La ciencia también tiene límites
No deberíamos usar ni promocionar medicamentos ni vacunas que hayan sido desarrolladas sin seguir los protocolos establecidos por las autoridades sanitarias
La propuesta de vacuna Radvac contra la covid-19, lanzada por una veintena de científicos estadounidenses, entre los cuales destaca George Church (Harvard) es una nueva manifestación práctica de una interpretación extrema de la corriente transhumanista que está triunfando en algunos círculos de EE UU, principalmente. La idea es aplicar la ciencia y tecnología sin límites, para adquirir capacidades adicionales, centrarse en el fin sin preocuparse de los medios, ni del proceso para llegar a él. Defensores a ultranza de la libertad individual, reniegan y no admiten la regulación y los procedimien...
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La propuesta de vacuna Radvac contra la covid-19, lanzada por una veintena de científicos estadounidenses, entre los cuales destaca George Church (Harvard) es una nueva manifestación práctica de una interpretación extrema de la corriente transhumanista que está triunfando en algunos círculos de EE UU, principalmente. La idea es aplicar la ciencia y tecnología sin límites, para adquirir capacidades adicionales, centrarse en el fin sin preocuparse de los medios, ni del proceso para llegar a él. Defensores a ultranza de la libertad individual, reniegan y no admiten la regulación y los procedimientos que imponen las autoridades para el desarrollo, validación y aprobación de fármacos y deciden usar sus conocimientos en la materia para fabricar medicamentos caseros, en sus laboratorios, que luego se autoadministran.
La vacuna Radvac (una mezcla de péptidos de algunas de las proteínas del virus, combinada con adyuvantes para potenciar la respuesta inmunitaria) es el penúltimo de estos ejercicios que algunos tildan de valientes, audaces e innovadores, y otros pensamos que son arriesgados, peligrosos e irresponsables. A pesar de lo que el sentido común nos llevaría a intuir, lo cierto es que casi ningún país regula la autoadministración de drogas o compuestos, que pueden causar daño propio. En nuestro país la Ley de Investigación Biomédica de 2007 se refiere a terceros, a la regulación de todo lo que los investigadores pueden o no hacer sobre otras personas para investigar sobre ellas. No sobre lo que puedan o no hacer las personas sobre sí mismas. Como me recuerda Íñigo de Miguel (UPV-EHU) “a día de hoy, nuestro Código Penal no persigue conductas que, al posibilitar el contagio de una patología, suponen un riesgo para la persona que las desarrolla o para terceros. Solo cabría hablar de responsabilidad jurídica si finalmente ese contagio se produce, provocando una lesión a terceros que, además, pueda probarse que ha sido consecuencia de la conducta peligrosa”. Lo que sí daría lugar a responsabilidades jurídicas sería la promoción, distribución, comercial o no, de este producto a terceros, al no estar aprobado, bien por que pueda causar daño, bien porque resulte un engaño y no proteja, dándole a la persona la falsa sensación de protección y exponiéndola a infectarse con el coronavirus.
La ciencia tiene límites. No todo es posible. Los científicos también estamos sujetos a códigos deontológicos y nuestra actividad investigadora se enmarca dentro de un conjunto de leyes que determinan lo que podemos y no podemos hacer
Como sea, los colectivos DIY (Do It Yourself, hazlo tú mismo) han encontrado un agujero en las legislaciones nacionales en el que, sorprendentemente, parecen poder operar y compartir sus hazañas sin temor a ser perseguidos o penalizados por ellas, más allá del reproche de los científicos, médicos, eticistas y gobernantes, que observan atónitos su impunidad. Sin embargo, es necesario decir alto y claro que no deberíamos usar ni promocionar medicamentos ni vacunas que hayan sido desarrolladas sin seguir los protocolos establecidos por las autoridades sanitarias, cuyo objetivo último es preservar precisamente la salud de la población. No podemos aceptar vacunas cuya propuesta no haya sido revisada y aprobada por comités de ética, que no hayan seguido los pasos de investigación preclínica, primero in vitro, luego in vivo, con modelos animales, y finalmente en las sucesivas fases de los ensayos clínicos.
Ciertamente el daño físico potencial que pueden causar estas iniciativas en la población es muy limitado, si la autoadministración se limita a un grupo muy reducido de personas (lo cual impide extraer ningún tipo de conclusión significativa). Pero es infinitamente peor el daño moral que pueden causar, al sembrar entre la población la noción de que ese desarrollo alegal es aceptable, y que no es necesario seguir todos los pasos, protocolos y permisos que marcan las leyes de investigación biomédica. George Church, un investigador genial y visionario, que ha demostrado sobradamente su talento y capacidad para imaginar y llevar a cabo experimentos aparentemente imposibles (palabra vetada en su vocabulario), se defiende ante los críticos a su apuesta por esta vacuna arguyendo que lo peor que le puede pasar es que no funcione. No es cierto, la imagen de aparente sencillez, de facilidad para desarrollar una vacuna supuestamente eficaz, carente de cualquier permiso o validación oficial, es pésima para la sociedad, generando unas expectativas injustificadas que pueden llevar a la población a poner en duda o discutir el resto de prototipos de vacunas en desarrollo que sí están siguiendo el camino establecido por las autoridades sanitarias.
La ciencia tiene límites. No todo es posible. Los científicos también estamos sujetos a códigos deontológicos y nuestra actividad investigadora se enmarca dentro de un conjunto de leyes que determinan lo que podemos y no podemos hacer. Y a todo ello se le debe sumar el papel principal de los comités de ética que se encargarán de indicarnos lo que es aceptable y lo que no en investigación, teniendo en cuenta riesgos y beneficios potenciales, de acuerdo a nuestras leyes y a nuestra moral.
Lluís Montoliu es investigador del CNB-CSIC y CIBERER-ISCIII
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