Qué frágil es todo
Quizás la lección más importante sea esta: el orden político moderno es frágil. No se sostiene solo con discursos sino con hechos, y nunca se puede dar por sentado, menos cuando la deslealtad es moneda corriente

Mañana se cumplen 6 años del 18 de octubre. Todavía no entendemos qué pasó realmente. Seguimos hablando del estallido olvidando su lado más visceral: el descubrimiento de que todo lo que parecía sólido era en realidad frágil.
Se acostumbra separar en el 18-O dos fenómenos: la manifestación pacífica y la violencia. Moralmente, claro, hay una diferencia enorme entre quien marcha con una pancarta y quien prende fuego a una estación de metro, saquea un supermercado o lanza piedras a la policía. A pesar de esa diferencia, bajo ambos manifestantes parecía existir algo compartido: un sentimiento difuso de necesidad de dignidad, ser visto, de aparecer, de estar ahí aunque no se supiera muy bien por qué.
Octubre no tuvo líderes ni programa. Tuvo personajes: la Tía Pikachu, el perro Matapacos, Dino Azulado, Spiderman, la Primera Línea. Los nombres reales eran irrelevantes; de hecho, nombrarlos hubiera roto el hechizo. No eran nadie en concreto, y esa era justamente su función: encarnar el sentimiento puro sin los pecados de la política real, sus desilusiones y casos de corrupción.
Hay algo enternecedor —y derechamente ingenuo— en creer que de esa explosión nacería un Chile nuevo, más solidario, menos “neoliberal” (sea lo que sea que signifique esa palabra hoy). Sin embargo, fue lo que muchos quisieron ver en ese momento: el parto de un nuevo país. Demasiados estuvieron dispuestos a justificar hechos intolerables en una democracia, con tal de cumplir sus aspiraciones.
A pesar de que ese sentimiento se apoderaba de las calles, el gobierno de Piñera jamás entendió la dimensión de la crisis. Las declaraciones de sus ministros —antes, durante y después de que todo saltara por los aires— lo confirmaron. Tampoco ayudó descubrir sobre la marcha que los carabineros estaban sobrepasados, mal entrenados y peor equipados. Esa era la policía que debía controlar algo incontrolable. El resultado, como señaló Sergio Micco, director del INDH, fueron las violaciones a los derechos humanos más graves desde la dictadura. A pesar de su gravedad, nunca tuvieron la sistematicidad que buena parte de la izquierda les atribuyó; prefirieron tratar de convertir a Sebastián Piñera en Pinochet. Beatriz Sánchez todavía no borra su tweet falso sobre el supuesto centro de torturas —“sí, torturas”, decía— en la estación Baquedano. Parece que no solo la famosa ultraderecha recurre a las mentiras para hacer política.
La izquierda sintió que había llegado el momento para superar los defenestrados 30 años. Los gritos de “renuncia Piñera” se multiplicaron entre sus bancadas desde el 19 de octubre, junto con proyectos de reforma constitucional para forzar su salida. El ejemplo más ilustrativo de la deslealtad fue la acusación constitucional contra el presidente, presentada apenas cuatro días después de firmar el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución. Nada mal para quienes acababan de comprometerse a recuperar la estabilidad institucional. Fue un triste adelanto de lo que vendría en los meses siguientes y lo que sería la Convención Constitucional. Nunca en la historia de Chile la izquierda tuvo más poder, y lo gastó en proponer un pésimo proyecto constitucional, precisamente por fundarse en un diagnóstico equivocado.
Para ello contó con la complicidad de un mundo intelectual que prefirió rendirse al ímpetu callejero y renunció a pensar. Salvo honrosas excepciones, sobraron las justificaciones a la violencia en las calles, sin considerar que la caída del gobierno de derecha significaba también la del orden institucional completo. Hoy algunos valientes se desdicen; otros apenas miran el periodo con vergüenza intentando pasar desapercibidos. Ni la izquierda ni ese mundo intelectual han realizado una introspección seria respecto de ese desajuste que llevó a su fracaso. Nada indica que lo harán pronto.
¿Siguen ahí los malestares que estallaron en octubre? En apariencia, no. El país clama por una agenda de orden, seguridad y crecimiento. Los candidatos presidenciales de derecha se imponen al oficialismo en cualquier escenario de segunda vuelta; incluso es posible que el próximo Congreso cuente con una inédita mayoría de ese sector. Aunque el resultado está por verse, es un signo elocuente de cuánto ha cambiado el clima social. Con todo, ¿nos pone eso a salvo de otra crisis? O, dicho de otra manera, ¿se resolvió algo de lo que ahí apareció? Si miramos los problemas que pudieron generar ese malestar, el cuadro es menos auspicioso. Salvo la reforma de pensiones (cuyo impacto todavía está por verse), nada ha avanzado de manera convincente. De hecho, hay materias en que empeoramos y se sumaron otras nuevas, con la seguridad como el más acuciante. Nada hace avizorar que el próximo mandato presidencial sea tranquilo o con menos conflictividad social.
Quizás la lección más importante sea esta: el orden político moderno es frágil. No se sostiene solo con discursos sino con hechos, y nunca se puede dar por sentado, menos cuando la deslealtad es moneda corriente. Solo al entender esto se comprende la fragilidad del momento actual. Lamentablemente, no parece que vayamos a salir pronto de esto.
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