relegada a la baja cultura, las emociones y la dependencia de otros, como explica Almudena Hernando en La fantasía de la individualidad.

Quizá todo esto parece muy abstracto; valgan algunos ejemplos. El primer gran diario que conocemos es el del inglés Samuel Pepys, en el siglo XVII. El de un hombre. ¿Será que ninguna mujer llevó uno en esa época?… Sí: justamente, su esposa. Hasta que él lo descubrió. Y lo que leyó no le gustó nada: “Hablaba de su vida retirada y lo desagradable que era”, anota Pepys, “y era tanto el peligro de que alguien lo encontrara y lo leyera que me molesté y le rogué y luego ordené que lo rompiera, pero ella me suplicó que le permitiera conservarlo; entonces se lo arranqué y lo rompí delante de sus narices, aunque me dolía hacerlo, y ella lloraba y me suplicaba” (Samuel Pepys: Diario, 9 de enero de 1663).

Tres siglos más tarde, otro gran escritor, Francis ­Scott Fitzgerald, se enfurece al saber que su esposa, Zelda, está escribiendo sobre el fracaso de su pareja (lo mismo que está haciendo él). El diálogo, desarrollado en 1932 ante el psiquiatra de ella en la institución mental en la que estaba recluida, y del que un taquígrafo tomó nota, no tiene desperdicio. Scott: “Estoy llevando a cabo una lucha solitaria contra otros escritores que tienen talento. Tú eres una escritora de tercera y una bailarina de tercera”. Zelda: “Eso ya me lo has dicho otras veces”. Scott: “Yo soy un escritor profesional, con muchísimos lectores. Soy el cuentista mejor pagado del mundo”. Zelda: “En tal caso, cuesta entender que ataques con tanta virulencia a un talento de tercera…”. Scott: “Todo lo que tú y yo hemos hecho es mi… Yo soy el novelista profesional, y te estoy manteniendo. Todo esto es mi material. Nada de ello es tu material”. Zelda (resignada): “¿Qué quieres que haga?”. Scott: “Que dejes de escribir”.

A estos ejemplos de los muchos medios (fuerza física, autoridad marital consagrada por las leyes, supremacía económica…) usados por algunos hombres para mantener el monopolio masculino del relato quiero añadir uno sobre los riesgos que corren las mujeres que revelan su intimidad. Es trágico, reciente, y no pertenece al ámbito del diario: me refiero al suicidio de una mujer acosada por compañeros de trabajo cuando circuló un vídeo sexual de ella, el conocido como caso Iveco. ¿Tiene algo que ver con lo que vengo exponiendo? A mí me parece evidente que sí, aunque la explicación no me quepa en este artículo.

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