‘Ese montón de espejos rotos’: todos los amores de Gonzalo Celorio
En las memorias vitales, pero sobre todo culturales y literarias, del escritor mexicano y premio Cervantes de 2025, se suceden los tributos a sus maestros y la evocación de pasiones desde la Ciudad de México, al Barroco o a la comida y las bebidas espirituosas
Mientras avanzo en las páginas finales de Ese montón de espejos rotos (2025), las memorias de Gonzalo Celorio recién publicadas por Tusquets, su editorial de más de tres décadas, siento cómo me invaden la angustia y el dolor provocados por razones que nos entrega su autor y que no revelaré al lector, pero que en mi caso tienen un componente que hace esas sensaciones más incisivas de lo que de por sí son: y es que a Gonzalo Celorio, flamante y merecido...
Mientras avanzo en las páginas finales de Ese montón de espejos rotos (2025), las memorias de Gonzalo Celorio recién publicadas por Tusquets, su editorial de más de tres décadas, siento cómo me invaden la angustia y el dolor provocados por razones que nos entrega su autor y que no revelaré al lector, pero que en mi caso tienen un componente que hace esas sensaciones más incisivas de lo que de por sí son: y es que a Gonzalo Celorio, flamante y merecido premio Cervantes de 2025, me une una relación de amistad de más de 30 años y por eso sus angustias existenciales y dolores físicos revelados puedo llegar a sentirlos como propios.
No me avergüenza confesar que escribo esta reseña desde la perspectiva de la cercanía y la complicidad. Apenas lamento que las mil palabras que se me conceden resulten demasiado pocas para comentar estas memorias que, con dolor y angustia incluidos, aunque también con tantas alegrías vividas y metas alcanzadas, son en realidad un montón de amores vivos aun cuando se presenten como una sucesión de espejos rotos rescatados por la memoria.
Porque las muy diversas y enjundiosas reflexiones y recuerdos que va desgranando o amontonando el autor a lo largo del recorrido de su vida —evocaciones incompletas, pero “es lo que hay”, según nos advierte al comenzar el relato— son, en esencia, declaraciones de amor —o sus pasiones, como él los califica—: a la literatura, en especial a la de nuestra lengua, a la música popular, a los libros como almacenes de texto y como objetos con personalidad, a la Ciudad de México, al Barroco, a la comida y las bebidas espirituosas, al teatro, a sus bares y cantinas (verdaderos antros algunos de ellos), a la docencia, a la UNAM, a las personas, a la familia (asunto de muchas de sus obras), “al amor y a sus simulacros”. Pero sobre todo revelan su contundente declaración de amor a una palabra, “la palabra que más me gusta de la lengua española, la palabra palabra”, la afirmación con que cierra su viaje personal, mientras se sumerge en el silencio.
La mexicanidad esencial del autor es una pertenencia sobre todo cultural e histórica, aunque también cotidiana y callejera
Memorias vitales, pero sobre todo culturales y literarias, en lo esencial arrancan con los años universitarios en la década de 1960, anteriores y posteriores a los tremendos acontecimientos del año 68, el de la matanza de Tlatelolco provocada por la intervención del ejército en la sublevada sede de la Universidad Nacional, hasta entonces Autónoma, de México. Desde ese definitorio punto de partida, la obra no solo nos introduce en el mundo personal del autor, sino también, y mucho, en el de su relación con las personas que dejaron muescas profundas en su sensibilidad y en su trabajo. Y es que con proverbial generosidad Gonzalo Celorio va armando con sus evocaciones homenajes a las decenas de personajes que contribuyeron de distintas formas y con peculiares intensidades a darle forma al camino de su vida, al de su obra literaria, académica e institucional.
Se suceden entonces los tributos a maestros como los dedicados a Juan José Arreola (que hablaba como escribía), Edmundo O’Gorman (sabio y mordaz) o Carlos Fuentes (cultísimo y gregario), la manifestación de su devoción por la obra de Julio Cortázar, el reconocimiento de la enorme importancia cultural y social del exilio republicano acogido por México, entre infinidad de figuras y procesos recordados y saludados por Celorio.
Algo muy significativo que rezuma de estas evocaciones es la mexicanidad esencial del autor, una pertenencia que resulta ser sobre todo cultural e histórica, aunque también cotidiana y callejera, como se advierte en cada página del tránsito de un hombre que llegaría temprano a la literatura aunque a su tiempo preciso a su escritura. El espacio más recurrido para concretar esa militancia nacional ha sido la Ciudad de México, escenario central de una vida que se imbrica con la historia, la cultura y la dinámica de la urbe inabarcable que Celorio habita en todas las dimensiones posibles: desde el turbulento barrio de Mixcoac, a la vera del mercado popular pletórico de mexicanidad, donde vive por largos años en una casa que no fue suya pero que tal vez fue la más suya, hasta los bares de la zona colonial que recorrió en noches de farras culturales y alcohólicas, sin dejar de pasar, desde el presente, por un contexto histórico poblado de obras como la de sor Juana Inés de la Cruz y la exultantemente barroca catedral de la ciudad, entre muchos sitios o legados escogidos y deglutidos.
Sin embargo, la densidad de esa pertenencia resultó ser la puerta de su cosmopolitismo cultural y humano. Porque, como pidió Miguel de Unamuno, Celorio ha sabido “hallar lo universal en las entrañas de lo local, y en lo circunscrito y limitado, lo eterno”, no solo para vivirlo, asumirlo, digerirlo con una perspectiva panhispánica y de proyección diacrónica, sino también para conseguir expresarlo en una obra narrativa y ensayística de un calibre tal que ahora ha sido distinguida con el máximo galardón de la literatura de la lengua.
Pero el escritor Gonzalo Celorio nos recuerda que fue, ha sido, mucho más y dedica un notable espacio de sus evocaciones a sus facetas de docente y de servidor público, sobre todo gracias a su relación de casi medio siglo con su alma mater, la UNAM, para la cual realizó diversas tareas, entre ellas la de director de la Coordinación de Difusión Cultural que fungió durante nueve años a lo largo de los cuales desarrolló proyectos tan generosos como la creación de la colección Rayuela Internacional, gracias a la cual muchos escritores del continente, entre los que me cuento, pudieron estampar sus obras en generosas tiradas.
Por ello, Un montón de espejos rotos no solo son las memorias de un hombre, sino también de una época, de una ciudad, de una “generación retroactiva”, como él califica la suya. Evocaciones de Gonzalo Celorio, quien, advierte, “en mi caso, nada, nunca, está superado”, y por ello escribe, para dar “cuenta de mis atavismos, con la esperanza de que la escritura acabe por exorcizarlos”, y para poder afirmar, si algún día lo precisa, bueno, pues “que me quiten lo bailado”.
Ese montón de espejos rotos
Tusquets, 2025
540 páginas. 23,90 euros