Las lecciones de octubre, cinco años después
Ni la derecha cuando estuvo en el gobierno, ni mucho menos ahora en la oposición, ni la presencia de la izquierda en el actual gobierno, han podido enfrentar de manera adecuada una de las crisis más agudas vividas por la sociedad chilena
Se cumplen cinco años del estallido social desencadenado el 18 de octubre de 2019. La mayor coyuntura crítica que ha enfrentado la sociedad chilena desde el retorno a la democracia. Un estallido que fue consecuencia de una multiplicidad de factores, algunos de los cuales eran de carácter estructural, mientras que otros derivaron de situaciones del momento. Por ende, el estallido puede ser entendido como la manifestación de una ‘crisis integral’ que la sociedad chilena venía incubando desde hacía bastante tiempo.
A esa ‘crisis integral’ confluyeron aspectos que afectaron las condiciones de vida de amplios segmentos de la población, desde sectores en condición de pobreza, clases medias emergente y tradicional, además de grupos de profesionales precarizados y (sobre) endeudados. A ello se añade el deterioro de la confianza y la crisis de legitimidad que afectó, en los años previos, a las instituciones democráticas y a las encargadas de regular tanto el funcionamiento de los mercados como las actividades económicas en general. En lo inmediato, también influyeron los desaciertos y el estilo de gestión promovido por el segundo gobierno del presidente Sebastián Piñera (2018-2022). Poco antes del estallido, dicha administración estuvo marcada por la adopción de medidas autoritarias —empleadas para aplacar situaciones de conflicto—, la indolencia manifestada por varios de sus ministros y decisiones de tipo tecnocráticas.
Existe una voluminosa bibliografía sobre el estallido. Sin embargo, no han sido del todo satisfactorias las explicaciones sobre las causas, persistiendo además la ausencia de diagnósticos claros sobre lo ocurrido con posterioridad a la pandemia y en años más recientes. Se ha dicho que el estallido fue una derivación directa del malestar que venía registrando la sociedad chilena desde, al menos, la segunda mitad de los años noventa. También se ha dicho que el descontento social, expresado a través de la protesta, habría comenzado con las movilizaciones estudiantiles de 2006 y luego con aquellas que se dieron durante el 2011, las que incluyeron a actores y escenarios más diversos. Incluso, que el estallido habría sido la prolongación del conjunto de movilizaciones que se produjeron durante 2011/2012.
Al igual que en el contexto de las movilizaciones de 2011 y 2012, la ausencia de una oposición efectiva terminó siendo decisiva para que, desde diversos sectores, se asumiera que el único recurso que quedaba era salir directamente a la calle a expresar el descontento, o a manifestar demandas específicas. Si algo caracterizó al estallido fue la ausencia de conducción política y el descrédito hacia los partidos y a cualquier forma de liderazgo, incluyendo el que pretendieron asumir conocidas figuras de izquierda. Asimismo, fue notoria la proliferación de demandas sectoriales, las que iban desde exigir mejores condiciones de vida, pasando por la eliminación de cobros específicos (como pago del Tag), hasta la diversidad de reivindicaciones de tipo identitarias.
Con todo, la crisis que dio origen al estallido no ha logrado ser revertida; por el contrario, ella se ha venido agudizando. El intento de canalizar las demandas y las protestas ciudadanas a través de la promesa de cambio constitucional fracasa en dos ocasiones. Tampoco se supera la crisis con la llegada del actual gobierno, en marzo de 2022, pese a su agenda de reformas estructurales —la que fue desechada después de seis meses.
Transcurrido cinco años, desde que se produce el estallido, hoy se observa un panorama mucho más incierto y, al mismo tiempo, pesimista en relación al primer semestre de 2019. Uno de los ámbitos que en la actualidad reviste mayor preocupación es el económico, debido a la caída en la inversión, la presencia de una serie de obstáculos para modificar la matriz productiva y los avances registrados por el sector informal. Esto último ha tenido repercusiones negativas en la generación de empleo y problemas para la recaudación fiscal, al ampliar los márgenes para la elusión tributaria.
A los problemas económicos se agregan aquellos relacionados con el tema de la seguridad, con la consecuente cuota de temor que ello despierta en la población. La criminalidad organizada supera con creces —en frecuencia y en magnitud — toda forma delictiva existente hasta hace más de diez años. Aún así, abordar los temas de seguridad ha sido, para el actual gobierno, todo un dilema, al tratar de compatibilizar dos visiones distintas, y muchas veces antagónicas, entre los representantes del oficialismo. En paralelo estallan escándalos de corrupción que comprometen a jueces, fiscales y altos magistrados, afectando con ello la evaluación y credibilidad de toda la institucionalidad relacionada con la administración de la justicia. Sin embargo, actualmente los hechos de corrupción no son atribuibles en exclusivo a determinadas élites, dado que dicho fenómeno ha permeado en diferentes ámbitos y sectores de la sociedad. Asimismo, el Estado ha perdido la posibilidad de asegurar el control sobre el territorio, como ocurre en zonas de la Araucanía, y por la capacidad de apropiación del narcotráfico, no sólo en las grandes urbes, sino que en diversas localidades del país, incluyendo a las ubicadas en el sector rural.
Bajo este panorama, no es casual que la simpatía que inicialmente despertó el estallido haya dado paso a una visión negativa sobre el conjunto de eventos que lo acompañaron. Encuestas y estudios de opinión efectuados en las últimas semanas han corroborado esa tendencia, añadiendo la visión pesimista sobre el futuro que hoy predomina en la ciudadanía —en relación a la que existía semanas previas al estallido—. Por más que las actuales autoridades oculten y nieguen este panorama, al promover una visión positiva e intentar dar a conocer ciertos avances —en ocasiones valiéndose del sarcasmo y la ironía (al igual que esos recordados ministros antes del estallido)—, pareciera ser que el único margen de acción es intentar contener la crisis hasta más no poder. Una crisis que agudiza la desconfianza, el pesimismo, y que socaba, cada vez más, las bases de la institucionalidad y la estatalidad en su conjunto.
Ni la derecha cuando estuvo en el gobierno, ni mucho menos ahora en la oposición, ni la presencia de la izquierda en el actual gobierno, han podido enfrentar de manera adecuada una de las crisis más agudas vividas por la sociedad chilena. En gran medida ello se debe al hecho de que tanto la derecha como la izquierda han carecido de propuestas alternativas, al mismo tiempo les ha sobrado ambición de poder. En el caso particular de la derecha, y del gran empresariado, se agrega el hecho de haber renegado en el último tiempo de la ‘sensibilidad’ mostrada en los días posteriores al inicio del estallido, cuando muchos de sus personeros reconocieron los abusos, las consecuencias generadas por la desigualdad y la presencia de sectores que gozaban de privilegios. Una vez más, la derecha, al exaltar solo los hechos de violencia del estallido, renuncia a toda promoción de reformas refirmando su condición de defensora del statu quo.
Es así como, en definitiva, no sería descabellado decir que en los últimos cinco años, en Chile, se ha transitado de haber vivido un estallido a comenzar asumir los síntomas de un auténtico Estado fallido.
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