¿Y entonces ocurrió todo?

‘Port Arthur’ es un excelente trabajo de Jordi Casanovas, David Serrano y sus tres actores, pero llega más honda ‘Jauría’, ambas en el Pavón

De izquierda a derecha, Javier Godino, Adrián Lastra y Joaquín Climent, en una escena de 'Port Arthur'.VANESSA RÁBADE

Jauría, de la que ya les hablé la semana anterior, y Port Arthur, de la que trataré a continuación, forman el programa Teatro Documento de Jordi Casanovas que se ha presentado con éxito en el Pavón. Miguel del Arco dirige Jauría, y David Serrano firma la puesta de Port Arthur. Curiosamente, creo que esta última resul...

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Jauría, de la que ya les hablé la semana anterior, y Port Arthur, de la que trataré a continuación, forman el programa Teatro Documento de Jordi Casanovas que se ha presentado con éxito en el Pavón. Miguel del Arco dirige Jauría, y David Serrano firma la puesta de Port Arthur. Curiosamente, creo que esta última resultaba mejor en solitario, cuando se estrenó en el ­CCCB, dentro del Festival Grec, hace tres años, protagonizada por Dafnis Balduz, Javier Beltrán y Manel Sans, a las órdenes del propio Casanovas. No digo que aquel montaje fuera mejor, sino que, a mi juicio, funcionaba mejor: no es lo mismo. En “programa doble” con Jauría, es inevitable la comparación. El caso de Martin Bryant, difundido por Wikileaks, tiene no poca y brutal enjundia; está muy bien armado por el dramaturgo, y resume en 80 minutos las nueve horas finales del interrogatorio en la prisión de Risdon (Tasmania, Australia) una noche del verano de 1996. Pero yo creo que, por la índole del conflicto y su proximidad, nos llega más profundamente el asunto de Pamplona.

Brotan varias preguntas ante Port Arthur. La primera que me asaltó era, digamos, de orden técnico. ¿Por qué razón a los dos interrogadores solo les quedan esas nueve horas para lograr una confesión? “Hoy es su última oportunidad para conseguir que confiese”, escribe Casanovas en el pórtico a su texto. Sin duda, ese tiempo contra reloj añade tensión dramática, pero sus motivos se me escapan. Aunque acaban siendo un tanto secundarios frente a la gran incógnita, que a su vez se subdivide en otras. Resumo. El joven Martin, acusado de una tremenda masacre, ¿es un asesino serial que tiene amnesia traumática o la finge? ¿Puede olvidar algo tan gordo como de lo que le acusan (y que ya descubrirán en su momento)? ¿Qué hacía con esas armas que más bien parecían destinadas a una operación de combate? Y replanteando la cuestión esencial: ¿estamos ante un posible deficiente al que quieren cargarle un mochuelo de órdago, o ante una suerte de primo tasmano de Verbal Kint (Kevin Spacey en Sospechosos habituales)?

Martin Bryant corre a cargo de Adrián Lastra, que había sido el intenso Tony de Billy Elliot, y aquí ofrece una composición tan inesperada como espléndida: un surfer con la melena rubia y la sonrisa soleada de Grisom en La resistencia, que exhala un raro aire de ingenuidad desvalida y sin prisa. Los policías lo describieron como “un hombre de movimientos lentos y pensamiento lento”. Lo único que quiere es beber una guinness o estar con otros presos. No comprende por qué le han encerrado, e insiste en no recordar nada de lo que le acusan, como si estuviera envuelto en un sueño cada vez más siniestro. Dafnis Balduz, en Barcelona, también hacía pensar en un niño perdido, y Kafka (y a ratos Pinter) parecían imprimir las tonalidades dominantes. Quizás el único exceso en la interpretación de Lastra sea la reiteración creciente de risitas pueriles, pero lo cierto es que consigue irritarnos: quizás sea un tic calculado para provocar el mismo efecto con los policías. Ya es hora de hablar de ellos: Javier Godino (al que recuerdo en Muñeca de porcelana de Mamet, con Sacristán) es el joven inspector Payne, y el veterano Joaquín Climent encarna al inspector Warren. No hay el menor cliché en sus personajes. No hay el previsible matonismo, ni el cansino juego poli bueno/poli malo. Ni el texto ni la puesta nos dan mascado lo que hemos de pensar. Santitos no son. Tengo sensaciones enfrentadas. Desde el minuto uno se saltan a la torera la presencia del abogado de Martin, pero apostaría a que se interrogan acerca de la culpabilidad del detenido más allá de la firma de una confesión. Y su pregunta fundamental es la razón de esas muertes.

Ni el texto ni la puesta en escena nos dan mascado lo que hemos de pensar. Tampoco hay cliché en los personajes

David Serrano tiene muy buen tino para el thriller, como demostró en el Canal con Lluvia constante. El ritmo de Port Arthur, con la colaboración de Sílvia Sanfeliu en la dramaturgia, me recordó un poco el de la entrevista que le hizo Truman Capote a Bobby Beausoleil, vinculado al caso Manson y encarcelado en San Quintín. Lo he pensado ahora, no cuando la vi por primera vez. Me ha gustado mucho, incluso más que en Jauría, la escenografía de Alessio Meloni, quizás porque aquí crea un clima muy cinematográfico, muy bien apoyado por la luz (fría, pero pródiga en sombras) de Juan Gómez Cornejo. Ambos nos transmiten la claustrofobia de un espacio subterráneo, con paredes de cemento, y un reloj que parece avanzar a zancadas para recrear la sensación de que están pasando esas nueve horas reducidas a 75 minutos. Espacio y luz me teletransportaron a la atmósfera de una estupenda película policiaca, casi en clave documental, de Sidney Lumet: El príncipe de la ciudad.

Port Arthur. Texto: Jordi Casanovas. Dirección: David Serrano. Pavón Teatro Kamikaze. Madrid. Hasta el 21 de abril.

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