‘True crime’

El crimen organizado a pequeña y gran escala es un problema que tiene múltiples dimensiones y explicaciones, aunque muchas de ellas están íntimamente conectadas a cuestiones económicas

Oficiales de la marina chilena hacen guardia en Viña del Mar, Chile, en 2024.RODRIGO GARRIDO (Reuters)

De acuerdo con un estudio de Ipsos divulgado en marzo de este año, Chile es el país más preocupado del mundo por el crimen y la violencia, más que duplicando el promedio global. Un dato inédito en la historia del país y sorprendente a la luz de lo que ocurre en otras naciones de la región, donde las tasas de criminalidad no se quedan cortas en comparación con las chilenas y en donde el fenómeno lleva muchos años manifestándose, al punto de perder lugares en la lista de preocupaciones.

En Chile, la evolución cuantitativa y cualitativa que ha tenido el fenómeno ha ido consistentemente al alza y a niveles mayores de complejidad y el hecho de que en noviembre de 2023 se estrenara el Equipo contra el Crimen Organizado y Homicidios (ECOH) en el Ministerio Público, hace evidente que la criminalidad dejó atrás la condición de ‘pyme’ para mutar en gran corporación, incluso con redes trasnacionales.

El crimen, no el que tiene móviles pasionales o el de menor calado que ejercen personas individuales con fines de supervivencia, ha dado forma a una economía paralela, con organizaciones que compiten por capturar los enormes márgenes asociados a operar en mercados y negocios donde no hay impuestos, controles o exigencias de calidad de los productos, exigencias por leyes laborales, regulaciones ambientales o de derechos humanos y en donde las autoridades y las sanciones no suponen costos o desincentivos que hagan necesario cambias de actividad.

De hecho, se podría argumentar que hoy, cuando la asonada delincuencial ha alcanzado contornos inéditos, el que se instale como una de las principales medidas de combate la construcción de nuevas instalaciones penitenciarias, podría equipararse a anunciar la construcción de un hospital que estará en unos años para abordar una pandemia que está en pleno desarrollo.

El crimen organizado a pequeña y gran escala es un problema que tiene múltiples dimensiones y explicaciones, aunque muchas de ellas están íntimamente conectadas a cuestiones económicas. Por de pronto, el crimen no es algo que sea indiferente al crecimiento de los países. En el caso de Chile, diversos estudios han intentado y están tratando de cuantificar sus efectos, en donde un informe de fines de 2023 del Centro Latinoamericano de Políticas Económicas y Sociales de la Universidad Católica (Clapes UC) ha cifrado en un 2% del PIB los perjuicios asociados a la delincuencia, un costo que se duplicó en tan solo una década.

No se trata de números pequeños (2% es el crecimiento potencial que tiene hoy el país, de acuerdo con las más recientes estimaciones del Banco Central), y cuyo alcance va mucho más allá de lo meramente cuantitativo. Basta pensar someramente en algunas de las situaciones asociadas a la criminalidad para hacerse una idea de por qué este es un tema que no sólo califica para estar entre las mayores preocupaciones de la ciudadanía, sino que también entre las mayores urgencias de las autoridades y de las políticas públicas.

El crimen trastorna a la educación, al reclutar mano de obra entre menores de edad que desertan del sistema escolar; afecta la sanidad pública, entre otras cosas a través de la distribución de drogas y la venta de productos falsificados sin control de calidad; alienta toda una economía informal (con la consecuente informalidad laboral) que merma los ingresos fiscales, genera pasivos previsionales y desvía recursos del Estado y los privados a gastos (no inversión) en seguridad; infiltra la matriz de decisiones de los inversionistas y los criterios con que las firmas clasificadores valoran el riesgo país, pudiendo afectar en última instancia el costo de financiamiento; corrompe las instituciones; amenaza la capacidad del país de retener y atraer talentos para el funcionamiento competitivo de la economía; genera desintegración y desconfianza social; amenaza derechos como el de propiedad y, claro está, el derecho a la vida de sus víctimas; y un largo etcétera.

El sector empresarial ha estimado que el gasto en seguridad que deben hacer, según sus últimas estimaciones, asciende a unos US$ 2.000 millones y que sus manifestaciones se dan a todo nivel. En el sector logístico y puertos, por donde se introducen y exportan drogas, armas y hasta personas; en el sector minero, donde se roban cátodos y vehículos; en los sectores telecomunicaciones y energía, con el robo de cables; en el sector forestal y pesquero, con el robo de productos, en el sector financiero, con las amenazas de del ciber crimen, y así, en prácticamente en cada una de las actividades que se pueda enumerar. Esos gastos, altos y crecientes, muy probablemente se llevan a precios y terminan en último término penalizando a la actividad y a los consumidores.

Como salta a la vista, el problema ha adquirido un calado de enormes proporciones y requiere de acciones decididas para evitar que Chile se termine de mimetizar con el entorno de la región, donde se produce casi la mitad de las víctimas de homicidios intencionales de todo el mundo, pese a que la región sólo representa el 8% de la población global (como consigna un artículo que tiene como coautor al exministro Rodrigo Valdés).

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