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El libro más atroz, acuchillante y perverso que nuestra lengua haya visto

La dramaturga Angélica Liddell construye en ‘Cuentos atados a la pata de un lobo’ tramas inverosímiles y juega con nuestro terror y nuestro asco: es su forma de embriagarnos y prima la clarividencia

Hace mucho tiempo, en un lugar lejano, existió un país cuyas gentes pasaron semanas debatiendo de manera incansable sobre si el acto de leer nos convertía en mejores o en peores personas. Lo que no sabían aquellos ciudadanos es que, mientras ellos vertían tinta ...

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Hace mucho tiempo, en un lugar lejano, existió un país cuyas gentes pasaron semanas debatiendo de manera incansable sobre si el acto de leer nos convertía en mejores o en peores personas. Lo que no sabían aquellos ciudadanos es que, mientras ellos vertían tinta estéril, un milagro raro y oscuro estaba a punto de acontecer sin permiso. Así, desde las vísceras calientes de una imprenta de su capital, envuelto en humos grisáceos y con un hedor a azufre impregnando su tipografía, nació el libro más diabólico que servidora haya leído jamás. El libro más atroz, acuchillante, y perverso que nuestra lengua haya visto, y uno que hace estallar por los aires cualquiera de las milongas bondadosas y cursis que los expertos quieran imponer a propósito de lo que debe o no debe ser la literatura. Esta obra del demonio, por supuesto, no podría ser otra que Cuentos atados a la pata de un lobo, el último libro de la dramaturga Angélica Liddell, publicado en el sello Malas Tierras.

Pero ¿de qué trata exactamente esta obra milagrosa y por qué considero que es preciso hacer sacrificios en su honor?

Aunque se presente como un primer libro de relatos, por las páginas de Liddell se suceden poemas, fábulas, pequeños tratados filosóficos, libelos y narraciones plagadas de personajes de dudosa moral o de gran santidad —y a veces, sobre todo, de ambas cosas simultáneamente—, como por ejemplo el protagonista de ‘Academia’, una parodia del Autor/a Oficial Contemporáneo/a, reprimido, obsesionado consigo mismo y sometido a la corrección política y lingüística imperante a cambio de migajas —una foto con Yolanda Díaz, una adaptación de Netflix, un puñado de likes—.

Cuentos atados a la pata de un lobo pone en práctica parte de la teoría que Liddell había desarrollado en los ensayos epistolares de Caridad (La Uña Rota, 2024), una queja contra el crítico macho que a menudo insulta y censura ciertas obras de arte valiéndose de la cantinela del “esto no provoca”. Dice Liddell: “A los eruditos necios solo se les ocurre denigrar un trabajo esputando el manoseado NO PROVOCA, pese a que la orientación de la obra sea puramente intelectual, cosa que también les molesta […] Efectivamente, la provocación no es posible porque en mi obra no hay intención de provocar […] Yo buceo y busco las perlas en lo que nos hace indignos, naturales, eróticos".

“Indigno”, “natural” y “erótico” podría ser, de hecho, la mejor definición de este libro. Aunque el ya citado ‘Academia’ me resulte el cuento más redondo y divertido de la colección —uno en el que, como decía, se parodia el sistema editorial, a través de un escritor asesino que piensa que “el Premio Nobel de Literatura debería concederse solo a los poetas agazapados tras las zarzas, capaces de estrangular a una niña sin motivo aparente, o por piedad”—, lo cierto es que todos los textos de Liddell guardan algo inquietante. Un follagallinas; un niño que no se fía de que su madre esté muerta, y va a destapar su lápida y luego corta en pedazos su cuerpo podrido y lo planta en un jardín de flores venenosas; unos monos violadores; una conversación sobre la destreza de Papá Pig en los charcos; una mujer fea que piensa que por ser fea se librará del asesinato porque “nadie mata a las feas. Estoy a salvo”; una oda al meconio; un paseo por la tumba que comparten Marguerite Duras y Yann Andréa; un poema sobre los siameses más longevos del mundo; y un largo etcétera de versos, ideas y crónicas sobre el cuerpo, la desolación, la enfermedad mental, la maternidad, la violación y, por encima de todo, la escritura.

Más allá de los temas, si algo impacta aquí es la perfección de su estilo. Entiéndame: no hablo de una perfección clínica, no me refiero a que el don de Liddell para crear belleza venga de un lenguaje precisamente limpio. Ecos del lirismo cruel de Pier Paolo Pasolini, ecos del surrealismo sexual de Elfriede Jelinek, ecos de la beatitud de Simone Weil, e incluso resonancias con la transgresión hilarante de Ariana Harwicz o Cristina Morales.

Se sale de la prosa de Angélica Liddell cebado como un gorrino en vísperas del cuchillo: placer y dolor en cada línea

En su manera construir tramas inverosímiles, en su manera de jugar con nuestro terror y nuestro asco, pero también en su forma de embriagarnos, prima la clarividencia. Se sale de su prosa cebado como un gorrino en vísperas del cuchillo: placer y dolor en cada línea. Cuentos atados a la pata de un lobo puede leerse entonces como una suerte de manifiesto por la escritura libre y contra la censura. De hecho, aquí el verbo escribir se repite una treintena de veces, casi siempre para demostrar que todo intelecto viene unido a la depravación, al peligro y a la exploración de los límites.

La perla sólo la encuentra quien se arriesga, e igual que leer no nos hace necesariamente mejores, escribir puede convertirnos en magníficos monstruos: “Le gustaba ver sufrir desde lejos / a las personas, / y esa era la razón /de su afición a la escritura”, canta Liddell, y eso me provoca.

Cuentos atados a la pata de un lobo

Angélica Liddell
Malas Tierras, 2025
256 páginas. 21 euros

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