Meterse de lleno en un período torrentoso
El presente texto resume la presentación que el crítico y columnista Héctor Soto hizo de ‘Imaginémonos el caos. Cine, cultura y revolución en Chile. 1967-1973’, libro ensayístico del periodista e historiador Pablo Marín
Lo mejor de este libro está, quizá, en que junta dos puntas en las cuales la formación de Pablo Marín es especialmente fuerte. Por un lado, su trayectoria como cinéfilo, periodista cultural y crítico de cine. Por el otro, su marcada conexión con la historia como recuperación de la experiencia vivida y como disciplina interpretativa del pasado.
Pablo comenzó a trabajar este libro preguntándose por los orígenes y los a...
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Lo mejor de este libro está, quizá, en que junta dos puntas en las cuales la formación de Pablo Marín es especialmente fuerte. Por un lado, su trayectoria como cinéfilo, periodista cultural y crítico de cine. Por el otro, su marcada conexión con la historia como recuperación de la experiencia vivida y como disciplina interpretativa del pasado.
Pablo comenzó a trabajar este libro preguntándose por los orígenes y los alcances del Manifiesto de los Cineastas de la UP, que en 13 puntos trazaba un ambicioso programa de acción con el cual los profesionales de la industria audiovisual se comprometían a contribuir a la construcción del socialismo. Por así decirlo, era un estudio de circunstancias. Con el tiempo, la investigación fue creciendo y el mentado manifiesto pasó a ser parte del paisaje de todo un período -muy frenético para quienes lo estaban viviendo, muy dominado por las urgencia del aquí y del ahora, muy caótico en el sentido que nadie sabía muy bien hacia dónde enfilaban las cosas- donde la pregunta académica por sus efectos pasó a formularse en el sentido inverso: cómo fue que el manifiesto se convirtió más bien en producto, en expresión y en resultado de una amplia cantidad de tensiones y variables que operaron desde mediados de los años 60 hasta el momento en que el presidente Allende llega al Gobierno.
La pregunta, entonces, se da vuelta y la duda pasa a ser qué determina qué. No parece que el manifiesto haya precipitado por sí solo el proceso. Pareciera, más bien, que es el torrentoso caudal del proceso político el que genera el manifiesto.
Lo notable es que este libro se mete de lleno en el período para tratar de identificar, en el tráfago de pulsiones, deseos, propósitos, ideales, temores, candores, intereses y quimeras de esos años, los factores que tuvieron mayor incidencia política, por una parte, y por la otra mayor incidencia en el plano cinematográfico, porque lo ocurrido está acreditado de una manera u otra en películas concretas. Películas que ofrecen un testimonio bien limitado, es verdad, pero así y todo irrecusable de esos años. Películas que seguramente ya no pueden ser vistas con los ojos de entonces, pero que nos siguen interpelando a su manera: que hablan, en lo menos, de lo que estaba pasando y, en lo más, de la manera en que el cine chileno estaba intentando hacerse presente en las disyuntivas históricas de la sociedad.
Es interesante, asimismo, la contribución respecto de la tipología de los personajes revolucionarios que el cine chileno presentó en esos años. Es interesante, porque me da la impresión de que este es un terreno muy virgen: la crítica de cine nunca reparó mucho en este aspecto y es buenísimo que este libro lo haga. Ahora bien, lo que emerge de las miradas a estos personajes posiblemente no da para componer una antología épica de caracteres que el cine chileno haya podido acuñar para la construcción de una sociedad socialista. Y no da porque, más que otra cosa, en esta corta galería hay mucho de anecdótico y mucho también de friquerío. Así y todo, es una dimensión reveladora.
Hay que tener en cuenta además una variable que no está presente en estas páginas. El cine es lento, todos lo sabemos. La historia también es lenta, y solemos olvidarlo. Con toda la urgencia que tuvo la producción fílmica en los días de la UP, muy pocas las películas de este sector alcanzaron a ver la luz. El Gobierno del presidente Allende duró solo mil días. Súmenle a eso los dos o tres años anteriores, que es cuando se estrenan El Chacal de Nahueltoro, Tres tristes tigres y Valparaíso, mi amor, buques insignias del llamado Nuevo Cine Chileno, y lo que se tiene es muy poco más que un abrir y cerrar de ojos en los anales de la historia.
El libro dedica su parte más sustantiva a dimensionar las distancias estéticas y políticas entre los cines de Miguel Littin y de Raúl Ruiz. Analiza qué tan en las antípodas estaba la obra de uno respecto de la del otro. Se hace cargo, como no podía ser menos, de las opciones que encarnaron uno y otro, y que en ese entonces dividieron a la cátedra. Littin venía del teatro, de la televisión y del trabajo político. Ruiz venía en parte también del teatro, pero básicamente venía de la cinefilia. Pablo encuentra, sin embargo, varios puntos de contacto entre ambos. No solo de contacto: desempolva las que parecen ser viejas y recias amistades de seguro no estaban en el libreto que manejábamos los que asistimos a las rivalidades de entonces entre ambos. No soy quién para ponerlo en duda. Sí, todo puede ser: los desencuentros a lo mejor fueron broma y las divergencias más aparentes que reales.
Han pasado, por supuesto, los años y sabemos con Heráclito que todo pasa. Panta rei. La única pregunta pertinente a estas alturas es si algo de estos afanes quedó. Y si algo quedó, bueno, qué fue lo que quedó. Hasta donde recuerdo, el gran dilema de nuestras conversaciones era si la historia del cine iba a pasar por la ribera donde se bañaba Ruiz o si, más bien, enfilaría hacia el tipo de estética y de compromiso político que representaba Littin. No sólo qué era más válido en el momento, sino también qué estaba mejor alineado con el futuro. Y desde ahí fue que esas conjeturas nos rebotaron, porque yo al menos soy de quienes creen que lo que vino después, en Chile y en el mundo, no pasó por ninguno de esos lados. Lo cual desde luego no obsta, sin embargo, a que podamos darle vueltas eternamente a este asunto.
Algo de eso me hizo falta en el libro. Es verdad que en estos temas hay envuelto mucho dolor, mucha sangre, mucho desarraigo, pero la pregunta, por dura que sea, hay que hacerla: ¿qué se fizo el rey Don Juan? Los infantes de Aragón, ¿qué se fizieron? Cuánto del aire que hoy respiramos tributa a los dilemas que visualizábamos hace 50 años. A lo mejor es fácil desde el ahora dar respuestas rotundas, aunque en los dominios del arte las cosas son a menudo más complicadas. Los legados que creíamos superados pueden reaparecer sin el menor aviso.
Pero esas, quizá, sean honduras para otra investigación: ya bastante tenemos con este libro cuidadoso y ecuánime para estar pensando en otro.
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