Columna

Cuando los periodistas sabían hacer turrón

Quien quiera entender cómo ha cambiado el periodismo desde los tiempos dorados tiene que ver 'Breslin y Hammil'

Don Fernando, el dueño de la fábrica de turrones de la peli de Berlanga Moros y cristianos -interpretada por un homónimo Fernando Fernán-Gómez, que aliñó el personaje con su propia mala uva-, estalló ante los petimetres que querían traer vientos nuevos a la empresa con ideas de diseño y de marketing: “El turrón tiene que llevar almendra, ¡al-men-dra!”, proclamó en una escena cumbre que resumía la España de 1987: la de los modernos repeinados y la de los señores que tal vez no sabían decir una palabra en inglés, pero, diantres, sabían hacer turrón.

Me he acordado mucho de esta e...

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Don Fernando, el dueño de la fábrica de turrones de la peli de Berlanga Moros y cristianos -interpretada por un homónimo Fernando Fernán-Gómez, que aliñó el personaje con su propia mala uva-, estalló ante los petimetres que querían traer vientos nuevos a la empresa con ideas de diseño y de marketing: “El turrón tiene que llevar almendra, ¡al-men-dra!”, proclamó en una escena cumbre que resumía la España de 1987: la de los modernos repeinados y la de los señores que tal vez no sabían decir una palabra en inglés, pero, diantres, sabían hacer turrón.

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Me he acordado mucho de esta escena viendo Breslin y Hamill: las voces de Nueva York (HBO), que en inglés tiene un título mucho más sugerente: Breslin and Hamill: Deadline Artists, es decir, los artistas del cierre, los que convertían la prisa y la escritura al límite en arte. Es el retrato de Jimmy Breslin y Pete Hamill, dos periodistas superestrellas de la segunda mitad del siglo XX. Quien quiera entender cómo ha cambiado el periodismo desde los tiempos dorados tiene que verlo. Breslin y Hamill hacían periódicos con almendra, y sabían que, cuantas más almendras les echaban, más ricos salían. Nunca pisaron una universidad, empezaron a llenar columnas en su adolescencia y aprendieron todo sobre la marcha, tirando de instinto y tripas.

Cuando ya era una estrella, en los 60, a Pete Hamill le preguntaron en qué andaba. Contestó que en nada, que tenía el bloqueo del escritor. “¿Qué dices? No eres tan importante como para tener bloqueos”, le respondió el otro, y Hamill adquirió una conciencia súbita de quién era: un contador de historias. No era Joyce, no era un poeta a la espera de las musas, sino un reportero que conocía las calles mejor que cualquier taxista. Un artista del cierre. Alguien que tal vez nunca escribiría el Ulises, pero, diantres, sabía hacer turrón.

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