Terence McKenna: el hongo, agente de feminización frente a la mecanización masculina del mundo

El etnobotánico y psiconauta se convirtió en uno de los pioneros del primer renacimiento psicodélico: promovía el uso de psicoactivos como un medio para explorar el misterio del mundo, estimular la imaginación o restablecer la armonía con la naturaleza

Terence Mckenna, en una imagen sin datar.LEA SUZUKI (The San Francisco Chronicle / Getty Images)

En la narración anida la fuerza del sentido. Quienes configuran sus vidas en torno a una narración viven un mundo pleno de sentido. La narración es lo opuesto a la información. Una buena narración es aquella que no da explicaciones. La explicación ha de buscársela quien la escucha. No todas las narraciones son iguales, las hay vulgares y sofisticadas. Las buenas narraciones nos hacen creativos, mientras que las malas (como una avalancha de informaciones) sepultan nuestra creatividad.

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En la narración anida la fuerza del sentido. Quienes configuran sus vidas en torno a una narración viven un mundo pleno de sentido. La narración es lo opuesto a la información. Una buena narración es aquella que no da explicaciones. La explicación ha de buscársela quien la escucha. No todas las narraciones son iguales, las hay vulgares y sofisticadas. Las buenas narraciones nos hacen creativos, mientras que las malas (como una avalancha de informaciones) sepultan nuestra creatividad.

Terence McKenna (1946-2000) fue etnobotánico y psiconauta. Interesado en la narración chamánica y los invisibles paisajes de la mente, erigió en Hawái un jardín para la preservación de plantas en peligro de extinción. En épocas de prohibición defendió el uso responsable de sustancias psicoactivas como el cáñamo indio, el LSD o el peyote. Creó junto a su hermano una técnica casera para cultivar hongos psilocibios, utilizando micelios sobre un sustrato de granos de centeno. El manual, publicado bajo seudónimo, se convirtió en seguida en un bestseller. En los años ochenta, McKenna comenzó a hablar en público de sustancias psicoactivas, convirtiéndose en uno de los pioneros del primer renacimiento psicodélico (asoma ahora el segundo). Promovía en conferencias y talleres el uso de psicoactivos como un medio para explorar el misterio del mundo, estimular la imaginación o restablecer la armonía con la naturaleza. Refractario a la New Age, insistía en la necesidad de no creer en nada y sentir la influencia de la experiencia directa. “Mi estrategia es no creer en nada. Si crees en algo, automáticamente quedas excluido de creer lo opuesto”, un ideal (inalcanzable) que ya había tentado el budista Nāgārjuna. McKenna, de hecho, creía muchas cosas: hay un canal invisible que nos conecta con el espíritu vivo de la naturaleza. Un canal que se puede recorrer (los chamanes lo hacen) y cuyo itinerario facilitan las mutaciones en la dieta (ayunos) o la ingestión ritual de plantas psicoactivas. Para poder ver algo hay que creer en algo, y esas creencias se sustancian en el ritual (como la teoría en el instrumento de laboratorio). McKenna consideraba que la represión de estas vías de conocimiento por parte de la cultura dominante tenía relación con el expolio del medioambiente y la explotación indiscriminada de recursos animales. Mientras las culturas indígenas mantienen una vinculación simbiótica y profunda con la naturaleza, el occidente industrializado tiene esa sensibilidad obturada, cegada por la ambición comercial. La ansiedad y angustia de nuestra época no es independiente de esa tendencia histórica y política nacida con la revolución científica y la matematización del mundo. McKenna también creía que el encuentro con las plantas alucinógenas ponía en jaque la visión de la cultura occidental, una cultura individualista y egocéntrica. Nuestro ego experimenta terror al ver disueltos los límites entre el yo y el mundo, que es precisamente lo que facilita el viaje psicodélico.

El factor químico

La sustancia psicoactiva siempre tiene un paisaje. Ya sea vital (un momento de la biografía personal) natural o humano. La sustancia se experimenta en un momento del tiempo y desde una cultura, con sus valores, manías y tabúes. De ahí que el análisis químico sea siempre insuficiente. La biología molecular tiende a imponer la idea de que la sustancia tiene una esencia, que puede darse en un vacío abstracto (el tubo de ensayo). Pero la sustancia sólo es psicoactiva si dialoga con un organismo vivo. De ahí que las experiencias que produce, las conversaciones que suscita, sean innumerables y, en muchos sentidos, inclasificables. Se ha dicho que el objetivo final de la experiencia psicodélica sería experimentar la profunda unidad de todas las cosas. No es una mala definición, siempre y cuando entendamos que esa experiencia puede darse desde diferentes disparaderos o circunstancias. Esa unidad, se añade, confirmaría que el amor es lo que mantiene esa unión. Y que hasta el insidioso odio procede de Eros (odiamos cuando atacan lo que amamos). Ahora bien, esa experiencia depende de la sensibilidad particular de la persona, de su momento vital, de su configuración psicofísica y de sus expectativas y disponibilidad para acogerla. Catalogar la sustancia únicamente en función de su análisis químico o molecular es no entender la complejidad de estos diálogos. Nuestra cultura sobrevalora la realidad objetivada del laboratorio, mientras ignora la experiencia imaginal. De ahí que los psicoactivos sean un veneno propicio para mentes como las nuestras. Como decía Berkeley, las cualidades del mundo no están en los objetos (materialismo) y tampoco en los sujetos (idealismo), sino en el encuentro de ambos. Ese encuentro suscita un diálogo incesante que llamamos experiencia consciente. El mundo no está hecho de cosas, se entiende mejor como la integral de todas las experiencias.

Pero hay más. Como dice una antigua upaniṣad, hay cuatro estados de la mente: vigilia, ensueño, sueño profundo y diáfana. Nuestra filosofía y nuestra ciencia atiende sólo a uno de esos estados. Pensar que lo que vemos y sentimos en la vigilia es la única realidad es característico del reduccionismo occidental. Un enfoque que no sólo va contra la experiencia psicodélica, sino que también resulta insuficiente para entender el arte, las matemáticas y la física teórica. De ahí que resulte absurdo esperar que la ciencia dominante, que vive en el mito de la realidad objetivada en el laboratorio, pruebe la existencia de la conciencia. Sin duda serían posibles otros enfoques de la práctica científica, pero están todavía lejos de su completo desarrollo.

La sustancia psicodélica es una vía, como cualquier otra, para sintonizar con ciertos hábitos del cosmos. Me parece importante subrayar que los psicoactivos no son drogas. En primer lugar, porque sus efectos no están garantizados. En segundo, porque no crean adicción ni dependencia. De hecho, se han mostrado efectivos como un modo de combatir las adicciones. Tampoco son, como a veces apunta McKenna, una vía de acceso al paraíso. No somos seres de paraíso. Nuestro destino es navegar en la mente del mundo. No asumirlo puede ser síntoma de ingenuidad o simplismo.

Las técnicas arcaicas del éxtasis

El chamán es una persona con una sensibilidad particular. Frágil y enfermiza, ha experimentado un episodio de muerte y renacimiento. Ha sido devorado por los espíritus y ha vuelto a unificarse, cubriéndose con una nueva piel. Esa muerte simbólica supone una transformación de un estado profano a un estado sagrado. El chamán es un enfermo que se ha curado a sí mismo y se ha investido de un poder sagrado. Y debe ejercer de chamán para seguir sano. No siempre utiliza sustancias psicoactivas, puede entrar en trance mediante el ayuno, la respiración o la percusión del tambor. A diferencia de la experiencia clínica, es el chamán el que toma la medicina, no el paciente. Con ella se adentra en el drama interno de quien solicita su ayuda, viajando a un ámbito invisible donde el lenguaje, los símbolos y la imaginación son más poderosos que la fisiología del organismo (que depende de aquellos). En este sentido, el chamán está más cerca del poeta que del médico moderno, pues considera que el mundo natural está hecho de palabras y símbolos. Si el lenguaje es el sustrato del mundo natural, deberá ser capaz de entenderlo para conseguir la curación efectiva. “Para el chamán, el cosmos es un cuento que se hace realidad a medida que lo contamos y se cuenta a sí mismo. Esta perspectiva implica que la imaginación humana puede tomar el timón del estar en el mundo. Libertad, responsabilidad personal y una conciencia humilde de la verdadera dimensión de la inteligencia del mundo, se combinan en esta cosmovisión neoarcaica”. Como los antiguos bardos, el chamán venera y se sumerge en los poderes de la lengua secreta del mundo. Sus éxtasis son actos de entrega al misterio del ser, cuya naturaleza es lingüística.

La magia de las plantas

Las plantas son un depósito de conocimiento, de gnosis vegetal. Las hierbas están llenas de luz. No debería extrañarnos, pasan su vida recolectando luz. Son, además, un modo de curarnos de ese prejuicio tenaz de nuestra supremacía respecto al resto del mundo natural. Entrar en el ámbito de la inteligencia vegetal, dialogar con ella, es la misión del psiconauta. Las experiencias con estas plantas son transformadoras, también puede despertar traumas, que se acabarán digiriendo con el tiempo. Frente a la cultura dominante, la gnosis chamánica es hoy una subcultura. Se podría decir que una contracultura. Sus leyes no son las de la Física o la Matemática, se asemejan más a las que rigen los mitos o los sueños, al estado intermedio (bardo o barzaj), al ámbito imaginal de budistas y sufíes, eje del mundo y país de las almas. El chamán utiliza las plantas para conversar con inteligencias no humanas. Su estado de intoxicación es un modo de entablar un diálogo con espíritus y ancestros. Nadie comprende plenamente los secretos de esta comunicación. Todo el saber chamánico (como el científico) es tentativo, provisional, falsable.

Hongos psilocibios. vexedart / Alamy / CORDON PRESS

McKenna tiene su primera experiencia psicodélica en el Amazonas. Toma un tazón de un líquido negro y viscoso. La ayahuasca es salada, acre y amarga. Con los párpados cerrados, fluye ante él un río de luz magenta. Insectos y agujas de afilada luz. Del regocijo pasa al terror. El espanto es una lección de humildad. Existen fuerzas amistosas y fuerzas hostiles. La vieja chamana empieza a cantar. La canción le parece un pez tropical, un pañuelo de seda multicolor. El canto es la manifestación de un poder que lo envuelve y protege.

La magia de la comida. Ingerir ciertos alimentos nos agrada, otros nos duermen o inquietan, otros nos vuelven atentos. Los alimentos son mediadores entre la cultura y la naturaleza. Una idea frecuente en las culturas indígenas es que las plantas nos protegen. Median en nuestras relaciones con el resto de la naturaleza y, sobre todo, en las relaciones con nosotros mismos. Somos (sólo en parte) lo que comemos. Comer una planta o un animal es un modo de reivindicar su poder.

Una tesis audaz e incomprobable

Un animal y un hongo pueden establecer una relación de beneficio mutuo. Las hormigas han sido capaces de transformar vegetación fresca en hongos. McKenna lanza su hipótesis, audaz, incomprobable. El primer encuentro entre los homínidos y los hongos se produjo en África hace un millón de años. Los hongos (que brotan en los excrementos del ganado) alcanzaron entonces un estatus de culto. Con ellos nació el ritual religioso. No fue el lenguaje o la razón, sino los hongos, los que hicieron humano al humano, desarrollando sus capacidades simbólicas y lingüísticas. La tesis de McKenna puede enunciarse así: la mutación producida por los componentes psicoactivos en la dieta de los homínidos produjo una reorganización en sus capacidades cognitivas. Los alcaloides de los hongos psilocibios fueron los factores químicos que catalizaron el surgimiento de la autoconciencia humana. McKenna, que quiere salir del paradigma del pensamiento moderno, cae de nuevo en él: justifica lo acontecido mediante transformaciones químicas en el cerebro, que decantan un nuevo modo de procesar la información. La psilocibina como estimulante del sistema nervioso central y factor para el desarrollo de las capacidades lingüísticas. La ingesta de hongos como primer paso hacia la religión y el ritual. El éxtasis chamánico como intoxicación por psilocibina. El cuerpo se acomoda al nuevo régimen químico y transforma sus patrones de comportamiento. Ciertas plantas abren umbrales olvidados a mundos de experiencia inmediata que pueden ayudarnos a averiguar quiénes somos. Las aminas psicoactivas y los alcaloides tienen la capacidad de recordarnos nuestra fragilidad y nuestra tendencia a lo extraordinario, a hollar los misterios del ser, a reconectar con la mente femenina del planeta (la gran Diosa paleolítica). La naturaleza no es la naturaleza de uñas y dientes del neodarwinismo, “sino una danza diplomática sin fin, y la diplomacia es un asunto de lenguaje”. Para Gordon Wasson los hongos nos hicieron religiosos. Para McKenna, más radical, nos hicieron humanos.

El curso de la civilización occidental está gobernado por el ego y la dominación tecnológica. Dos efectos de una misma causa: las pasiones humanas. Los estoicos, hoy tan en boga, lo sabían bien. De ahí que las soluciones a los problemas generados por la técnica tengan que porvenir de los humanistas, que son quienes mejor conocen dichas pasiones. El valor de la emoción ha sido desplazado por la fascinación por lo abstracto. McKenna, de un modo un tanto ingenuo, considera que el próximo paso evolutivo no será el diálogo con una inteligencia mecánica o artificial, sino un regreso a la antigua conversación con lo vegetal, esa inteligencia que encapsulan las plantas, que pueden considerarse como luminosidad organizada. Un renacimiento de la conciencia de la diosa, un revival de lo arcaico.

Desde esta perspectiva, los alcaloides serían los mensajeros químicos entre las especies. Los hongos hablan a través del chamán, cuya función (esencial para la comunidad) es escuchar y tratar de entender su lenguaje. El chamanismo no sólo es religión, es comunicación dinámica con la totalidad de la vida en el planeta. Además, es un agente de feminización. Sirven para disolver, o sacarnos provisionalmente, de ese fragmento de la psique que denominamos ego.

Plantas que enriquecen el lenguaje e introducen innovaciones narrativas

Cada planta tiene sus dominios. También su propio estilo y modos de expresión. Unas intoxican, otras provocan visiones o frenesí. El peyote es afilado y geométrico, como el cactus que lo contiene. La atmósfera de la psilocibina es distinta a la del LSD. Las alucinaciones se producen con más frecuencia y, sobre todo, la sensación de estar navegando no sólo en la propia mente, sino en la mente del mundo. Sobre este tema no hay conocimiento acumulativo posible. Probablemente no sabemos más que nuestros ancestros. Pero es evidente que todas estas plantas enriquecen el lenguaje. Los espacios interiores se multiplican con cada experiencia. El sueño del opio es un teatro despierto de la imaginación. La hoja de coca no es una droga, es comida. Suprime el apetito. Contiene una dosis significativa de vitaminas y minerales. Se aísla por primera vez en 1859 y se utiliza como cura para la adicción a la morfina. El uso de las psilocibes en Oaxaca es antiguo. La palabra ayahuasca es quechua. Combina plantas que contienen DMT con plantas que contienen inhibidores MAO. Los temas y motivos de la ayahuasca están orientados al mundo orgánico y natural, en comparación con los motivos titánicos, cósmicos y extraterrestres que caracterizan el flash de DMT.

La experiencia con ayahuasca produce la visualización de tapices y formas geométricas susceptibles de ser conducidas por el sonido, especialmente por la voz humana y el canto del chamán, experto en tonalidades mágicas. En las sesiones destinadas a la curación, tanto el chamán como el paciente beben la ayahuasca. El canto es una experiencia compartida que en su mayor parte es visual. Los ayahuasqueros y tabaqueros utilizan el sonido y la sugestión para dirigir la energía sanadora a la parte del cuerpo o de la historia psíquica del individuo donde todavía existen nudos o problemas no resueltos. Esa tensión psíquica es la que produce la enfermedad. La sustancia favorece la salud y la integración con el medio natural. También funciona como antídoto contra los valores dominantes de las sociedades occidentales (voluntarismo, puritanismo y tecnolatría) y las propias limitaciones lingüísticas que generan estos valores. De ahí que sea no sólo curativa sino regenerativa y, en muchas ocasiones, exija un cambio de vida.

El doctor Kurt Beringer, discípulo de Louis Lewin y amigo de Hermann Hesse y Carl Jung, puede considerarse el padre de la psiquiatría psicodélica y de la farmacología visionaria. Su enfoque fenomenológico potenciaba la narración de las visiones interiores. En la narración radica el sentido. Pero ese sentido no es algo dado sino algo que cada cual debe crear. Los relatos de sus experimentos con mescalina son tan fascinantes como los del artista Henri Michaux, que hizo sus inmersiones por libre.

Imagen sin datar de Terence McKenna.LEA SUZUKI (The San Francisco Chronicle / Getty Images)

Mientras que el poder del átomo puede utilizarse en la construcción armas de destrucción masiva, la experiencia psicodélica tiende a disolverse en su propio abismo. La humilde ciencia de la botánica no es suficiente para mejorar nuestra comprensión de las plantas psicoactivas. Tampoco en análisis químico, como hemos visto. Sólo desde una antropología participativa, sólo desde la propia experiencia, uno puede acercarse a este mundo. Si los médicos quieren hacerlo, deberán aventurarse a probarla ellos mismos antes de recetarla a sus pacientes. Un chiste que escuché recientemente de un profesor de yoga da cuenta de la situación actual. “¿Cuál es la diferencia entre el neurótico, el psicótico y el psiquiatra? El neurótico construye un castillo en el aire. El psicótico se va a vivir en él. Y el psiquiatra cobra el alquiler”. La psiquiatría, si quiere avanzar, no puede nadar y guardar la ropa. Es hora de que se adentre en los abismos de la psique, si pretende rescatar a quienes han quedado atrapados en ellos.

El interés farmacológico de reducir la mente a una maquinaria molecular o química confinada en el cerebro es la miopía interesada en la que ha caído nuestra cultura. Es el paradigma dominante de una civilización orientada al controlo tecnológico, que es una de las enfermedades del ego. No es de extrañar que sea temerosa de su disolución. Quizá todas estas sustancias nos ayuden a ampliar la visión. “Tomar contacto con la mente gaica de un planeta vivo”, como dice entusiasmado McKenna. En todo caso, el desafío que plantean es fascinante.

La psicodelia y el pensamiento indio

La experiencia filosófica de la India puede ayudarnos a iluminar estos asuntos. Más que un poder superior, lo que el pensamiento indio postula es un poder interior. De ahí la arrogancia aparente de la postura meditativa, con la espalda erguida, no postrada, arrodillada o humillada ante un dios todopoderoso. La divinidad es innata a todo lo que está vivo. Suele decirse que la experiencia psicodélica activa la comunicación entre el cerebro y lo divino. Pensar que la mente está en el cerebro es el mito moderno. El órgano decisivo aquí no está en la cabeza, sino en el pecho. Se trata del corazón. Un corazón que no necesariamente coincide con el órgano del mismo nombre, sino que es más bien un órgano espiritual. Un órgano fuera del alcance del ojo y de cualquier instrumento de laboratorio, ya sea un microscopio o un escáner. Según algunos contemplativos, este órgano puede verse en ciertos estados meditativos y hay quien afirma haberlo visto con la experiencia psicodélica. Tanto la meditación como las sustancias psicoactivas pueden llevar a estados elevados de contemplación, hacernos atisbar el estado de liberación (mokṣa, nirvana, kaivalya), pero, como apunta Òscar Pujol, “sólo el conocimiento conduce a esa liberación, pero ese conocimiento no es producible (no está en manos del sujeto hacerlo posible), no es realizable, no es un producto. Es innato, existe siempre y está siempre disponible, pero oculto bajo el manto de nuestra identidad. Sólo la desidentificación con nuestro ego y el reconocimiento de nuestra propia naturaleza nos puede llevar a él”.

El ser humano está hecho de libertad. Y esa libertad atroz es lo que asoma en ocasiones en la aventura psicodélica. Oigamos de nuevo a Pujol. Que la ciencia pueda probar la existencia de Dios es una broma. Es como pensar que los cirujanos puedan descubrir el alma. El conocimiento científico no puede ocuparse de lo inmensurable, de lo que escapa al reino de la cantidad. La ciencia no puede convertirse en un gurú espiritual. La experiencia religiosa no necesita el sello de calidad de la ciencia. “El fisicalismo científico se basa en la perceptibilidad de los fenómenos y no en la misma perceptibilidad como función de la conciencia”. La ciencia se ocupa de lo real, la experiencia directa de la realidad de lo real. En la India, esa realidad de lo real se llama conciencia, que puede definirse como el conocimiento que se conoce a sí mismo. Por definición, esa conciencia es eterna e inmutable, ubicua y simultánea, no secuencial, intransferible. “A diferencia del conocimiento ordinario, el conocimiento de la consciencia no es ni espacial ni temporal. Ciertamente la mente, que no el cerebro, es un instrumento mediante el cual esta consciencia ubicua se manifiesta en modo espacial y temporal. Por lo tanto, la mente, más que un amplificador de la consciencia es un condensador que la manifiesta en un punto del espacio y en un momento del tiempo. Una buena parte del pensamiento indio antiguo insiste en la separación entre mente y consciencia. En Occidente creemos que la consciencia es una propiedad de la mente que se manifiesta cuando estamos despiertos y desaparece en el coma y en el sueño profundo. Decimos entonces que estamos inconscientes. Por el contrario, el pensamiento indio considera que la consciencia perdura durante el sueño profundo y en los estados de coma, aunque no se manifieste. La mente es simplemente un instrumento de esa consciencia. Nuestro gran error es identificarnos con ese instrumento, y no con el verdadero actor: la consciencia. Es como pensar que la raqueta de tenis es la que gana los partidos y no el tenista. Nuestro yo es una función mental y como tal forma parte del instrumento y no del sujeto. La identidad es un accidente”.

A modo de conclusión

El poder de manipular símbolos nos confiere una posición privilegiada. Huxley decía que haríamos bien en concebir el cerebro, el sistema nervioso y la sensibilidad como una función del organismo no productiva, sino principalmente eliminativa. El cerebro se parecería entonces más a una antena selectiva que a un ordenador, a un filtro o válvula reductora de conocimientos que a una fuente productora de los mismos. Las sustancias psicoactivas abrirían los poros de ese filtro, permitiendo ver o escuchar cosas que habitualmente no percibimos debido a nuestro sesgo evolutivo y la exigencia de la supervivencia.

Pero hay más. “El efecto sinergético de la psilocibina parece estar en el dominio del lenguaje, excita la vocalización, refuerza la articulación, trasmuta el lenguaje en algo visible. Todos estos factores pudieron tener un impacto en la emergencia de la conciencia y el uso del lenguaje de los humanos primitivos”. La ironía es contundente: el culto actual a la tecnología y los algoritmos mecánicos de procesamiento de información (mal llamados inteligencia artificial), como resultado de la ingestión de hongos nacidos del estiércol del ganado salvaje. El lenguaje, una donación del hongo, evoluciona y se transforma en máquina. Lo orgánico se hace mecánico. La vida, cadáver.

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