Opinión

Democracia estrangulada

Rajoy y Mas apelan a los procedimientos democráticos, pero ambos contribuyen a degradarlos ignorando sus posibilidades

El respeto a la democracia es la apelación más corriente de Mas y de Rajoy pero paradójicamente es la principal víctima de la batalla. Votar es el grito de guerra de Mas mientras Rajoy blande el hacha de la Constitución, en gestualidades compartidas y tetrales. Pero ambas laminan el reformismo político como rutina democrática. Por eso no soy capaz de sacarme de encima la sensación de pérdida de control por parte de ambos presidentes: uno llama a votar con solemnidad religiosa y el otro clama entre tics y plasma por el respeto a la Constitución.

Las dos son obviedades sospechosas porque ...

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El respeto a la democracia es la apelación más corriente de Mas y de Rajoy pero paradójicamente es la principal víctima de la batalla. Votar es el grito de guerra de Mas mientras Rajoy blande el hacha de la Constitución, en gestualidades compartidas y tetrales. Pero ambas laminan el reformismo político como rutina democrática. Por eso no soy capaz de sacarme de encima la sensación de pérdida de control por parte de ambos presidentes: uno llama a votar con solemnidad religiosa y el otro clama entre tics y plasma por el respeto a la Constitución.

Las dos son obviedades sospechosas porque ambas suenan a hueco, como máscaras que degradan la fortaleza y el decoro de la democracia. Los ciudadanos por norma general han cursado al menos la ESO y el Bachillerato y hoy asisten humillados a los monólogos mecánicos de dos presidentes que han obviado la racionalidad y esperan con ademán chulesco y embozado que el otro demarre o se estrelle. El énfasis monotemático suele ser embustero, y la forma más deshonesta de mentir en democracia se llama demagogia: dice una parte de la verdad pero presume decirla toda.

Hace ya muchos meses que políticos e intelectuales han propuesto diversas vías de solución potencial del enquistamiento, aunque a un lado y a otro se haga caso omiso. El guion de la obra, si aún hay guion, excluye las alternativas o el crédito a algo distinto que la monserga fetichista de la Constitución, por un lado, o del derecho a decidir, por el otro. ¿A nadie le conviene el entendimiento viable y razonado? La consulta unilateral sigue sobre la mesa, pese a su pregunta críptica y, sobre todo, pese a que la interpretación de resultados sería endiabladamente laberíntica y por tanto forzosamente manipulable.

En el otro lado, es pública también la evidencia de que una lectura de la Constitución más imaginativa y menos envarada ofertaría una solución práctica, legítima y legal. Nada se desmorona en el Estado de derecho si el Gobierno decide impulsar lo que la constitución no prohíbe: una consulta no vinculante pactada entre los dos poderes. O lo que propone el PSC con el PSOE: un referéndum sobre una reforma constitucional.

Ambas vías siguen estando en manos de Rajoy, pero no las ha usado ni las ha planteado en público, aparte alguna calculada ambigüedad (que los optimistas hemos sobrevalorado). Esa ruta es política y democrática y no tiene nada que ver con derecho a decidir alguno ni tiene que ver tampoco con ceder a la presión nacionalista. Suena más bien a idea útil de un gobierno con las manos libres para hacerlo, y suena también a rectificación de campañas políticas y descalificaciones del PP que fueron auténticas canalladas democráticas, además de muy mal calculadas. La derecha española todavía no ha evaluado el poso que dejó su ataque de anticatalanismo a cuenta del Estatut para batir a Zapatero por todos los medios (en el fondo, para ganar neuróticamente, como en un bucle histórico, las elecciones que había perdido con tanta amargura en 2004).

El Govern se encastilla en un derecho de voto al que previamente ha despojado de las condiciones democráticas que garantizan su justicia y equidad
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Hubiese sido verdaderamente difícil gestionar desde la Generalitat una oferta de ese tipo (una nueva fecha, una nueva pregunta, unas nuevas condiciones). Para empezar hubiese partido por la mitad, o por un flanco al menos, un bloque soberanista que vive de callar diferencias ideológicas insalvables entre la derecha con pedigrí de poder (CiU), la izquierda ausente (ERC), el radicalismo de la CUP y la decantación tacticista (y sublevante) del corazón partío de ICV. Incluso hubiese podido propiciar unas nuevas alianzas más acordes con el mapa social e ideológico de Cataluña, incluyendo en esa operación al PSC, en lugar de seguir ahondando la división social que vive hoy Cataluña. La callamos por vergüenza democrática y fingimos que no existe, pero existe, y en una escala inimaginable hace dos años.

Sin embargo, no hubo que gestionar nada desde la Generalitat porque no llegó nada desde Madrid. Hoy el Govern se encastilla en un derecho de voto al que previamente ha despojado de las condiciones democráticas que garantizan su justicia y equidad. La ausencia de movimiento en Madrid ha tenido como efecto el sentimiento de impunidad política y ha aflojado los controles democráticos de la función pública en Cataluña. La Generalitat está volcada en una campaña de propaganda que excluye la información y la discusión sobre el presente y el futuro, los matices, las dudas, los contrapesos, los equilibrios. Fundamentalmente encaja día tras día un mantra igual a sí mismo pegado a frases hechas y basado en la irreversibilidad fatal de la historia.

El independentismo es como cualquier otra convicción: respetable pero no incuestionable. El uso monopolístico de los aparatos del Estado, sin embargo, no tiene nada de respetable y es práctica común en democracias débiles que han renunciado al reformismo como instrumento político. La víctima colateral sigue siendo la consistencia democrática, mientras se invocan fetiches en forma de voto o de Constitución. La pinza está dejando sin aire a una democracia ya muy estrangulada.

Jordi Gràcia es profesor y ensayista.

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