Una temporada en el purgatorio
‘Diario de hospital’ recoge las anotaciones que, a fines de 1994 y principios de 1995, el chileno Roberto Merino llevó en su diario íntimo mientras estuvo internado en un hospital
Dentro del género de diarios de escritores, hay una serie de obras particularmente crudas que exploran los pliegues de la enfermedad, el abismo ante la muerte inminente de quien, habituado a interrogar la intimidad en la página escrita, se abre a mostrar por completo los padecimientos del dolor y del cuerpo en decadencia. En la literatura local son célebres el Diario de muerte de Enrique Lihn, Veneno de escorpión azul de Gonzalo Millán y el Diario de una pasajera, de la poco leída pero tan valiosa Ágata Gligo. Aunque no está en las postrimerías de la vida, sino ante una enfermedad pasajera, el recién publicado Diario de hospital, del cronista Roberto Merino, tiene algunos ecos con las obras mencionadas y abre todavía más los registros del autor, quien hace dos años publicó su primera novela y se inscribe de lleno, con este título, en el amplio catálogo de diaristas chilenos. Aunque es un libro menor —en el sentido que López Velarde le da a la “majestad de lo mínimo”, valorando las pequeñas cosas—, es un fragmento más de una obra hecha de retazos, crónicas periodísticas y piezas sueltas que nos hacen atender a lo nimio, lo discreto y lo cotidiano. De ese modo, contribuye a un conjunto prosístico cuyos bordes están siempre en movimiento.
Diario de hospital recoge las anotaciones que, a fines de 1994 y principios de 1995, el escritor chileno llevó en su diario íntimo mientras estuvo internado en un hospital del centro de Santiago (desde sus ventanas se puede ver un costado del cerro Santa Lucía). Recluido en una sala común mientras afuera avanzaban los últimos días del año, el siempre agudo observador que es Merino nos muestra a sus compañeros de habitación, las estrategias para sobrevivir al tedio, la convivencia que se entabla con aquellos a quienes no se ha elegido y los modos de soportar un cuerpo del que, en el dolor y la incomodidad, es imposible no tomar conciencia. La atmósfera de la sala donde el diarista convalece está, desde las primeras páginas, marcada por luces artificiales y mala comida: “El alma de los hospitales tiene esos colores verdosos y grises y esas transparencias y reflejos ciegos. ¿Por qué las ventanas deben estar clausuradas, las luces prendidas en el día, las peras tibias y el arroz grumoso?”. Durante un mes y medio, el paciente anota en breves piezas aquello que lo rodea, haciendo de la palabra escrita y leída una válvula de escape que resulta incomprensible para sus compañeros de habitación y para los profesionales que lo atienden. Cuando lo ven leyendo, médicos y enfermeros se sorprenden ante ese “ejercicio anacrónico o extravagante, incluso esotérico” al que este paciente dedica tanto tiempo. Pero es en esa lectura y escritura —además de en el seguimiento de los resultados del equipo de fútbol de la UC— donde Merino resiste los embates de la enfermedad.
Parte relevante de este Diario está dedicado a dibujar en pocas líneas, pero con rasgos precisos, a quienes lo rodean. Está la amplia fauna de compañeros de hospitalización, siempre observados desde una perspectiva que equilibra la lucidez y la mordacidad. Personajes como Aceituno, Urbina, el hombre de La Unión o Pepe Grillo son descritos desde los atributos menos decorosos de su enfermedad; se les muestra cargando sus bolsas de orina, irrumpiendo en la escasa privacidad de la pieza común para conversar con sus vecinos de habitación o roncando sonoramente durante las noches en que el diarista no logra ganarle al insomnio. Su trazo, sin embargo, nunca abandona el humor y la distancia para observar toda esta dimensión que podría haber sido, con justa razón, un lamento amargo sobre la condición humana. Él mismo se retrata desde una sarcástica acritud: “A pesar de haber tomado un somnífero anoche, estos dos me despertaron con sus toses y regurgitaciones monstruosas. Nunca había escuchado sonidos humanos tan desgarrados y primitivos. Yo creo que lo hacían para molestar. Amanecí de pésimo humor, neurótico, fóbico ante el bochinche, incluso ante los saludos y comentarios amables”.
El lugar de la literatura en esta obra de Merino es, como siempre en sus trabajos, protagónico de distintas maneras. Por un lado, quiere escribir un diario, aunque no con grandes confidencias, sino para “no perder el estado vigilante”; por otro, discute con Rafael Gumucio, quien lo visita durante su hospitalización, sobre lo aburridas que son las dudas de los escritores. Pero también aparece la literatura en el modo de observar su entorno, como cuando retrata a Estefanía, esa enfermera que le recuerda a la nouvelle vague: “Cada vez que me acuerdo de ella la veo vagando por una costanera, el mar en blanco y negro, la playa gris y vacía”. Diario de hospital posee, además del tono y del contenido, varios vasos comunicantes con Mundos habitados, la novela que Merino publicó en 2022. La introspección facilitada por la convalecencia y el aburrimiento, y la evocación que el hospital le sugiere, llena de lugares y recuerdos de infancia, lo llevan a querer escribir ese libro —aunque aquí está referido con otro título— de contornos muy familiares a esa novela en que Merino volverá, muy autobiográficamente, sobre su niñez vivida en la capital.
En Diario de hospital no hay grandes epifanías ni revelaciones. Es una bitácora que sirve a su autor para esperar el momento en que lo den de alta. Sabiendo, además, que es un convaleciente cuya enfermedad no es ni terminal ni especialmente dolorosa, su registro no se arroja con radicalidad sobre las grandes preguntas del ser humano ante el abismo. Sirve más bien como un registro de un mundo en pausa, que no avanza hacia la muerte ni está imbuida en el tráfago de lo cotidiano, que está en una especie de limbo intocado por las redes sociales o los teléfonos inteligentes hoy omnipresentes —estamos todavía a mediados de los noventa—, y que debe soportar el aburrimiento, las interrupciones de profesionales que buscan la sanación de sus pacientes y las largas e inconducentes conversaciones de pasillo. A fin de cuentas, el libro de Merino se asoma al día a día de un enfermo que intenta aprender a convivir consigo mismo, con su enfermedad y con los demás, mientras lee, escribe, escucha partidos de fútbol y conversa con quienes van a visitarlo. No es nada más que eso, y nada menos tampoco.
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