La personalidad de los seres elementales en el mundo subatómico
Los átomos son seres participativos. Su interioridad viviente los lleva a buscar satisfacción. El zoólogo inglés Stephan Harding nos lo cuenta en su último libro
En su día, el físico danés Niels Bohr (1885–1962) curioseó con acierto en la composición de los átomos. Aunque su modelo ha quedado anticuado, el zoólogo inglés Stephan Harding se sirve de él para ayudarnos a entender la personalidad de la materia contemplada en su mínima cantidad. Lo hace en las página...
En su día, el físico danés Niels Bohr (1885–1962) curioseó con acierto en la composición de los átomos. Aunque su modelo ha quedado anticuado, el zoólogo inglés Stephan Harding se sirve de él para ayudarnos a entender la personalidad de la materia contemplada en su mínima cantidad. Lo hace en las páginas de un libro recientemente publicado en castellano (Atalanta) con un título tan evocador como significativo: Tierra viviente.
Volviendo a Bohr, a su comparación de los átomos como pequeños sistemas solares donde el sol es el núcleo alrededor del cual orbitan los electrones, Harding nos ilustra acerca de la interioridad viviente de la materia-energía. Para él, los átomos son partículas sensibles que buscan satisfacción. Y la consiguen cuando los electrones giran alrededor del núcleo atómico. Sabemos que cuanto más cerca estén de este, menos energía tienen. Por el contrario, cuanto más alejados se encuentren del citado núcleo, disponen de más facilidad para generar campos eléctricos que afecten a las partículas dispuestas a su alrededor.
De esta manera, con la lectura vital que Harding hace de Bohr, las partículas subatómicas se nos presentan como si fueran entes con personalidad propia, organismos que encuentran satisfacción cuando sus electrones giran hasta formar una corteza exterior reactiva que los hace interaccionar con otros átomos, con los cuales establecen un intercambio de electrones que dan lugar a vínculos químicos que acercan y unen unas moléculas con otras. Visto así, el átomo deja de ser un concepto de la teoría científica, pasando a ser una partícula vital para la comprensión de un misterio.
Atendiendo a esto, podemos afirmar que la materia es la interacción de todas sus vivencias. Resulta curiosa la visión que propone Harding en su libro; todo un viaje a través de la creatividad de la materia en su raro estado de materia viva. Tras su lectura, vemos las cosas de otra manera; contemplamos los átomos como seres participativos, como algo más que un simple nombre cuya definición los aleja del estado orgánico. En este libro, Harding da la vuelta a la cuestión de cómo es posible que se forme vida a partir de materia inerte. Lo hace explicando la materia desde su extensión sintiente, lo que lleva a identificar la materia subatómica con el valor añadido de su cualidad metafísica. De esta manera, la ciencia se completa a sí misma.
Esto es un asunto a tener en cuenta y más en estos días, en los que la amenaza de una guerra nuclear sobrevuela nuestras cabezas. Porque si Robert Oppenheimer hubiese visto el mundo subatómico de esta manera, tal vez, sobre su conciencia no hubiesen pesado las palabras del texto sagrado hindú, el Bhagavad Gita. Fueron palabras que marcaron su vida para siempre cuando la bomba atómica se hizo carne y sangre sobre la Tierra: “Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”. Por lo dicho, ver la materia como lugar de residencia de la psique del mundo, y valorarla en su composición sensorial, hubiese evitado –y evitaría- disgustos.
El libro de Harding nos enseña a valorar nuestro entorno, a convertir la ciencia en una herramienta útil para la conservación de la vida, lejos del sentido mecanicista que plantea que la Tierra ha de ser tratada como una superficie dispuesta para la mercantilización y, con ello, dispuesta para su maltrato. Dicho en pocas palabras: somos como gusanos; la Tierra no nos pertenece. En todo caso, pertenecemos a ella. Los átomos lo manifiestan.
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