‘El mundo horizontal’, de Bruno Remaury: un paseo por la Historia en minúscula
Finalista del premio Médicis de ensayo este breve libro, de estilo exquisito, propone un paseo desde las cuevas rupestres hasta el Nueva York que retrató Diane Arbus
Qué belleza tan delicada. Qué prosa errante tan distinta. Qué manera de remitir a Sebald, a Walser, a Noteboom; también a Argullol y a Bergounioux y a Jouannais; y hasta al diapasón de Pitol, Modiano o Quignard. Pero Bruno Remaury es otra cosa, y este libro es —¿qué es?, ¿y qué más da?— otra cosa. El mundo horizontal es una invitación al juego de las asociaciones que ofrece la Historia si se la mira desde abajo. Es una flânerie por los márgenes del pasado que habría deleitado al pasajista de ...
Qué belleza tan delicada. Qué prosa errante tan distinta. Qué manera de remitir a Sebald, a Walser, a Noteboom; también a Argullol y a Bergounioux y a Jouannais; y hasta al diapasón de Pitol, Modiano o Quignard. Pero Bruno Remaury es otra cosa, y este libro es —¿qué es?, ¿y qué más da?— otra cosa. El mundo horizontal es una invitación al juego de las asociaciones que ofrece la Historia si se la mira desde abajo. Es una flânerie por los márgenes del pasado que habría deleitado al pasajista de Walter Benjamin. Un paseo que lleva al lector desde unas cuevas rupestres pirenaicas, donde un tal Félix Regnault descubre en 1906 unas manos pintadas que llevan ahí olvidadas más de 25.000 años, hasta el Nueva York de Diane Airbus, la fotógrafa que retrataba la marginación del hombre corriente y llenaba de humanidad individualizada la gran masa amorfa que es la ciudad, la vida.
Remaury, que con este libro fue finalista del premio Médicis de ensayo, moldea la blanda arcilla del pasado con un propósito algo evanescente, tal vez abstracto en demasía para un libro tan corto y con tantas historias hilvanadas, que es el siguiente: intentar atisbar una humanidad singular, nada plural y colectiva, que nos refleje los rostros de unos tiempos que ya no son nuestros. Con el albañil chaparro y sanguinario Blaise Ferrage. Con el fotógrafo de vidas perdidas August Sander. Con el cartógrafo alemán Martin Waldseemüller. Con el joven ayudante de Leonardo. Con los mineros de Courrières engullidos por la tierra. Con la llegada de Anna, una inmigrante europea, a Ellis Island y las cruces que marcan en los abrigos los agentes de frontera. Con el negro Isaac golpeado por un policía del American Way of Life segregacionista. Con —es brillante este fragmento— el soldado Harry que en 1946 regresa a casa y afronta, como conductor de autocares entre vastos horizontes de color miel, ese vacío que engendra el final de una guerra y que, tantas veces, solo el alcohol consigue llenar.
El estilo de Bruno Remaury es exquisito. El fraseo largo, el gusto si français por el epíteto, la suave combinación de discursos propios y ajenos, la pasión por el detalle y la erudición, la sensorialidad de una pluma que atiende a los quejidos al viento que lanzan los pinos, a los interminables arpegios de un viejo piano que hace crujir el parqué en la oscuridad o a la plata que brilla en la mesita del té frente al delantal blanco de la sirvienta antes de referir la miseria que, afuera, tras los ventanales, aleja a ancianos cojos que no paran de toser. Todo arropa un proyecto de fondo: que estos rostros muestren los claroscuros del progreso y del maquinismo; que reflejen el miedo y las angustias que subyacen a la modernidad y al murmullo dorado de sus falsas promesas; que nos expliquen las inseguridades que ha generado la pérdida de la fe, el adiós a la verticalidad: este nuevo mundo horizontal.
El mundo horizontal
Traducción de Blanca Gago
Periférica, 2025
152 páginas
18 euros