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Un libro infantil o juvenil es también un amigo

Muchos títulos para pequeños y adolescentes tratan de ayudarles, de forma más o menos directa, a comprenderse a sí mismos y afrontar sus preocupaciones, aunque también aumentan el riesgo de simplificar en exceso o caer en la moralina

Las jornadas de Lía resultan de lo más entretenidas. Huye de murciélagos gigantes, esquiva lluvias de meteoritos, evita que un terremoto la engulla. No hay pausa en la vida de la niña prehistórica que imaginó Raquel Díaz Reguera en la serie de novelas infantiles La tribu de Kai (Flamboyant), realizadas con Lucía Serrano. Pero ni la creatividad de la autora pudo prever una de las interpretaciones que ha recibido su libro: resulta que a muchos pequeños lectores les recuerda… el primer día en el colegio. De ahí que en varias escuelas lo aprovechen para actividades al respecto. “Jamás lo escribí pensando en eso”, se ríe la narradora al teléfono. Prueba de algo resabido: en mentes minúsculas caben las fantasías más grandes. Pero también de otro superpoder, de la literatura infantil y juvenil: ofrecer refugio, como el que busca Lía en una cueva cuando las catástrofes parecen multiplicarse. Y también comprensión, reflejo de la realidad, ayuda. En los mejores casos, sin que haga falta siquiera decirlo expresamente. Como un amigo, pero de papel.

“El libro es una herramienta básica fundamental para no interpelar a los niños directamente. Los envuelve, les permite ver las cosas a través de otros personajes, desde fuera, y también cómo se solucionan problemas que a lo mejor ellos son incapaces de resolver”, agrega la autora. “La literatura puede establecer una comunicación con nosotros y ejercer un apoyo tanto si es buscado como si no. Es fácil evocar un momento en el que un libro se convirtió en tu mejor compañía”, añade Xavier Mínguez López, profesor en el departamento de Lengua y Literatura de la Universidad de Valencia y en el ERI-Lectura, especializado en el ámbito infantil y juvenil. Lo afirman narradores e investigadores. Lo descubre enseguida cualquiera que ojee unas páginas. Lo experimentaba la Matilda inventada por Roald Dahl. Y lo tiene claro el mercado, que ve en este fenómeno lo mismo que en otros: negocio. De ahí que las estanterías se vean invadidas desde hace años por títulos que ayudan a gestionar emociones y preocupaciones. Para alivio de lectores y familias. Aunque, de paso, a más de un crítico le genera otro agobio: que demasiadas moralinas arrinconen placer y calidad literaria.

Lo cierto es que hay ejemplos de todo tipo, color, edad recomendada y editorial. Al fin y al cabo, como los Amigos que retrata Daniela Sosa en su álbum infantil (Andana). Algunos se han vuelto celebérrimos, como los superventas globales El monstruo de los colores (Flamboyant), de Anna Llenas, o la saga juvenil Wonder (Nube de Tinta), de R. J. Palacio, con millones de seguidores, presencia en muchos colegios y también algún ataque, por excesos de buenismo o explotación de su éxito. Famoso, y polémico, se hizo también Por trece razones (Nube de Tinta), de Jay Asher, que ha generado debates a favor o en contra de cómo aborda el suicidio. Y La edad de la ira (Booket), de Nando López, se sigue considerando, 14 años después de su lanzamiento, una referencia para quien quiera entender a los adolescentes: incluidos ellos mismos. “En la pubertad, empiezas a no saber ni a quién pedirle ayuda. El libro a veces ofrece un refugio desde un nivel más parecido al de un colega, sin que la presencia del adulto sea un estorbo, ni tampoco la voz referente del camino”, sostiene Díaz Reguera.

Los hay explícitos desde el título: Mi cuerpo es mío (NubeOcho), de Lucía Serrano, Yo voy conmigo (Thule), de la propia Díaz Reguera, ¿Qué te preocupa? (Picarona), de Molly Petter y Sarah Jennings o la colección Cuentos para sentir, publicada por SM. Otros, en cambio, prefieren apostar por metáforas y sutileza: Un lobo llamado Fire (Errata Naturae), de Rosanne Parry, está basado en la historia real de un animal, pero la inseguridad que retrata también abunda en las manadas humanas; igual que cuesta más tener autoestima cuando te repiten Orejas de mariposa (Kalandraka),de Luisa Aguilar y André Neves; e Iveliz lo explica todo (de Andrea Beatriz Arango, editada por Vintage) porque siente que nadie la escucha, y también porque es como lidia con sus problemas de salud mental. El miedo se convierte en La cosa negra (SM), de Roberto Aliaga, o un perro del mismo color, en el libro de Levi Pinfold (Barbara Fiore); y la ansiedad asume el aspecto de El elefante que perdió su ojo (Kalandraka), de Boniface Ofogo y Marc Taeger, o de otro paquidermo imposible de apartar una vez que se coloca, en Mi elefante Azul, de Melinda Szymanik y Vasanti Unka. Cuando le preguntan: “¿Podrías quitarte?”, contesta

—No me quiero mover. Este es un buen lugar para sentarme.

“Existe un gran número de libros en el mercado que abordan estos temas, aunque no todos tienen la misma calidad y, en algunos casos, estarían más cerca de la autoayuda. Es realmente difícil hacer buena literatura si lo que se quiere es solo transmitir un mensaje”, subraya Mínguez López. “Es muy importante aclarar que son categorías distintas. La literatura siempre creyó en la capacidad de emocionar y transformar sin didactismo”, reflexiona Itziar Pascual, dramaturga y catedrática de Escritura Dramática y Dramaturgia de la RESAD, e investigadora de literatura infantil y juvenil. De la que, por otro lado, destaca el poder para crear empatía y apoyo también en el teatro. Y celebra especialmente a la autora francesa Suzanne Lebeau, con obras publicadas y representadas en España como El ogrito o El ruido de los huesos que crujen.

La lista de recomendaciones de Mínguez López suma Un pelotón de mentiras (Algar), de Pilar Mateos, sobre la honestidad, o La isla (Lóguez), de Armin Greder, un álbum centrado en denunciar el rechazo a la inmigración que empleó en una investigación reciente en colaboración con la Universidad de Harvard, para un grupo de estudiantes de 3º curso. Y que le ofreció otra pista: muchos niños concluyeron erróneamente que el personaje más comprensivo con el náufrago protagonista debía de ser un familiar suyo. “En la infancia, es muy importante la mediación si queremos que el mensaje se absorba o, simplemente, se aborde desde esta perspectiva. Es habitual que niños y niñas asocien aquello que sucede en la historia a su vida personal y utilicen sus conocimientos del mundo para interpretar la lectura. En el caso de los adolescentes, esta interpretación simbólica suele estar más desarrollada y se puede tratar abiertamente”, señala.

Raquel Díaz Reguera también nota diferencias, a la hora de crear. De primeras, cuenta que ha venido escribiendo sus obras pensando en su hija. Así surgió, por ejemplo, Yo voy conmigo, cuando la vio tratar de cambiar poco a poco para intentar gustar más. “Leo, observo, hablo, mi experiencia es más práctica y menos didáctica. El primer impulso casi nunca es documentándome”, analiza. Sin embargo, para su nueva serie de novelas juveniles, que arranca ahora con El caos de Beca (Destino) y pretende reflejar la cotidianeidad de cuatro chicas muy distintas entre ellas, ha sentido la necesidad de investigar más: “Estoy acostumbrada a una literatura donde los burros vuelan sin tener que justificarlo: aquí, en cambio, es el mundo real”. Itziar Pascual completa: “Libertad no debería ser rival de rigor. No existen temas vetados para la infancia, sino enfoques adecuados”. Así, El pato, la muerte y el tulipán (Barbara Fiore), de Wolf Erlbruch, o El árbol de los recuerdos (NubeOcho), de Britta Teckentrup, ofrecen entendimiento a pequeños que deban afrontar el fallecimiento de un ser querido. Y Lucía (Akal), de Roger Olmos, transforma la ceguera de la protagonista en una explosión de colores interiores.

La ayuda, eso sí, viene de nuevo con riesgo. Ciertos libros cuentan una trama que, de paso, toca puntos sensibles en el lector. Literatura, de toda la vida. Otros, sin embargo, están directamente concebidos con una misión. Tanto que muchas notas de prensa de promoción editorial destacan valores y posibles objetivos del libro —“para reforzar la identidad”, “defender la naturaleza” y muchos etcétera— incluso antes de su trama, personaje o hasta autor. “La función del arte es otra, dejar una huella. Si nos obligaran a definir la utilidad que tienen Las Meninas…”, ejemplifica Pascual. “Como autora no me molesta. Las familias van a las librerías a veces buscando una historia para algo que no saben gestionar. Hay una parte de la literatura infantil que sirve para llenar ese espacio. Me da un poco de pena, eso sí, que haya que tratar así a los libros”, remata Díaz Reguera. En el sector se habla desde hace tiempo de “libros para”. Beatrice Alemagna, una de las escritoras más admiradas de literatura infantil, suele definirlas como obras con “mensajes prefabricados”.

Pero la moralina no es el único peligro, según Mínguez López, quien alerta también sobre el exceso contrario: “Querer delegar en los libros funciones educativas que no queremos o no sabemos abordar. Uno de los ejemplos más claros es El monstruo de los colores. En muchas escuelas, se lee para tratarlas, aunque, sin un trabajo profundo, se cae en la superficialidad y se da el caso de niños que no quieren objetos de color azul porque afirman que son tristes. El libro solo no basta”. Algunas obras, sobre todo las juveniles que tratan temas tan delicados como las enfermedades mentales, suelen incluir información útil al final, así como referencias de lugares donde buscar ayuda profesional. Y de visiones muy distintas sobre las emociones surgió El rojo no está enfadado, el azul no está triste —de Luis Amavisca y Alicia Acosta, ilustrado por Anuska Allepuz y publicado por NubeOcho―, que venía de alguna manera también a cuestionar el exitosísimo monstruo de Anna Llenas. Aunque las discrepancias, en buena parte, alimentan y enriquecen la charla.

“Lo ideal es crear un ambiente de diálogo en torno a los libros, traten el tema que traten”, dice Mínguez López. “Seguimos a los niños durante años, los tenemos encerrados ocho horas en aulas, y no conseguimos darles herramientas para convertirlos en personas más empáticas, asertivas, creativas, sin necesidades de competir o crear jerarquías tóxicas. Y luego nos asustamos cuando, con 13 años, le queman el pelo en un vídeo en directo a un hombre sin hogar [sucedió este mes en Benacazón; los dos responsables, que emitieron la grabación, fueron detenidos]”, añade Raquel Díaz Reguera. Así que la autora invita a cada uno a leer lo que le apetezca, a su ritmo, con libertad para engancharse o dejarlo. Con confianza y pasión, sin obligación ni rencores. Como en las mejores amistades.

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