Ir al contenido

Huellas furtivas de la vida: una lectura renovada y excepcional a la obra de Rauschenberg

En el centenario de su nacimiento, la Fundación March dedica al artista una exposición que revisa el conjunto de su obra plástica para mostrarla como una práctica esencialmente fotográfica

Robert Rauschenberg trabajó durante una época —una larga época: la entera segunda mitad del siglo XX— en la que las imágenes tecnológicas no habían llegado todavía a suscitar el hartazgo o, según a quiénes, la obediente credulidad. En cuanto a las artísticas, la estela de la experiencia estética moderna —física, sensorial, independiente de los contenidos y atravesada por la suspicacia— todavía podía percibirse, como la cola de un cometa. La Fu...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Robert Rauschenberg trabajó durante una época —una larga época: la entera segunda mitad del siglo XX— en la que las imágenes tecnológicas no habían llegado todavía a suscitar el hartazgo o, según a quiénes, la obediente credulidad. En cuanto a las artísticas, la estela de la experiencia estética moderna —física, sensorial, independiente de los contenidos y atravesada por la suspicacia— todavía podía percibirse, como la cola de un cometa. La Fundación Robert Rauschenberg ha promovido un plan de conmemoraciones del centenario por todo el mundo, de Milán a Honolulu. Pero eso no es ninguna ventaja a la hora de plantear una exposición de verdad nueva. Quizá las programadas en Múnich y Leipzig acerca de sus círculos personales (su mujer, Susan Weil, maestros y amigos del Black Mountain College como John Cage, Jasper Johns, Cy Twombly…) añadan algo. El Guggenheim de Nueva York celebró su gran retrospectiva en 1998, y se ha contentado, por decirlo así, con mostrar una docena de obras propias, entre ellas la litografía de casi diez metros que posee el museo de Bilbao. El City Museum se ha centrado también en las fotografías.

En 1985, la Fundación Juan March presentó a Rauschenberg en España, y no era cosa ahora de otra antológica. La exposición, excepcional, ofrece todo lo que se puede decir (y ver) acerca de aquella cuestión decisiva, precisamente. El título lo resume con exactitud: El uso de las imágenes. Decía Barbara Rose (lo recuerda Inés Vallejo, una de las comisarias) que en el estudio de Rauschenberg la televisión siempre estaba encendida. Era cuestión de honestidad: deseaba trabajar inmerso en la saturación de imágenes, la verdad de nuestra circunstancia. Lo que le ocupó siempre fue la frontera, llena de pasadizos, entre la representación y la vida. Pensó en ser fotógrafo, pero el desmedido proyecto de reproducir América “palmo a palmo”, como en el mapa de Borges, le hizo echarse atrás, y pensó que la pintura sería, mejor, la cuerda de su música.

Algunas fotos riman con el eco surrealista de Brassaï, de Álvarez Bravo, otras con el viejo expresionismo. El propósito que guio luego ese uso de las imágenes era, en principio, artístico, formal, sustancialmente pictórico, muy lejos de la mensajería literal que abunda entre nuestros contemporáneos. Rauschenberg pertenecía aún a la cola del cometa. Hacía falta ser muy pintor para que el suave verde lima vibrase sobre la superficie de cobre encendido que le enseñaron a tratar los fundidores chilenos.

Durante algún tiempo, en sus trabajos hubo clavos de herrería, gallinas disecadas, almohadones, cabras: el rastro de Dadá, cuyo apóstol era John Cage. Pero sobre esos objetos de la realidad ya habían aparecido impresas —o transferidas, para decirlo en su idioma— las imágenes que nos rodean, también en la realidad. La intrusión de la vida en el arte que supuso la etiqueta de anís en la pintura cubista fue llevada así a una nueva dimensión que no añadía, sino que fundía la imagen con la misma superficie en la que el pintor había producido formas y gestos. No todo lo que aparece en una fotografía ha sido puesto allí por el artista; en la pintura, sí. Al resultado del encuentro lo llamó Random Order. En lo aleatorio está la verdad, por esa rendija abierta se cuela la vida.

En el colegio frotábamos con disolvente la fotografía de una revista para pasarla, algo desvaída, sobre la hoja blanca. Parecía magia. Rauschenberg comenzó a hacerlo en 1952, y fue el origen de sus series famosas Combines y Transfer Drawings. Aun así, la foto no podía ser usada de nuevo, hasta que en el estudio de Warhol vio las posibilidades copísticas de la serigrafía. Silkscreen Paintings, fruto de ese descubrimiento, le llevó a ganar el Gran Premio de la Bienal de Venecia en 1964 y a convertirse en el artista pop más conocido en Europa.

En realidad, la memoria vanguardista europea siempre había permanecido activa en él. Hay algo inextinguible en su comprensión física de la obra de arte (Confiar en los materiales, se titula una de las seis secciones de esta exposición). De Cornell a Ruscha, de Hockney a David Salle, la familia menos estandarizada del pop (y menos fértil para la inflación teórica) tiene en Rauschenberg un asidero para la defensa de esa materialidad que apela a nuestra carne y que no puede morir.

Para ese propósito, todo podía ser usado. Todo era bueno para el convento, como cuando descubrió que las tintas sobre los vestuarios para las escenografías de Trisha Brown (que se exponen aquí y en la Menil Collection, de Houston) penetraban levemente sobre otra tela que había debajo: decidió dejarlo, así estaba bien. O como cuando una piedra litográfica partida dejó en la estampación, bien visible, el dibujo de la grieta. Todo servía a un propósito incontestablemente plástico. Sin embargo, como en un interruptus de la factura artística, una y otra vez la realidad y el azar dejaban furtivamente su huella.

Quizá huella sea el término exacto —el “índice” de los lingüistas—, una constante en su obra que se remonta a los cianotipos azules de los últimos años cuarenta. Tanto en las fotografías como en las composiciones más pictóricas, la autobiografía —la exposición lo resalta— aparece y desaparece como un leit motiv que pauta la melodía entera. A veces, casi inaudible; otras, retumba con tonos sobrecogidos. De haber alguno, el tiempo es el tema de Rauschenberg. Como corresponde a un romántico, la vida se inmiscuye en el arte, igual que nuestra presencia real reflejada sobre los metales pulidos. Por un momento, mientras dura la contemplación, los dos tiempos laten juntos, como el sueño y la acción en el poema de Baudelaire; luego, la sintonía se desvanece. En una serie postrera (Rauschenberg murió en 2008), Ruminations, que se expone en el Mattatuck Museum, en Connecticut, y de la que vemos muestras aquí, las imágenes de sus padres, su hijo, sus amigos, tienen el velo de las apariciones. Él mismo estuvo aquí, en alguna hora de la vida.

Robert Rauschenberg: el uso de las imágenes. Fundación Juan March. Madrid. Hasta el 18 de enero de 2026.

Archivado En