La gran nevada que sorprendió a España en plena canícula durante su segundo año sin verano
Los excepcionales temporales de nieve y lluvia de julio de 1932 tras la erupción del volcán Quizapú marcan un episodio climático insólito
Las crónicas del clima de España hablan de nevadas célebres, extraordinarias por su copiosidad o por inesperadas en lugares al nivel del mar. Sin embargo, una de las más singulares del siglo XX tuvo que ser la de 1932, causante de perplejidad no en tierras cálidas, sino entre los pobladores de serranías donde la nieve cae todos los inviernos. Su asombro no obedecía a la magnitud de la nevada, sino al día en que ocurrió: un 19 de julio, en plena canícula, el periodo en el que España suele soportar, un año normal, los calores más intensos.
Aquel día de 1932 el verano regresó al invierno p...
Las crónicas del clima de España hablan de nevadas célebres, extraordinarias por su copiosidad o por inesperadas en lugares al nivel del mar. Sin embargo, una de las más singulares del siglo XX tuvo que ser la de 1932, causante de perplejidad no en tierras cálidas, sino entre los pobladores de serranías donde la nieve cae todos los inviernos. Su asombro no obedecía a la magnitud de la nevada, sino al día en que ocurrió: un 19 de julio, en plena canícula, el periodo en el que España suele soportar, un año normal, los calores más intensos.
Aquel día de 1932 el verano regresó al invierno para tapizar de blanco extensas zonas de montaña en la Península, entre ellas los montes Universales, el Maestrazgo, la serranía de Cuenca y, muy probablemente, también Gredos. En la sierra turolense de Albarracín cuajó generosamente y sin contemplaciones por encima de los 1.400-1.500 metros y muchos pueblos, como Bronchales y Terriente, vieron sus caseríos engalanados con un manto de nieve que en algunos puntos se dice que llegó a medio metro. La estampa de Bronchales, inmaculadamente níveo un mes de julio, quedó inmortalizada gracias a una foto que desde entonces se guarda en su Ayuntamiento y da fe de la envergadura del fenómeno. Tal vez sin esa imagen fuera difícil creerlo, pero su conservación atestigua la veracidad de una nevada excepcional que fue extensiva a decenas de pueblos españoles, incluido Morella, en el Maestrazgo de Castellón, a una altitud muy inferior.
La verdadera singularidad del temporal fue su carácter generalizado, que recogen los boletines meteorológicos de la época, en los que queda patente la excepcional situación meteorológica. Realmente, lo sucedido del 17 al 20 de julio de 1932 fue el clímax de un periodo de precipitaciones abundantes y temperaturas anormalmente bajas e impropias para el verano de un país cálido como España. No resulta difícil vincular el extraño comportamiento de la atmósfera aquellas semanas de 1932 con la colosal erupción del volcán Quizapú, ocurrida tres meses antes, el 10 de abril, en Chile y considerada como una de las más importantes del siglo XX, con impacto directo sobre el clima de la Tierra.
Los efectos de la erupción fueron patentes no solo en el continente americano, sino también en el resto del mundo. En Chile, Argentina y Brasil toneladas de ceniza oscurecieron el cielo y sepultaron pueblos y ciudades, para extenderse en las semanas posteriores por diferentes zonas del globo. Ya en julio, la prensa española recoge el testimonio de meteorólogos de la época vinculando las nubes de cenizas suspendidas en la atmósfera con el enfriamiento de aquellas semanas y la situación meteorológica. Probablemente se trató de un nuevo año sin verano, a menor escala, que recordó lo sucedido en 1816 en Europa por el enfriamiento planetario forzado por la erupción, un año antes, del volcán Tambora. Como esta, la del Quizapú de 1932 fue una erupción pliniana y forma parte del grupo de episodios volcánicos con consecuencias directas en el comportamiento del clima terrestre.
Los pueblos de El Maestrazgo y las serranías de Albarracín y Cuenca se cubrieron de blanco en medio del asombro de sus vecinos y veraneantes
Aunque el documento gráfico que se conserva en el Ayuntamiento de Bronchales es el mejor aval de la nevada del 19 de julio de 1932, el análisis de la situación general vivida en el conjunto de España refuerza la credibilidad del fenómeno, ampliamente recogido en la prensa de esos días. En los boletines del Servicio Meteorológico Español (como se llamaba entonces la actual Aemet) hay datos que despejan cualquier sombra de duda: aquel día estival en el que la nieve caía inesperadamente, las temperaturas fueron de pleno invierno en el resto de España. La máxima fue de 10 ºC en Ávila; en Cuenca, Guadalajara, Segovia, Soria y Teruel no se superaron los 11 ºC; Madrid y Huesca compartieron una máxima de 13 ºC y, lo más espectacular, la mediterránea Valencia no pasó de los 17 ºC. Una máxima de 17 ºC en la ciudad del Turia un 19 de julio parece un chiste vista en la actualidad, cuando son frecuentes noches tropicales con mínimas estivales que no bajan de 24 y 25 ºC y dificultan el sueño a sus habitantes.
Estas temperaturas diurnas, propias de un día de diciembre o enero, avalan el frío reinante sobre España y permiten extrapolar que las condiciones en las zonas de montaña y sus pueblos fueron invernales. Los 10-11 ºC de máxima registrados en capitales de provincia situadas entre 900 y 1.200 metros de altitud fueron acompañados en Teruel y Ávila de unas mínimas de entre 4 y 5 grados, respectivamente, por lo que en zonas más altas se dieron condiciones aptas para que nevara, a pesar de que el calendario sugiriera que España estaba en verano.
Los mapas de isobaras de esos días muestran una situación atmosférica atípica, más propia de las que se suelen dar en invierno cuando se producen en España invasiones de aire polar. En el mapa de superficie de aquel 19 de julio de 1932 se observa un gran paralelismo con situaciones propias de invasiones de aire polar en invierno, como la que se inició el 24 de diciembre de 1970 en una de las mayores olas de frío del siglo XX. En ambos mapas, una intensa corriente de aire frío llega hasta España arrastrada por centros de altas presiones en el Atlántico y bajas presiones sobre Escandinavia y otros puntos del continente europeo. La principal diferencia es que uno correspondía a una jornada canicular y el otro a lo más duro del invierno. Las temperaturas no empezaron a normalizarse hasta muy avanzado el mes de agosto.
Lamentablemente, el insólito temporal de nieve de aquel verano no fue algo aislado o anecdótico, sino que hay que englobarlo en el contexto del mes de julio climatológicamente más anómalo que podemos encontrar, en cuanto al régimen de precipitaciones, durante el siglo XX. Los mismos días que nevó en las serranías del interior y sus pueblos, la España mediterránea y su entorno sufrió uno de los peores temporales de lluvia registrados un mes de julio. Entre los días 17 y 20 se produjo un episodio de precipitaciones que descargó 121 litros en Tortosa, 115 en Castellón, 85 en Valencia, 74 en Tarragona, 67 en Zaragoza y 52 en Teruel.
Lo más significativo, sin embargo, es que todo julio de 1932 tuvo un carácter extremadamente lluvioso y, además del intenso temporal de mediados de mes, muchos observatorios batieron su récord de precipitación acumulada para el mes de julio, que continúa vigente en la actualidad. El dato más rotundo es el del centenario observatorio de San Sebastián-Igueldo, que en julio de 1932 recogió 232 litros por metro cuadrado de precipitación, muy repartida a lo largo del mes, ya que llovió muchos días. El de 1932 se mantiene también como el julio más lluvioso de su serie climatológica en Tortosa (186 litros por metro cuadrado), Barcelona (163) y Castellón (157). En Tarragona y Valencia el balance mensual fue de 140 y 115 litros/m2, respectivamente, valores todos ellos excepcionales para el clima estival del litoral mediterráneo, en el que lo típico es que julio marque el mínimo pluviométrico anual. En todos estos lugares se trata del mes menos lluvioso y algunos años no cae una gota.
El exceso de lluvia y las frecuentes tormentas causaron inundaciones generalizadas. Entre otros, se desbordaron los ríos Ebro, Gállego, Huerva, Jalón y Llobregat, que junto a la violencia de las tormentas causaron daños catastróficos en el campo español. La ruina en las cosechas del verano de 1932 evoca lo ocurrido en 1816 (el año sin verano) en buena parte de Europa por el tiempo frío y lluvioso que echó a perder los cultivos en muchos países. Tanto la erupción del Tambora, causante del desastre climático de 1816, como la del Quizapú en 1932, figuran entre las más violentas de los siglos XIX y XX.
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