James Lee Byars, el arte en la salida de emergencia

Entre el minimalismo y lo conceptual, el artista estadounidense firmó obras que hablan de lo efímero y aspiran a lo eterno. Una muestra en el Palacio de Velázquez de Madrid recuerda su trabajo

'The Door of Innocence, 1986-1989'. Al fondo 'The Figure of Question is the Room, 1986', de James Lee Byars.© THE ESTATE OF JAMES LEE BYARS. CORTESÍA DE MICHAEL WERNER GALLERY, NUEVA YORK, LONDRES Y BERLÍN.

James Lee Byars tenía 23 años cuando presentó su proyecto de fin de carrera en la Facultad de Artes de Detroit: desmontó las puertas y ventanas la casa familiar, la vació de muebles y la llenó de grandes esferas de piedra pulida. La exposición (¡y la casa!) se abría a cualquiera y duró solo un día. Más tarde, para su primera individual en un museo, viajó hasta Nueva York y se plantó en el mostrador de recepción del MoMA. Acabó convenciendo a una de sus conservadoras para que le dejase colgar sus obras en el único hueco ...

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James Lee Byars tenía 23 años cuando presentó su proyecto de fin de carrera en la Facultad de Artes de Detroit: desmontó las puertas y ventanas la casa familiar, la vació de muebles y la llenó de grandes esferas de piedra pulida. La exposición (¡y la casa!) se abría a cualquiera y duró solo un día. Más tarde, para su primera individual en un museo, viajó hasta Nueva York y se plantó en el mostrador de recepción del MoMA. Acabó convenciendo a una de sus conservadoras para que le dejase colgar sus obras en el único hueco disponible: la escalera de emergencia. Aquello duró menos aún, solo una tarde, pero le bastó para apalabrar compradores para todas las piezas y se pasó la noche recorriendo Manhattan para entregarlas a domicilio.

El resto nos lo sabemos: su carrera fue internacional y brillante hasta su muerte en 1997. Pero llama la atención ver cómo ya desde el principio supo condensar sus leitmotivs y sus procedimientos: las esferas y formas tendentes al absoluto, el carisma seductor, el amor por lo efímero y la aspiración a lo eterno, el vaivén entre lo íntimo y lo inmenso, la capacidad de transfigurar espacios. Y sobre todo el tono tan personal: el don de hablar directamente a cada uno de sus espectadores con solemnidad y simpatía a la vez, la franqueza del Midwest desactivando cualquier asomo de ampulosidad o grandilocuencia.

Byars es un artista muy difícil de etiquetar, y se codeó con el minimalismo, el conceptual y Fluxus sin casarse con ninguno. Se definía como “minimalista barroco”, y por ahí van los tiros del juego formal y conceptual de contrapesos que le permite evocar belleza y serenidad mediante formas sencillas y actitud juguetona, rozar en sus mejores trabajos lo sublime sin caer nunca en su primo hermano, lo ridículo.

'The Capital of the Golden Tower, 1991', de James Lee Byars. © THE ESTATE OF JAMES LEE BYARS. CORTESÍA DE MICHAEL WERNER GALLERY, NUEVA YORK, LONDRES Y BERLÍN.

Vicente Todolí, que conoce bien su trabajo y lo expuso ya en el IVAM y en la Fundación Serralves (Oporto), propone ahora un recorrido que no pierde de vista ese equilibrio doble. Por un lado, las instalaciones intensas y espectaculares, a base de formas depuradas, rotundas y simbólicas (torres, esferas, pilares o cilindros) y materiales suntuosos y sensuales: mármol, oro, rosas rojas frescas, raso carmesí o incluso el fabuloso marfil de un gigantesco colmillo de narval. Sabe sacar partido de sus cualidades escenográficas: en el Hangar Biccoca de Milán, primera parada de la exposición, se mostraban en el vasto espacio diáfano y pintado de negro, todas abarcables de un golpe de vista y creando sin embargo cada una su propia esfera íntima: aparecían dramáticas, imponentes, llenas de terribilità barroca. En el Palacio de Velázquez, con sus volúmenes altísimos, su luz natural lechosa y etérea y sus paredes blancas, ocupan estancias separadas, juegan con las perspectivas y ecos en enfilada, animan al descubrimiento gradual a medida que pasamos de una a otra, y evocan una serenidad más introspectiva, más cerca del minimalismo y su teatralidad silenciosa, meditativa y casi pudorosa.

Son dos formas muy diferentes de presentarlas, y resulta muy revelador cómo continentes y contenidos se retroalimentan y cambian la experiencia del espectador. Porque Todolí da en el clavo en la introducción al catálogo al describir la poética unificadora del trabajo de Byars, la forma en que “la experiencia estética no se concibe tanto como el encuentro directo con un objeto que debe ser apreciado o comprendido, sino como la experiencia de habitar un mundo propio. Eso hacía su arte: habitar un espacio y transformarlo mediante una sacudida”.

El otro acierto es dedicar una gran sala a contextualizar y documentar las otras mil caras de Byars: sus performances y acciones colectivas, a medio camino entre lo lúdico (y casi gamberro) y lo profético, como la grabación de su Calling German Names, que realizó en 1972 para la Documenta 5 con brillante puesta en escena, encaramándose a la fachada del Fredericianum de Kassel, vestido de escarlata, envuelto en una nube de gasa roja y arengando a los curiosos con un megáfono. Su transformación en personaje y obra de arte andante, con su icónico traje de lamé dorado y sombrero de hechicero antiguo. Su correspondencia incesante, concebida como arte, con amigos, colegas y espíritus afines, mediante cartas, postales y resmas de papel de caligrafía hermosamente alienígena y a menudo indescifrable.

Byars prefería la pregunta sencilla y casi ingenua frente a la afirmación altanera como herramienta artística. Lo dejó claro en su divertida (¿a propósito o a su pesar o un poco de ambas?) World Question Center de 1969: imitaba los concursos de la tele y telefoneaba en directo a Carl Sagan y muchos otros sabios y científicos de todo el mundo para preguntarles, mirando a cámara con sonrisa angelical, por la cuestión fundamental de sus vidas, la que deseaban compartir con toda la humanidad. Merece la pena ver el vídeo un rato: las respuestas de los próceres desconcertados, desde la cautela flemática a la arrebatada arenga, no tienen desperdicio.

Byars prefería la pregunta sencilla y casi ingenua frente a la afirmación altanera como herramienta artística

Byars no imitó a nadie, aunque Byars y Beuys suenan parecido, y por algo el alemán siempre apoyó su trabajo. Y sí que se dan un aire, sí, pero solo si cambiamos la horma de los sombreros, el lamé por la gabardina, el oro y el marfil por el fieltro o la grasa, y los aspavientos exaltados y wagnerianos del gurú Beuys por la amable sonrisa de esfinge y los modales de monje zen de Byars. Y eso es mucho cambiar.

Quizá habría que añadirles, para completar las tres grandes bes del arte de posguerra, a Broodthaers (que odiaba a Beuys, pero fue amigo de Byars), con su inescrutable socarronería, su interés por las definiciones y el lenguaje, su gusto por la escenografía y lo teatral de sus décors y mises en scène, sus arquitecturas y museos medio invisibles y medio imaginarios.

“Las instalaciones de James Lee Byars son paisajes del alma”. Lo decía el añorado Ángel González en uno de los dos maravillosos textos que le dedicó y se incluyen en su colección de ensayos El resto: una frase rotunda, solemne, inesperada en alguien que aquilataba tanto su ironía. Como sorprendido él mismo por esa solemnidad, la rebaja acto seguido: “la barraca de feria es el lugar que más le conviene. Su género es la parade: una cortina ondulante…”. Tenía mucha razón: entre Beuys y Broodthaers, entre el incendio sublime y la salida de emergencia, ahí siguen los más hermosos paisajes de Byars.

‘James Lee Byars. Perfecta es la pregunta’. Palacio de Velázquez. Madrid. Hasta el 1 de septiembre.

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