La democracia del contragolpe

Las urnas de Barcelona se llenaron de votos con muchas lecturas, una de ellas compartida: frenar al adversario

Ciudadanos votan en el colegio electoral Cavall Bernat.Albert Garcia

En el Passeig de Sant Joan, a la una de la tarde, cinco coches con cristales tintados salen de la sede de la Consejería de Interior. Un mosso interrumpe el tráfico para que circulen seguidos. Un hombre de pelo y barba pelirroja sentado en el suelo levanta la cabeza y, tras unos segundos, vuelve a clavar la mirada en los libros que está vendiendo al sol, 17 grados en Barcelona, mañana magnífica; tiene unos pocos levantados como reclamo, entre ellos un ejemplar de Viva Franco (con perdón) de Ferna...

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En el Passeig de Sant Joan, a la una de la tarde, cinco coches con cristales tintados salen de la sede de la Consejería de Interior. Un mosso interrumpe el tráfico para que circulen seguidos. Un hombre de pelo y barba pelirroja sentado en el suelo levanta la cabeza y, tras unos segundos, vuelve a clavar la mirada en los libros que está vendiendo al sol, 17 grados en Barcelona, mañana magnífica; tiene unos pocos levantados como reclamo, entre ellos un ejemplar de Viva Franco (con perdón) de Fernando Vizcaíno Casas.

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Allí cerca, un cartel municipal anuncia una Navidad sin caravanas. Un matrimonio y dos menores se paran en el semáforo. La pareja son Mireia y Gonzalo, arquitecta y profesor. Van a votar “por dignidad”, lo van a hacer “con rabia”. Explican las razones del independentismo: las cargas, la prisión. Ellos no querían, España les empuja. Tienen una buena vida, podrían dejar que las cosas siguiesen igual. “Pero es la dignidad”. Su testimonio se vuelve a encontrar, en términos distintos pero con sentimientos parecidos, en la Escola Mireia, la Escola Cervantes, los Jesuitas de la calle Casp y el centro cívico La Sedeta, por donde pasó como un huracán la alcaldesa Ada Colau. ¿No notan ustedes una movilización del voto constitucionalista? ¿Una ilusión mayor? Gonzalo, despidiéndose, dice que sí. “Nosotros ya votamos con ilusión muchas veces creyendo que era la última, ahora lo hacemos con rabia”.

Hay un votante nuevo de partidos contrarios a la independencia que, tras los sucesos de septiembre y octubre, se ha decidido a salir de casa. Ese tipo de votante, sin embargo, todavía no se ha decidido a hacerlo demasiado público. En los centros electorales se produce un fenómeno curioso: el voto, instrumento pacífico, es ejercido con la fuerza de quien tira el último naipe a la mesa. Maite, una estudiante independentista de Administración de Empresas, lo resume: “Devolvemos con votos los golpes del 1-O”. Pero también al otro lado (Raúl, ingeniero gallego afincado en Les Corts desde hace 10 años) se vota con algo más: hay mucha gente cansada, mucha gente que “le vio las orejas al lobo”, dice. El lobo juega un papel fundamental: es el Estado represivo para unos, el independentismo y su acción erosiva de deterioro social para otros.

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Esa papeleta que se coge en los colegios es un desplante, un ejercicio imposible de efectuar con violencia a menos que uno quiera cargarse la urna, pero que se mete dentro con un “os vais a enterar”. Votar a la contra: nada mejor para llenar las urnas.

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En Mireia se forman corrillos espontáneos. Nada más llegar a esta escuela se puede ver un trabajo de los niños (Els invents) donde aparecen dibujados grandes inventos de la humanidad y sus creadores (la rueda, el microscopio, la bombilla eléctrica, la tarjeta de crédito). Es allí donde parte de los apoderados se colocan para observar las montañas de papeletas y su movimiento frenético; van desfilando ancianas que votan, en su mayoría, conservador: unas a Junts per Catalunya, otras a Ciudadanos. Una de ellas levanta una papeleta de Pacma, retirada por su hija (“esa no es, mamá”, dice en catalán). Al lado del colegio hay una obra a pleno rendimiento con obreros observando el desfile de votantes y un local de menú del día (Pa i Trago) donde se pide mayormente ensaladilla de primero y pollo de segundo. “¿Hay más gente?”, pregunta un cliente a la responsable. “Por esto de las votaciones, sí”, responde. Ella, dice, irá a la escuela a votar al terminar su jornada.

Una ilusión óptica

En los Jesuitas de la calle Casp había colas a las 8.30 esperando a que se abriese el colegio: una estampa como la de esos fans que duermen frente al estadio para ver de cerca a los Stones o comprar el último modelo de iPhone. En otros colegios se repetía la escena. Los periodistas replicamos el mensaje: imágenes espectaculares en Barcelona con colas doblando la manzana. Cuatro horas más tarde se daban los primeros datos: la participación de esa mañana fue más baja que en 2015. Sin esas colas y sin tanta expectación, subió cinco puntos por la tarde.

La ilusión óptica ha tenido en Cataluña una importancia curiosa en el devenir político. Es el país de las últimas Diadas, de las últimas legislaturas en España; aquí hay gente que lleva despidiéndose siete años: eso termina produciendo una forma muy depurada de nostalgia. La jornada se vive con normalidad siempre que no aparezca la membrana más sensible del discurso que lo dinamita todo: los presos. “Pero antes era por otra cosa. Las conversaciones están llenas de líneas rojas. Muy emocional todo. Ahora éstos son las únicas personas de España que están en prisión por cometer un delito”, asegura en un aparte —“sin nombre, por favor”— una apoderada del PP.

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