Sally Mann, la mujer obstinada que toma la misma foto de mil maneras
En su libro de memorias, la fotógrafa estadounidense, íntima y provocadora, reflexiona sobre su trayectoria y proceso creativo, ofreciendo relatos y lecciones que inspiran tanto a artistas y escritores en formación como a quienes se sienten atraídos por la fuerza de su obra
Dice Sally Mann que cuando muera deberían enterrarla cerca de Gustave Flaubert. “Él llegó antes que yo al mejor epitafio de todos, uno que, en el fondo, resume también mi vida: ‘Se quedó en casa y trabajó”. La fotógrafa estadounidense lo hizo en Lexington, Virginia, donde nació en 1951. Allí, entre las onduladas colinas que bordean el río Maury, en el valle de Shenandoah, crio y fotografió a sus hijos además de enc...
Dice Sally Mann que cuando muera deberían enterrarla cerca de Gustave Flaubert. “Él llegó antes que yo al mejor epitafio de todos, uno que, en el fondo, resume también mi vida: ‘Se quedó en casa y trabajó”. La fotógrafa estadounidense lo hizo en Lexington, Virginia, donde nació en 1951. Allí, entre las onduladas colinas que bordean el río Maury, en el valle de Shenandoah, crio y fotografió a sus hijos además de encontrar la inspiración en un paisaje que continúa latiendo en ella “como un segundo corazón”. Lo cuenta en Art Work: On the Creative Life, una sincera exploración de su trayectoria e irrefrenable impulso creador, a través de amenos testimonios, tan iluminadores como desmitificadores.
Si bien la nueva publicación parece ir a rebufo de Hold Still, la poderosa autobiografía, publicada en 2015, y comparte citas, anécdotas e ideas, esta podría resultar más ligera, —en ocasiones, algunos relatos parecen desviarse del propósito del libro—. Pero en su conjunto resuena la tozuda sabiduría profana de su autora, siempre sin filtros ni sentimentalismos y con la dosis necesaria de humor. Consigue así, una vez más, arrastrar al lector, por los vericuetos y amplios senderos que han dado forma a su obra, mientras deja claro que su modo de contar el mundo, ya sea con imágenes o palabras, responde a una misma pulsión creativa. “La polinización cruzada entre la imagen y el lenguaje ha caracterizado mi vida”, destaca la artista.
Entre escaneos de sus diarios, extractos de su correspondencia, y tomas descartadas, Mann, siempre íntima y provocadora, ofrece una reflexión sobre su proceso creativo; sobre lo que cree que logró, o no logró; sobre el éxito y el rechazo; sobre las elecciones artísticas y vitales que tomó desde su granja, en el pequeño y adormilado Li’l Chickenswitch —como se refería a su pueblo su amigo y vecino Cy Twombly, quien mantuvo allí un estudio— en vez de trasladarse a la bulliciosa metrópolis; sobre la importancia de mantener una correspondencia escrita con su amigo Ted Orland, a casi 5.000 kilómetros de distancia, o sobre por qué “una obstinada mujer [ella misma] sigue tomando la misma foto maldita, de mil maneras”.
“Es el trabajo, y más trabajo, lo que hace a un artista”, asegura Mann, quien en 2001 fue reconocida por la revista Time como la mejor fotógrafa de Estados Unidos. Aunque está convencida de que otros crean arte, ella misma duda en llamarse “artista”. Advierte que es gracias a su “buena y sólida estirpe de campesina: de cintura corta, dedos gruesos, tan resistente como la tierra”, que aprendió que “incluso en esos días sin inspiración en los que uno no puede crear, siempre puede trabajar”. Al fin y al cabo ser un artista “no muy distinto a ser un perito de seguros o un comentarista deportivo”, asegura.
Fue su padre, un médico rural, quien le regaló su primera cámara. Así, cuando a los 17 años comenzó a tomar fotografías, iniciaba un camino lleno a la vez de golpes de suerte —como aquel día en que vendió su primera fotografía por 30 dólares en una cafetería universitaria a la coleccionista Olga Hirshhorn, o cuando conoció, en el asiento contiguo de un avión, a Ron Winston, hijo del joyero Harry Winston, quien más tarde apoyaría su trabajo con una beca— y de inseguridades paralizantes, transformadas en perfeccionismo, así como de rechazos y desilusiones, constantes a lo largo de su trayectoria.
“Nunca llegará a ningún sitio con esas; son demasiado domésticas”, le advirtió uno de los más reputados galeristas de Nueva York al ver algunas de primeras fotografías de su familia, que años más tarde darían forma a Immediate Family. Reconocido hoy como uno de los libros de fotografía más influyentes de los últimos tiempos, situó a su autora en el corazón de las guerras culturales que tuvieron lugar en Estados Unidos en 1992. La belleza salvaje de aquellas imágenes, en las que sus hijos, Jessie, Emmett y Virginia, aparecían con frecuencia desnudos, y a través de las cuales la fotógrafa se distanciaba de los clichés dulcificados de la niñez, con matices más oscuros y complejos, fue interpretada por algunos como pornografía; otros la acusaron de haber traspasado los límites entre el arte y la privacidad familiar. Una polémica que parece haber resucitado recientemente, cuando, el pasado mes de marzo, varias de sus fotografías fueron retiradas de una exposición en el Museo Moderno de Fort Worth, en Texas, y mantenidas bajo custodia policial a petición del juez del condado de Tarrant.
“Me desconcierta que nuestra cultura pueda asimilar con tanta facilidad películas slasher más vulgares, mientras expresa indignación ante imágenes estáticas que contienen tratamientos elegantes y, ocasionalmente, francos sobre el sexo y la mortalidad, la raza, el género y la religión”, escribe.
La autora reflexiona sobre algunas de las sensaciones, experiencias y visiones que dejaron una huella imborrable en ella y que, inevitablemente, reaparecen dominando su proceso creativo. Tanto la “nitidez desértica” de los paisajes de John Beasley Greene, como “el misterio resplandeciente” del Versalles de Eugène Atget, la llevaron a buscar una mirada distintiva en las técnicas más primitivas del medio fotográfico. Así, el colodión húmedo se convirtió en sello característico de su obra. La serenidad marmórea de la figura que yace tendida en Forest, de Wynn Bullock quedará evocada en muchas de sus imágenes.
“Tu técnica será invisible, si tu arte es lo suficientemente bueno, si impacta de verdad”, afirma Mann. “Si no lo es, si todo es brillo superficial, lo único que se verá será la técnica”. De igual modo advierte que, en tiempos donde el relato en el arte tiene un peso enorme, “ninguna explicación grandilocuente, ningún texto de pared prolijo va a hacer que una mala obra parezca mejor”.
El lector encontrará también los descartes que condujeron al meticuloso proceso creativo de una de sus fotografías más célebres: Candy Cigarette, en la cual, Jessie mira altiva la cámara mientras sostiene un cigarrillo de caramelo. “Fue construida con el mismo cuidado que un albañil encaja las piedras de un muro”, escribe.
Art Work es una vindicación del trabajo como forma de vida, del quehacer cotidiano como resistencia frente a la inercia o la vanidad del éxito. En última instancia, lo que late bajo sus páginas —como bajo sus imágenes— es una fidelidad inquebrantable al acto de mirar. Porque para Sally Mann, permanecer fiel a su entorno y a su mirada nunca implicó un encierro, sino una forma de libertad.
Art Work: On the Creative Life. Sally Mann. Particular Books. 272 páginas. 29 euros.