El peso de las palabras
La psicología no vive de consignas ni de ideales, sino de la difícil condición humana. Su tarea: inventar un espacio mental para que alguien pueda negociar consigo mismo, para que las tensiones y el dolor no se vuelvan destino
-No se tiró, mamá. Se dejó caer -dijo entre sollozos.
Ese día mi hija vio a alguien lanzarse a las vías del metro.
Horas antes me había escrito una amiga periodista. Preguntaba si podía responder algo sobre los suicidios. “¿Qué está pasando? ¿Es por la primavera?”, me dijo. Pensé: sí, algo puedo decir. Se supone que la psicología está para hablar de asuntos difíciles. Lo primero: no digan que es estacional. El ser humano es más sugestionable de lo que cree. Lo segundo: cuidado con el modo de comunicarlo, porque el dolor psíquico es difícil de entender para quien no lo ha vivido. Sin embargo, es tan inquietante que intentamos fijarlo en estaciones, en diagnósticos. Volverlo puntual. Quizá para poder soportarlo.
En marzo de 2019 los casos también se intensificaron. No digo que exista una relación causal con el estallido social de ese año en Chile, sólo que el tema estaba en la superficie y apareció en las primeras consignas: “No era depresión, era capitalismo”. En esos días el nombre de Mark Fisher circulaba fuerte. Había escrito que era necesario politizar la depresión, sacar la salud mental de la esfera privada.
Era una idea justa, después de décadas en que la psicología había permanecido separada de lo político. Dicho sea de paso, a la psiquiatría y a las neurociencias no se les hace ese reproche. A la psicología, en cambio, se le exige algo más, que hable de la ciudad, de la vida en común. Y, en efecto, así fue: se politizó.
Pero en ese gesto, como pasa siempre que algo justo se exagera, se borró lo esencial. La psicología no vive de consignas ni de ideales, sino de la difícil condición humana. Su tarea: inventar un espacio mental para que alguien pueda negociar consigo mismo, para que las tensiones y el dolor no se vuelvan destino. Algo así como una política, pero de adentro. Y ojalá como la mejor versión de la política –si alguna vez existió: que no promete salvar, ni inventa enemigos para disimular sus debilidades, sino que asume que debe lidiar con límites, contradicciones, y a fuerza de paciencia inventar soluciones de compromiso. No grandes sistemas de ideas. Porque las ideas no salvan. A Fisher, lamentablemente, tampoco lo sostuvieron las suyas.
La psicología es, o debiera ser, la secretaria de los restos: de lo que la política moraliza y de lo que la ciencia descarta. Como cuando el militante hace lo contrario de lo que predica. Como cuando alguien deja de tomarse los remedios. Ahí entra la psicología.
Los griegos sabían de esos restos hace veinticinco siglos. Tenían al teatro de la tragedia para trabajar con eso que la ciudad no podía digerir: las cosas sucias, la autodestrucción, lo absurdo. No era moral, el teatro no enseñaba a nadie a ser bueno. Mostraba cómo cada uno soportaba, o no, sus encrucijadas, su propio límite.
¿Dónde está hoy ese escenario para mirar de frente lo impensable? Proliferan diagnósticos, sí. Pero no es seguro que con ellos ese dialogo interior se cultive; incluso, podría ocurrir lo contrario.
Al rato la periodista volvió a preguntar, ¿qué hacer para no quedarnos en los diagnósticos? Pensé que esa es siempre la pregunta más difícil, responder sin esconderse en las palabras correctas, las que ordenan y hacen asentir a los otros, pero que rara vez tocan la realidad. Entonces sonó el teléfono. Era mi hija. Me contó lo que había visto. Y la pregunta – qué decir – ya no estaba dirigida a la mente, sino a la garganta. Algo debía decirle. No las palabras correctas que explican, sino las que hacen: Te escucho. Estoy aquí.
Son palabras intuitivas, que no se piensan, pero cumplen un propósito preciso: cuando el instante se vuelve absoluto, inventan tiempo. Porque el tiempo, en ciertos momentos, deja de avanzar y se convierte en un círculo cerrado en la mente. Eso parecía querer decir mi hija cuando insistía: “Se dejó caer”. En ese matiz se dibujaba el derrumbe de la vida abierta, y el tiempo mismo se quiebra y el andar se percibe como condena, como cumplimiento trágico.
Una crisis mental es como el mal genio: todo es yo, todo es ahora. Y sin tiempo, la vida se queda sin aire, sin horizonte. La pena, la ira, parecen eternas. Intuitivamente, cuando queremos ayudar a alguien, lo primero que hacemos es inventar tiempo: “vuelve a pensarlo”, “hablemos mañana”. Lo hacemos sin pedir permiso, como si crear tiempo fuese un acto de soberanía.
Curiosamente en la vida colectiva, más bien en los discursos, esa intuición se pierde. La política habla como en estado de emergencia: no hay proyecto. Hay eruditos y críticos que también proclaman la cancelación del futuro. Y uno se pregunta si la crítica misma no mantiene -como advierte Laurent de Sutter- un romance neurótico con la crisis.
Hay un modo de hablar maldito: aquel en que el final ya está escrito.
Una maldición no es magia, es lenguaje. Es un mal decir: fijar identidades, “eres así”, “las cosas son así”. También es un mal leer: literalidad que aplasta cualquier metáfora o desplazamiento, un “¿podría ser de otro modo?”. La palabra se vuelve decreto: nada nuevo puede nacer. Los hijos heredan los odios de los padres, cumplen el designio. A veces la maldición ni siquiera llega como maldad consciente, sino como asepsia: “la depresión es estacional”. Y eso, también condena.
La maldición convierte el tiempo en profecía. Y cuando el tiempo se clausura, lo único que queda es el espacio y el cuerpo en tensión. Si no hay un “más allá”, se lucha por el lugar, queda empujar al otro. Empujarse a uno mismo…
Me acordé de algo que leí en esos meses de 2019. Un artículo sobre personas que habían intentado quitarse la vida en lugares públicos. Algunos testimonios coincidían en algo. Habían pensado que, si alguien les hablaba en el trayecto, quizá se detendrían. No lo olvidé. No se sabe cuándo ocurre, no está en los manuales, ni hay garantías desde luego, pero a veces una palabra logra desviar una trayectoria que parecía fija. Hay palabras que tocan. ¿Bendiciones?
La bendición tampoco es magia. Pero, como la magia, transforma. Transforma el sentido fijo, fantaizado, en búsqueda. El bien decir no consiste en decir lo correcto, sino en crear tiempo. Así alguien puede encender el diálogo interior -ese teatro griego que cada uno guarda, donde algo podemos negociar con nosotros mismos.
Podría ser otra forma de pensar “lo personal es político”, no como consigna, sino como trabajo y como dique frente al avance del lenguaje de cifras, las categorías tajantes y frente a la perversión de la lengua convertida en proyectil.
Una última cosa sobre la bendición: nadie puede bendecirse a sí mismo. Viene de otro. Pasa de mano en mano.
Ella, mi hija, me contó que camino a la casa, alguien se le acercó y le preguntó si estaba bien. No sé qué respondió. Pensé en el hilo invisible atado a la herida de un extraño. Esa tarde lloramos. Lloramos por esa persona. Lloramos por la posibilidad misma de caer. Y, una vez más, nos inclinamos ante el dios del tiempo.
Si necesita ayuda, tiene pensamientos o ideaciones suicidas, puede llamar al *4141, la línea telefónica del Ministerio de Salud de Chile para atener estos casos: no estás solo, no estás sola