Un microbio devorador de microbios aclara un paso crucial de la evolución de la vida en la Tierra
Un ‘fósil viviente’ muestra cómo pudo surgir el primer antepasado de todos los animales, plantas y hongos hace 2.500 millones de años
El estudio de un microbio microscópico que vive en lagos y mares aclara hoy cómo sucedió uno de los capítulos más importantes para la evolución de la vida en la Tierra: la aparición de células complejas hace 2.500 millones de años.
Todos los animales, plantas y hongos estamos hechos de varias células eucariotas, que tienen orgánulos internos a diferencia de las bacterias y arqueas unicelulares. La mayoría de científicos piensa que su origen está en un microbio que se tragó a otro. En lugar de digerirlo como había hecho hasta entonces, sucedió una relación espontánea de dependencia—el mi...
El estudio de un microbio microscópico que vive en lagos y mares aclara hoy cómo sucedió uno de los capítulos más importantes para la evolución de la vida en la Tierra: la aparición de células complejas hace 2.500 millones de años.
Todos los animales, plantas y hongos estamos hechos de varias células eucariotas, que tienen orgánulos internos a diferencia de las bacterias y arqueas unicelulares. La mayoría de científicos piensa que su origen está en un microbio que se tragó a otro. En lugar de digerirlo como había hecho hasta entonces, sucedió una relación espontánea de dependencia—el microbio grande aportó protección del exterior y el pequeño, alimento—. 2.500 millones de años de evolución conjunta después, miles de mitocondrias emparentadas con aquel microbio devorado flotan en el interior de cada una de nuestras células y transforman el alimento en la energía que necesita el cerebro para pensar o el corazón para latir. Gracias a otros orgánulos —los cloroplastos— las plantas pueden alimentarse de luz haciendo fotosíntesis.
La aparición de la célula moderna “fue una revolución para la evolución de la vida en la Tierra”, resume Victoria Calatrava, bioquímica del Instituto de Ciencia Carnegie (EE UU). “Sin ella nuestro planeta no se parecería en nada a cómo la vemos hoy, ni estaríamos aquí para contarlo”, añade. El objetivo de esta cordobesa de 32 años es demostrar cómo sucedió exactamente esa unión. Es una cuestión endiablada porque los rastros moleculares se han diluido casi por completo después de tanto tiempo.
Calatrava lidera un estudio que arroja luz sobre el origen de nuestras células estudiando el microbio acuático Paulinella micropora. Este organismo es la unión de una ameba que devoró a una cianobacteria, un microbio capaz de hacer fotosíntesis.
Este tipo de endosimbiosis solo se ha producido dos veces en toda la historia de la evolución. Una sucedió hace 1.500 millones de años y dio lugar a los cloroplastos que aportan energía a todas las plantas. La segunda es la de Paulinella, que pasó hace apenas 120 millones de años. Esto la convierte en una fósil viviente. Muchas de las huellas borradas por la evolución en otros organismos siguen visibles en esta ameba.
En un estudio publicado hoy en la revista PNAS, de la Academia Nacional de Ciencias de EE UU, Calatrava y el resto de su equipo explican cómo sucedió la unión de dos seres vivos tan diferentes, lo que a su vez bien podría explicar lo que sucedió hace 2.500 millones de años con la aparición de mitocondrias en la primera célula compleja.
Los genes de la bacteria fotosintética comenzaron a saltar fuera de ella y a incorporarse al genoma de la ameba hospedadora. Un proceso conocido como retrotransposición hizo que algunos genes se copiasen muchas veces y que su funcionamiento fuera más eficiente. Los científicos han demostrado que este proceso de adaptación permitió a la ameba potenciar los genes que permiten tolerar compuestos tóxicos asociados a la fotosíntesis, que de otro modo la hubieran matado durante la unión.
Fue un paso irreversible. La bacteria cedió tantos genes que ya no podía vivir sola y su huésped cambió tanto su metabolismo que sería incapaz de volver a ser un depredador. “Ambos se benefician de la existencia del otro y son completamente dependientes”, explica Calatrava, que invita a no ver este proceso como algo bondadoso. “No creo que se trate de una relación cooperativa en la que ambos salen ganando la partida; más bien no les queda más remedio que mantenerse vivos el uno al otro para no extinguirse”, destaca.
Esta condena a compartir recursos sigue caracterizando la vida en la Tierra. Solo hay que pensar que una persona está compuesta por 30 billones de células humanas y contiene otros 39 billones de bacterias que viven en su sistema digestivo. Sin ellas no podría digerir alimentos. Las bacterias, a cambio, ganan un entorno con menos depredadores que fuera del cuerpo. Nada impide que estas relaciones puedan romperse, como sucede a menudo con las infecciones por bacterias resistentes a antibióticos. Estos organismos que amenazan con revertir los mayores avances de la medicina intercambian mecanismos de resistencia usando un proceso de transferencia genética similar al descrito en la ameba Paulinella. “Nuestros resultados sugieren que este mecanismo ha sido crucial para la domesticación de genes extranjeros en el contexto de la endosimbiosis y parece muy probable que haya sido clave para la estabilización de endosimbiontes y la evolución de orgánulos en otros sistemas”, resalta Calatrava.
Juli Peretó, experto en biología sintética de la Universidad de Valencia, destaca la importancia de este estudio. “La vida en la Tierra surgió hace unos 3.500 millones de años en forma de bacterias y arqueas. Estas inventaron la respiración y la fotosíntesis. 1.000 millones de años después, una arquea fagocitó a una bacteria y surgieron las células complejas. Y otros 1.000 millones de años después aparece una nueva unión entre bacterias fotosintéticas y otro microbio que da lugar a los cloroplastos que hacen fotosíntesis en las plantas. Este trabajo en Paulinella es como un fotograma aislado que nos permite reconstruir la película de cómo empezó todo”, resalta.
“Tiene sentido que todo sucediese de la forma que propone este estudio, aunque es difícil determinarlo”, opina Toni Gabaldón, investigador ICREA en el Instituto de Investigación Biomédica de Barcelona. El biólogo cree que el intercambio de genes entre la bacteria y la ameba fue como quien se descarta una vez y pasa de tener una pareja a un póker: un proceso de mejora acelerada. Lo único que queda por demostrar es si esa jugada afortunada explica el origen de todos los eucariotas o solo de los que realizan fotosíntesis.
En esta carrera por aclarar los orígenes de nuestras células la Paulinella tiene un claro competidor: la arquea de Asgard. Hace dos años, científicos japoneses anunciaron que habían conseguido criar por primera vez a estas criaturas fuera de su hábitat de las profundidades marinas. Los investigadores creen que es otro fósil viviente. Estos organismos miden una diezmilésima de centímetro y se reproducen muy despacio para los estándares de un microbio, más o menos una vez al mes. Lo más llamativo son sus largos tentáculos entrelazados. Los científicos aún no saben para qué los usan, pero opinan que son esenciales para explicar cómo surgió la vida compleja a partir de organismos muy parecidos a estos.
“El descubrimiento de las arqueas de Asgard nos ayudará mucho a entender el origen de las células complejas”, opina Iñaki Ruiz-Trillo, investigador del Instituto de Biología Evolutiva. “Soy optimista y creo que lograremos aclarar este tema. Sabemos mucho más ahora que hace 20 años y sabremos más en un tiempo. Incluso cualquier día un nuevo eucariota basal o una nueva arquea nos puede dar pistas que ahora ni podemos soñar”, resalta.
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