Los satélites civiles están mostrándonos la guerra de Ucrania

Las fotografías aéreas de la invasión rusa provienen de dispositivos civiles, no militares. Estos últimos tienen capacidades muy superiores

Esta imagen de satélite muestra un puente destruido en Irpin (Ucrania), el pasado 8 de marzo.- (AFP PHOTO / Satellite image 2022 Maxar Technologies)

Las fotografías que muestran los convoyes de blindados que avanzan hacia Kiev provienen de satélites civiles, no militares. Estos últimos tienen capacidades muy superiores, que solo se han hecho públicas en contadas ocasiones. Unas veces, como resultado de puro y simple espionaje (el caso Morison, en 1984); otras, para apoyar determinadas políticas (supuestos refugios de Al-Qaeda, en Afganistán y Sudán)...

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Las fotografías que muestran los convoyes de blindados que avanzan hacia Kiev provienen de satélites civiles, no militares. Estos últimos tienen capacidades muy superiores, que solo se han hecho públicas en contadas ocasiones. Unas veces, como resultado de puro y simple espionaje (el caso Morison, en 1984); otras, para apoyar determinadas políticas (supuestos refugios de Al-Qaeda, en Afganistán y Sudán) y otras más, en fin, por simples indiscreciones, como la del presidente Trump al mostrar los restos de un fallido cohete espacial iraní. Ocasionalmente, se han divulgado imágenes “de satélite” pero siempre degradadas artificialmente para no delatar su verdadera calidad.

¿Qué detalle son capaces de ver los satélites de reconocimiento? Los comerciales —como los de la compañía Maxtar, que sirve la mayoría de imágenes del conflicto de Ucrania— ofrecen en el mejor de los casos medio metro de resolución, una calidad reservada por ley hasta hace pocos años a los militares. Se supone que estos llegan a los 10 centímetros. Suficiente para distinguir un balón de futbol desde 200 kilómetros de altitud, aunque suelen volar muy por debajo de esa cota.

Utilizan GPS o referencias estelares: cada imagen puede ir acompañada de otra que muestre la parte del firmamento visible y ayude a establecer exactamente su orientación en el momento de tomar la foto. Pueden registrar video y también operar en condiciones de muy baja iluminación. Tan solo las nubes representan un obstáculo insalvable; pero para eso existen otros satélites equipados con radar de apertura sintética. Son como una especie de enormes cámaras fotográficas con flash capaces de funcionar de día y noche, atravesar las nubes e incluso penetrar la capa de vegetación que cubre el terreno.

Se ha especulado también con que los satélites de reconocimiento podrían hacer uso de espejos deformables para compensar la turbulencia atmosférica. Pero esto es dudoso. Esa técnica funciona muy bien en observatorios astronómicos que miran hacia lo alto. De hecho, desde el suelo ya se consiguen fotografías que rivalizan con las del Hubble. Pero en sentido contrario, “de arriba hacia abajo” no parece factible. Se ha calculado que haría falta deformar el espejo con tanta rapidez que ni siquiera está al alcance de la actual tecnología militar. O quizás sí. Es difícil decir qué es exactamente lo que orbita cada día por encima de nuestras cabezas.

Un esfuerzo histórico

Los esfuerzos por curiosear más allá del telón de acero vienen de lejos. A finales de los años 40 del pasado siglo, cuando se daba por hecho que la URSS poseía armamento nuclear, Estados Unidos puso en marcha un programa de inspección mediante globos. Eran enormes bolsas llenas de helio, diseñadas para estabilizarse a unos 15 kilómetros de altura. A ese nivel aprovecharían las características acústicas de la atmósfera para escuchar los infrasonidos provocados por una explosión atómica. Los globos se lanzaban desde Alamogordo, en el Estado de Nuevo México; se dice que uno cayó cerca del pueblecito de Roswell, dando origen a la historia del OVNI capturado atrapado allí, con tripulantes y todo.

El siguiente paso consistió en equipar los globos con cámaras fotográficas. La idea era lanzarlos desde bases en Europa para que los vientos en la alta atmósfera los arrastrasen sobre la Unión Soviética. En poco más de una semana deberían haber atravesado toda Asia para caer en el Pacífico donde esperaban los equipos de recuperación. La idea sonaba bien, pero los resultados fueron escasos. De los más de 500 globos lanzados, solo uno de cada diez llegó a su destino; el resto se perdió o fue derribado por las defensas antiaéreas soviéticas, aprovechando que durante la noche el gas se enfriaba y el globo perdía altura, quedando así al alcance de los aviones.

Mucho material secreto cayó en manos no previstas. En particular, resultó especialmente valiosa la película que cargaban, resistente a la radiación cósmica y que no estaba disponible en la URSS. En 1958, un rollo de ese filme recuperado fue a bordo de la sonda Luna 3, y en él se registraron las primeras fotos de la cara oculta de nuestro satélite.

El programa de globos espía solo duró un mes, en lugar del medio año previsto. Su sobrevuelo o, peor, caída en territorio rival había provocado numerosas protestas diplomáticas. Fueron remplazados poco después por los primeros aviones U-2 que se demostraron muy eficaces, aunque sus vuelos representaban una clarísima violación del espacio aéreo ruso.

En 1960, el derribo de uno de ellos tras fotografiar las rampas de cohetes de Baikonur supuso tal humillación para la Administración Eisenhower, justo en vísperas de una reunión con Nikita Jrushchov, que Washington prohibió todos los futuros vuelos sobre territorio soviético. Una medida un tanto oportunista, puesto que para entonces estaban a punto de entrar en servicio los primeros satélites espía.

La primera generación de satélites de reconocimiento se disfrazó bajo el apelativo Discoverer, oficialmente destinado a investigaciones científicas varias. Eran cámaras fotográficas volantes. Al terminar su trabajo desprendían una cápsula con la película expuesta. Un grupo de aviones trataban de pescarla en el aire mientras caía suspendida de su paracaídas. Si el intento fallaba, buques de la armada la recogerían del océano. Y si no conseguían localizarla, un tapón de sal que se disolvía en cuestión de 24 horas garantizaba que cápsula y su contenido acabarían en el fondo del mar.

Imagen de un satélite de Maxar Technologies, tomada el 12 de marzo, de la destrucción de la ciudad ucrania de Mariupol.MAXAR TECHNOLOGIES HANDOUT (EFE)

No fue tarea fácil. Hicieron falta 13 intentos. A veces, fallaba el cohete portador; otras, el vehículo de retorno era eyectado en la dirección equivocada; otras más, se perdía durante la reentrada. En un caso, fue a caer en el Ártico, cerca de las islas Svalvard, dando origen a una fallida operación de rescate que inspiró la novela (y posterior película) Estación Polar Zebra. La cápsula del Discoverer 13 –el primer objeto recuperado desde el espacio – no llevaba material fotográfico. Tan solo una banderita americana, hoy en un museo.

El siguiente satélite de la serie ya fue operativo. Permitió cubrir casi cinco millones de kilómetros cuadrados de la URSS en busca de instalaciones militares, en particular, de las elusivas plataformas de lanzamiento de misiles de que había alardeado Jrushchov. No aparecieron, sencillamente, porque no existían. Pero eso ya forma parte de otra historia.

Los primeros satélites de reconocimiento utilizaban cámaras fotográficas de larga focal, que ofrecían resoluciones de solo unas decenas de metros. Suficiente para localizar aeródromos o bases de lanzamiento pero no para afinar mucho más. Con los años, fueron mejorando, tanto los equipos ópticos como las técnicas de interpretación. A finales de los años 60 ya se podían distinguir objetos de un par de metros. Vehículos, por ejemplo.

Telescopios

La siguiente revolución llegó en 1963, con la entrada en servicio de un nuevo modelo de satélite. En lugar de una cámara convencional, utilizaba un telescopio de alrededor de un metro de diámetro. En condiciones óptimas permitía distinguir objetos de 50 centímetros. Por entonces, los satélites de reconocimiento soviéticos –desarrollados a partir de las cápsulas tripuladas Vostok que llevaron a Gagarin al espacio- habían conseguido calidades similares.

Diez años después se lanzó otro modelo más avanzado, conocido como Big Bird. Era enorme, del tamaño de un autobús. De hecho, la bodega del transbordador espacial se dimensionó para que cupiera en ella uno de estos monstruos. La calidad de sus fotos seguía siendo la misma, pero disponía no de una o dos, sino de cuatro cápsulas de reentrada para enviar a Tierra en distintos momentos parte del material expuesto. En total, cargaba entre 30 y 50 kilómetros de película, suficiente para misiones que podían extenderse durante más de medio año.

Dos imágenes de la central nuclear de Zaporiyia (Ucrania). A la izquierda, imagen de Sentinel-2. A la derecha, imagen de Sentinel-2 superresolucionada con la tecnología SENX4. Tracasa ofrece imágenes superresolucionadas de la zona de Ucrania. TRACASA (Europa Press)

El último Big Bird despegó en abril 1986 (y el cohete explotó). Fue el último modelo en devolver la película al suelo A partir de entonces se utilizarían cámaras electrónicas que enviasen sus imágenes por radio. Nunca se han divulgado fotografías de los satélites que ahora giran por ahí arriba, pero se supone que su forma es muy similar a la del telescopio Hubble, salvo en que miran hacia la Tierra en lugar de al espacio. Algunos astrónomos aficionados han conseguido registrar borrosos videos de su paso, que vienen a confirmar ese parecido.

La calidad de las imágenes de cualquier sistema depende del diámetro del objetivo. En este caso, del espejo que monta el telescopio. Se sabe que los primeros medían dos metros y medio, igual que el del Hubble, pero hay sospechas de que modelos más avanzados pueden llegar a los cuatro. Ese detalle se dedujo a partir de las dimensiones de los bancos ópticos utilizados para calibrarlos. De hecho, en 2012 la NRO, agencia que gestiona estos satélites, regaló a la NASA un par de espejos de 2.5 metros, para los que no tenía uso. Uno de ellos se ha empleado para construir el telescopio espacial Nancy Roman, que se lanzará dentro de cinco años.

Rafael Clemente es ingeniero industrial y fue el fundador y primer director del Museu de la Ciència de Barcelona (actual CosmoCaixa). Es autor de ‘Un pequeño paso para [un] hombre’ (Libros Cúpula).

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