El final de la crítica

La práctica del juicio al arte, los libros o cualquier otro género viene desvaneciéndose desde las dos últimas décadas del siglo XX, especialmente en su acepción ilustrada

El escritor Stephen Spender, con la niña Laurel Willcox, escogida poeta juvenil del año 1974 en el Reino Unido.Hilaria McCarthy (DAILY EXPRESS / HULTON ARCHIVE / GETTY IMAGES)

Es quizá una manera de hablar, pero el hecho es que el final de la crítica —de arte, de libros, de lo que sea— creo que podría ser datado sin grandes dificultades. Durante las dos últimas décadas del siglo XX, y mientras otras condiciones sociales también languidecían, la crítica extendió la estela de su desvanecimiento. Hablo, claro está, de un régimen de las cosas, de un estado institucional, de una nota de época; no de casos particulares.

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Es quizá una manera de hablar, pero el hecho es que el final de la crítica —de arte, de libros, de lo que sea— creo que podría ser datado sin grandes dificultades. Durante las dos últimas décadas del siglo XX, y mientras otras condiciones sociales también languidecían, la crítica extendió la estela de su desvanecimiento. Hablo, claro está, de un régimen de las cosas, de un estado institucional, de una nota de época; no de casos particulares.

Walter Benjamin llamó insensatos a quienes todavía la practicaran a pesar de que la distancia que la hacía posible entre la subjetividad y la realidad hubiera desaparecido; la publicidad comercial, venía a decir, nos había echado literalmente encima los objetos reales. Pero no se estaba refiriendo a lo mismo —con todo esto, se trata en gran medida de la diseminación misma sufrida por las acepciones del propio término: crítica—. Y de todas ellas la que casi un siglo después del escrito de Benjamin parece haber desaparecido del todo es la idea ilustrada.

Kant había vinculado el ejercicio de la crítica con el propósito no tanto de juzgar —cosa que ya hacían las academias clasicistas— sino de formarse un juicio, esto es, de alcanzar la conformación de un criterio particular —un gusto— que, aunque subjetivo, pudiera ser argumentado con validez universal. Pues bien, yo apenas conozco gestores, directores o comisarios de arte actuales a los que se les pueda suponer un criterio de ese tipo. En realidad, no sé lo que les gusta. Sólo sé que la ansiedad por —digámoslo con la fea palabra en uso— “posicionarse” en un determinado ámbito cultural parece cubrir la totalidad de sus propósitos. He conocido becarios con tarjetas de visita en las que bajo el nombre figuraba la condición de “comisario de exposiciones”, como si eso fuese una profesión de vida. He recibido informaciones de másteres en los que se ofertaba un conocimiento del mundo del arte con pautas técnicas tan irrevocables como las que en Arquitectura se imparten en Resistencia de materiales. He visto convocatorias a puestos de dirección artística entre las que se requerían como conocimientos esas cuestiones sociales o políticas que —precisamente— deberían ser sometidas por la crítica a debate. En fin, se diría que a un mundo de críticos —de predominio y prestigio de la actitud crítica— ha sucedido un mundo de expertos. Y esto significa, sobre todo, que el escrutinio de la realidad ha sido desbancado por la mejor adaptación a lo que existe. Y para esta competición selectiva es evidente que el análisis crítico de las cosas resulta un obstáculo.

Se diría que a un mundo de críticos ha sucedido un mundo de expertos. Y esto significa, sobre todo, que el escrutinio de la realidad ha sido desbancado por la mejor adaptación a lo que existe

Stephen Spender, un poeta inglés conocido en España por sus poemas sobre la Guerra Civil, en la que participó, tituló ‘Moderns and Contemporaries’ un capítulo de su libro The Struggle of the Modern (1963) dedicado a analizar retrospectivamente el cambio que durante los thirties hizo que la revolución de las formas llevada a cabo por los primeros vanguardistas fuese convertida por los segundos en revolución a secas, social y política. Pero lo que importa aquí es su distinción entre unos y otros. Porque cuando el gran poeta Mario Luzi tradujo el libro al italiano, modificó leve —pero decisivamente— la neutralidad copulativa del capítulo de Spender con la radicalidad adversativa de Moderni o contemporanei?. Según él, moderno sería quien posee —quien poseía, deberíamos decir— conciencia crítica de las mutaciones del tiempo; por el contrario, contemporáneo es —decía Luzi— “ese que participa inmediatamente en las ideas de su tiempo (y) se casa con todas las causas”.

Y esa es la sensación. La desaparición del gusto y el criterio en pos de la apabullante homogeneidad de una cultura institucional configurada como un circuito de sucursales.

En todas las réplicas, artistas como Santiago Sierra o Sandra Gamarra pasarán por transgresores; en todas, el paquete de contenidos ya se encontrará fijado; en todas, la pluralidad habrá sido desactivada por el previo acotamiento de un repertorio de temas con sus interpretaciones.

Por todo eso, leer que el director del Museo Reina Sofía invoca en una entrevista la invitación a perder el tiempo como actitud ideal del visitante a los museos, no puede producirnos —a algunos— sino esperanza y regocijo. Bendito vagabundeo. Pero hay cosas que no sé entienden —que yo no entiendo—. El paso de la mentalidad crítica (o moderna) a la mentalidad adaptativa (o contemporánea) fue precedido por el desmoronamiento del sentido único (como decía el librito de Benjamin) de la historia. Lo excluido no pudo figurar durante su dominio sino como elemento de resistencia al adecuado movimiento del tiempo —el lado bueno de la historia—, y fue una vez desbaratado ese relato lineal cuando la realidad exigió la comprensión de la diversidad y la ausencia de destinos dictados por anticipado. Revivió lo fragmentario, los nombres menores y los renegados encontraron su lugar, etc.

Lo que sin embargo resulta sorprendente es que aquella pluralidad liberadora de autores, tendencias y lecturas, haya sido decantada hoy en una cultura institucional que calza como un guante sobre aquella maravillosa e infinitamente paradójica descripción de Boris Groys: “El desfile victorioso de la teoría crítica a través de las instituciones” (en la que “crítica” revelaba, por cierto, otro de sus ángulos).

Si quieren prosperar o llegar a dirigir un museo, los contemporáneos jamás someterán a examen lo que hay, tan sólo procurarán el mejor conocimiento de su mecánica —su agenda de nombres y lugares—. No hay experto que no vaya a favor de obra. Y por eso en esos ámbitos, no existe debate alguno sobre cuestiones culturales, sino la agenda misma a la que se llama —también creo que la llamaba así el director— “la agenda de nuestro tiempo”.

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