Mis ataúdes
Me pregunto si el recuerdo del miedo sigue siendo miedo y si logramos llegar, a lo largo de nuestra vida, a agarrarnos a lo que habita al otro lado para poner palabras a nuestros lugares oscuros.
Durante muchos años soñé con ataúdes. La pesadilla, a pesar de sus variaciones, seguía un patrón predecible. Estaba tranquila en casa, a salvo, cuando, de repente, de los más inesperados lugares de ese paisaje familiar, empezaban a brotar ataúdes. Así, abría el cajón en busca de una cucharilla de café y me topaba con un inconfundible forro satinado. Al levantar el canapé de la cama, allí estaba la tapa de pino. Caminaba hacia el baño y una habitación nueva, que resultaba ser un velatorio repleto de féretros, ocupaba el pasillo. Perpleja, pero sobre todo angustiada, me repetía: pero si es mi pa...
Durante muchos años soñé con ataúdes. La pesadilla, a pesar de sus variaciones, seguía un patrón predecible. Estaba tranquila en casa, a salvo, cuando, de repente, de los más inesperados lugares de ese paisaje familiar, empezaban a brotar ataúdes. Así, abría el cajón en busca de una cucharilla de café y me topaba con un inconfundible forro satinado. Al levantar el canapé de la cama, allí estaba la tapa de pino. Caminaba hacia el baño y una habitación nueva, que resultaba ser un velatorio repleto de féretros, ocupaba el pasillo. Perpleja, pero sobre todo angustiada, me repetía: pero si es mi pasillo. Si esto es mi casa. Permanecía, permanece, de aquella recurrente pesadilla la sensación asfixiante de no querer mirar. Me esforzaba por cerrar rápidamente el cajón, el canapé, por sortear el improvisado velatorio. La pesadilla no era tanto el ataúd como el ímprobo esfuerzo que hacía por apartar la mirada. ¿Era miedo a la muerte? Quizás. Con el tiempo, le hablé del sueño a un amigo psicólogo. Me dijo que el ataúd por fuerza tenía que ser una metáfora. Pero no de la muerte, eso era demasiado obvio. De otra cosa.
Lo interesante siempre es esa otra cosa a la que no llegamos. Por eso, vivimos entre metáforas que implican, como su propia etimología apunta, a un traslado. En Esta cosa de tinieblas, un imperdible ensayo de Mar García Puig que me ha acompañado estos días, la escritora cuenta que «pronunciamos una metáfora cada veinticinco palabras. O, lo que es lo mismo, unas seis metáforas por minuto (…). Las metáforas, como el universo, tienden al infinito». El suyo no es un libro sobre este tropo, sino sobre cómo habitar la metáfora equivocada nos hace ocupar un mundo más estrecho y tenebroso. Leyéndola, regresé a mis ataúdes, pero también a mis miedos de infancia, porque García Puig dedica unas páginas a las casas encantadas. Lo que más nos aterroriza de ellas es que una vez fueron casas, es decir, hogares, o se construyeron con ese fin, pero lo conocido viró hacia el otro lado. Siempre me resultó inquietante que una de las más célebres casas encantadas, la que ideó Dickens en Grandes esperanzas, se llamara justamente Satis House. En inglés, la palabra ‘sadness’, tristeza, procede de la raíz latina satis y alude a la plenitud, a la saciedad, a lo que es bastante, suficiente. Como si estar triste fuera tener –retener– demasiado dentro.
Sospecho que no son los fantasmas, sino eso otro, la certeza de que el tiempo y los ríos no marchan hacia atrás, lo que verdaderamente asusta
Jacques Derrida afirmaba que hay que aprender a vivir entre fantasmas porque solo así podemos hacer presente lo ausente, pero yo siempre los temí, a los fantasmas. Son como los ataúdes. Metáforas de otra cosa que no podemos ver. Nunca fui, por esa razón, adepta del cine de terror. Apenas vi los clásicos y por obligación. Sin embargo, me doy cuenta de que las dos películas que más me aterrorizan solo me dan miedo a mí, y no son El resplandor o El exorcista, tampoco La profecía. En la primera de ellas, A Ghost Story, un hombre que acaba de morir regresa a su hogar en forma de fantasma, cubierto por una sábana blanca. Encarcelado por su invisibilidad, es testigo de cómo se desvanece lentamente tanto la vida que conocía como la mujer a la que aún ama. La segunda de ellas es, aún a riesgo de sonar ridícula, Casper. Anidaba, anida, en ese fantasma amigable y bonachón, en ese niño prematuramente muerto de neumonía que se quedó atrapado en la tierra para acompañar a su padre, una tristeza insondable, eterna. Volví a verla hace poco y me sorprendió entender, tantos años después, que lo que me aterraba de esa historia era lo increíblemente cerca que, a los once años, me sentía de un niño muerto. Pero es lo de siempre, que vamos llegando tarde, también a nuestros miedos. Y sospecho que no son los fantasmas, sino eso otro, la certeza de que el tiempo y los ríos no marchan hacia atrás, lo que verdaderamente asusta.
Algo de eso, de vislumbrar con retraso lo importante me lo encontré en las páginas de otro libro que también me ha acompañado estos días: Al otro lado del miedo, de Marta Orriols, que retrata a un personaje inolvidable, a Joana, responsable de restauración de obras de arte del MNAC que, en el ecuador de su vida, trata de reconciliarse con todas esas personas que ya no será. La escritora contaba en una entrevista que había querido escribir una novela de amor y que había terminado haciéndolo sobre el miedo. No deja de ser milagroso esta manera en que las historias de los demás nos encuentran, nos conectan con la nuestra y así, me quedé atrapada ya en la primera página, donde Orriols trae a colación una cita de Agnès Varda que le da el tono a esta magnífica novela: «El recuerdo de la felicidad, ¿puede ser todavía felicidad?». Me pregunto entonces si el recuerdo del miedo sigue siendo miedo, si logramos agarrarnos a lo que habita al otro lado para poner palabras a nuestros lugares oscuros.
Hablamos como vivimos, imagino que nos ocurre igual con los sueños, con las pesadillas: que vivimos como soñamos
Hablamos como vivimos, imagino que nos ocurre igual con los sueños, con las pesadillas: que vivimos como soñamos. Así que no me queda más remedio que aprender a vivir entre ataúdes que no son ataúdes para poder ver qué encierran. Quizás, me digo, nada más –y nada menos– que ese terror atávico de estar en casa –otra metáfora– y no poder abrir un cajón, un armario con el temor de que anide ahí eso que no podemos ni siquiera nombrar. Albert Camus decía que el único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio. Por una vez discrepo con él. En mi opinión, lo es el miedo porque este, como el agua, toma la forma de aquello que lo contiene, de aquello que amamos.
Laura Ferrero es escritora y guionista. Su último libro es Los astronautas (Alfaguara), y su última película, Un amor, de Isabel Coixet.