Matías Rivas, poeta y editor: “Hoy todo es información. Y los datos son matapasiones”
El chileno, autor de ‘Referencias personales. Literatura y autobiografía’, dice que hoy las calles son cada vez cada vez menos amables, y que vagar y leer se ha convertido en “una forma de resistencia”
Mucho tiene que ver con la mirada del poeta, ensayista y editor Matías Rivas (53 años, Santiago) que su padre fuera un aficionado a observar pájaros. Esa impronta está en Referencias personales. Literatura y autobiografía (Seix Barral, 2024), su último libro, en el que anota sus observaciones sobre la gente y la ciudad, revisa sus lecturas y añora cuando los niños de su generación —él mismo lo hacía y hace— exploraban en una enciclopedia y un diccionario. También revisa las calles de Santiago, donde dice que cada vez hay una disposición anímica “menos amable” y “más cercana a la irritación”.
Rivas, director de Ediciones UDP, con cierta añoranza dice que hoy las personas ya no marcan por teléfono para saber cómo estás, cuando los llamados eran una sorpresa. A cambio, hoy todos los encuentros “están prefigurados” por los datos, lo que es muy “matapasiones”. “Averiguamos mucho de los demás antes de verlos”, dice el escritor en un café en el municipio de Providencia, durante un curioso día nublado en medio del verano de la capital chilena. “¿Qué nos queda de misteriosos? ¿Hay algo nuestro que sólo sepamos nosotros o todo está sujeto a escrutinio?”, se pregunta en el libro.
Escrito en fragmentos, Referencias personales arrancó como parte de sus diarios. “Me interesa ese espacio de la literatura, que es antiguo, que implica anotar observaciones sobre uno mismo, acerca de las costumbres de la gente, de la sociedad, que no son necesariamente en torno a la política, sino más bien a la vida cotidiana, los hábitos”.
Pregunta. ¿Y qué observa ahora? En su libro hay un Chile de distintas épocas.
Respuesta. Hay otra disposición anímica en la calle, menos amable, más cercana a la irritación. Hay deseos por imponer, ya sea el poder, la presencia, la identidad o la diferencia. También hay pocas parejas cariñosas y muchos adolescentes metidos en los teléfonos. Hoy es difícil circular por Santiago entre bocinazos y sujetos apurados. Es más fácil ir a un lugar preciso a hacer algo concreto y volver.
P. ¿En qué ha notado ese cambio menos amable?
R. Desde el lugar donde te atienden para tomar un café hasta en las conversaciones en que uno nota que la gente está un poco fuera de sí, con problemas, angustias. No es que antes fuera dulce la vida, sino que éramos más melancólicos, más sombríos. En cambio, hoy somos más furiosos y gritones.
P. ¿Antes cuándo?
R. Me acuerdo haber escrito una columna que hablaba de la época anterior al estallido social, de la tristeza que veía en el Metro. La gente estaba para dentro. Luego esa tristeza se empezó a transformar en rabia y aún no salimos de ahí. El Metro era otro. Ordenado y frío. Hoy es absolutamente distinto, impredecible, se puede detener de repente, pueden aparecer payasos, vendedores y cantantes. Hace poco, cuando se cortó la luz [el 25 de febrero ], volví a ver esos rostros ausentes de personas caminando por las calles desoladas.
P. A muchos esas caminatas les trajo recuerdos del estallido.
R. Sí. Incluso había gente que pensaba que ocurría algo más. Todas esas teorías de conspiraciones que brotaron son propias de los tiempos de incertidumbre. Cuando la gente no sabe qué está pasando, acude a las conspiraciones, que es la explicación más fácil. Eso lo dice (Ricardo) Piglia en un texto que se llama Teoría del complot, que hoy sería bueno revivir, porque analiza justamente lo que sucede a nivel de la política y en las redes sociales. Falta densidad en las interpretaciones, y sobran los estereotipos, la frivolidad, la ignorancia.
P. En su libro dice que hoy “abundan las personas que no hablan por teléfono”, que la gente solo envía mensajes cortos.
R. Todo es información. Y los datos son matapasiones. Gilles Deleuze, el filósofo francés, contaba que salía a la calle en busca de encuentros inesperados. Hoy, por el contrario, todos los encuentros están prefigurados y, por ende, hay pocas posibilidades de elaborar la seducción, generar sorpresa, de que aparezca lo insólito, que nos cambien la manera de pensar. Averiguamos mucho de los demás antes de verlos. Lo hacemos por miedo e inseguridad.
P. ¿Qué es lo más matapasiones de los datos?
R. Los datos son una forma de abolir el deseo, y también son un gran instrumento para producir y calmar el miedo. Uno lo ve con las encuestas, con las políticas públicas y en la vida personal. Hasta en la crianza de los hijos meten los datos a un nivel distorsionado. Son un instrumento, pero nada más. En las relaciones amorosas y en la amistad, la información no tiene relevancia. La gente que te dice ‘háblame con datos duros’, lo que quiere es articular el discurso que siempre les da la razón, un discurso racional que poco tiene que ver con las variables ocultas de la realidad. Los datos sirven para los papers, la ingeniería, la ciencia, la economía, cuestiones esenciales. Pero no sirven para sostener vínculos estrechos. Tanta fe en la información nos deja a la intemperie.
P. Dice que hoy “hablar con frases largas y compuestas, hacer digresiones, hilar fino, buscar la precisión, son cuestiones en retirada”, que “la ignorancia dejó de ser un defecto” y que “la curiosidad pasó de moda”.
R. La ignorancia orgullosa, que ostentan muchos, es una manera de mantenerse lejos de ciertos asuntos que temen, frente a los cuales se sienten impotentes y torpes. Esos prefieren siempre a Google y se inclinan por las versiones resumidas de los cuentos largos y complejos, lo que implica una pérdida. Cuando vas a una enciclopedia, te encuentras con un relato sobre alguien, sobre un país, un planeta, un objeto. Lo interesante sucede en el rastreo por las páginas de la enciclopedia, pues aparecen alusiones, dibujos, fotos, que incitan a averiguar cosas nuevas, a desviarte por curiosidad, a despertar la imaginación. Con los diccionarios pasa algo similar: cuando vas tras una palabra, salen al paso otras, que llaman la atención, puesto que las desconocemos. Son pequeños hallazgos. Buscar en los libros ayuda a salir de uno mismo, a sumergirse en el lenguaje y a sentir que el azar existe y que el control es una ficción.
P. ¿Eso lo hace todavía?
R. Sí. Vagar [por las calles] es una forma de resistencia, tal como leer. Son maneras de soportar un mundo que te quiere dar todo sintetizado y que elude la voz. Lo que contienen los libros son voces. Y para oírlas, es necesario callarnos, dejar que el silencio y quietud se conjuguen con la paciencia. Solo así se disfruta un libro o un paseo. Leer y caminar sin apuro ni dirección son cuestiones que se hacen con placer y libertad radical. Son formas de encarar las circunstancias que difieren de la actitud apurada, que lleva a convertir a la experiencia en datos. La información procesada elimina la voz ajena, el cuerpo del otro, ya sea del narrador, de los personajes, o de los que conversan en una esquina.