Daniel Kahneman y el suicidio asistido
Las razones del premio Nobel de Economía son también mis razones para argumentar a favor de la muerte asistida, apelando a la libertad individual cuyo ejercicio no hiere a nadie

Hace casi un año, el 27 de marzo de 2024, el premio Nobel de Economía 2002 Daniel Kahneman (quien no era un economista, sino un gran psicólogo del comportamiento y de la toma de decisiones) falleció en Suiza. Hasta allí el recuerdo de una gran obra, en la que Kahneman criticaba el principio de racionalidad de la conducta cuyos supuestos eran irrealistas, proponiendo una representación mucho más verosímil del comportamiento humano hecha de atajos mentales y heurísticas en las que las personas son menos racionales que razonables. En efecto, es un gran irrealismo pretender que las personas tienen tiempo y poseen una disposición ilimitada para informarse antes de tomar decisiones sobre sí mismas en el mundo, por ejemplo en el mundo económico: las personas piensan rápido y lento (Pensar rápido, pensar despacio es el título de uno de sus más reconocidos libros junto a Amos Tversky), pero sin agotar ni consumir nunca completamente la información disponible.
Pues bien, nos hemos enterado por estos días que Daniel Kahneman no falleció por causas naturales, sino que por muerte asistida. Es así como uno de sus ex colaboradores, Jason Zweig, en una columna publicada en el Wall Street Journal, relató hace pocos días una historia excepcional. Habiendo cumplido 90 años, Kahneman junto a su familia pasó varios días en París y sus alrededores, paseando por los barrios más bellos de la ciudad, internándose en el Bois de Boulogne y visitando el sur de Francia: solo se reservaba las mañanas para trabajar en sus investigaciones, consagrando todas las tardes a su familia. Todo esto ocurría en el mes de marzo de 2024. Es en ese mes que Kahneman comenzó a contactar, por correo electrónico, a sus colegas y amigos más cercanos para informarles que había tomado la decisión de poner fin a su vida. El leitmotiv de todos esos correos de los últimos días era alucinante: “Esta es una carta de despedida que estoy enviando a mis amigos para decirles que estoy camino a Suiza, donde mi vida terminará el 27 de marzo”. Fueron inútiles las réplicas e intentos de disuasión de último minuto ante tamaña decisión. No había ninguna razón de salud para que esta decisión tan íntima y personal fuese tomada: es cierto que Kahneman se quejaba de sus riñones (como cualquier persona de 90 años) y alegaba una “frecuencia” al alza de “lapsos mentales”, para concluir que “es hora de partir”. Ni siquiera su familia sabía de esta decisión final. ¿Cómo no resaltar la extraordinaria discreción de todos quienes supieron de su decisión? Solo grandes colegas, muy buenos amigos e inmensas personas pudieron abstenerse de publicitar una decisión como esta, en la que se encuentra comprometido precisamente uno de los aspectos esenciales de la obra que le valió a Kahneman el premio Nobel.
Humanas y humanos pensamos rápido, lo que no nos impide habitar el mundo y actuar en él de modo pertinente. También pensamos lento para los mismos fines. Pero en ninguno de estos dos casos (para ser más precisos, sistemas en el lenguaje de Kahneman) los agentes humanos absorben y consumen la totalidad de la información antes de actuar. Antes de ser seres racionales, somos seres razonables: movilizamos razones al momento de actuar, siempre, pero de modo económico. No sacamos nada con sostener que, por el solo hecho de solicitar razones a la hora de actuar, economizando tiempo y esfuerzo cognitivo, seguimos enmarcados por la teoría de la elección racional y el principio de racionalidad, en este caso a partir de una concepción de la racionalidad limitada (que fue tan bien sistematizada por Herbert Simon). La racionalidad humana no se ajusta a lo que una linda teoría enseña. Es cierto que, cuando nos vemos impelidos a justificar nuestras acciones en el mundo, nos encontramos obligados a explicitar razones cuya formulación no estuvo necesariamente presente al momento de actuar: no es lo mismo entregar razones que actuar sin explicitarlas. Esto no nos hace menos racionales o, derechamente, irracionales. Es sobre esta dimensión de la agencia humana que Kahneman pudo experimentar, mostrando los atajos que toman las personas comunes y corrientes para economizar tiempo, costos y esfuerzo al momento de actuar y, sobre todo, tomar decisiones.
Esto nos lleva a una pregunta fundamental, referida a la naturaleza de la decisión de poner anticipadamente fin a la vida propia, por ejemplo mediante el suicidio asistido que existe en Suiza. Se trata de una pregunta esencial: no me resulta fácil (aunque tampoco estamos en presencia de algo que sea imposible de pensar y justificar) fundamentar la muerte asistida cuando no se encuentran presentes elementos referidos al sufrimiento, al deterioro corporal y a la degradación mental. Nada de esto explica la decisión de Kahneman. Lo que sí es verosímil es que cada uno de estos posibles deterioros hayan estado presentes como virtualidades a las que Kahneman, en su pensamiento más íntimo, haya deseado escapar, ahorrándose sufrimiento propio y el dolor ajeno. En tal sentido, la última decisión de Kahneman puede ser entendida como una decisión plenamente racional, sustantiva en sentido fuerte, en la que estuvieron presentes todo lo que no se encuentra a la mano de las personas comunes y corrientes: tiempo, consumo y procesamiento de la información, reflexividad, y tantas otras cosas que permiten fundar y, eventualmente, justificar una decisión.
El caso de la muerte asistida de Kahneman me permite desechar, a partir de las razones que fueron las que lo llevaron a tomar una decisión definitiva, todo tipo de crítica moral: a la luz de la potencia de las razones a las que pudo apelar Kahneman, la crítica religiosa y vagamente popular adopta la forma de la moralina.
Pero sobre todo, las razones de Kahneman son también mis razones para argumentar a favor de la muerte asistida, apelando a la libertad individual cuyo ejercicio no hiere a nadie. No hay mejor expresión de libertad cuando esa libertad descansa en la voluntad de ponerle fin a lo que la hace posible: la vida propia.
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