‘Desconocidos’, el sexto sentido ‘queer’ y la orfandad homosexual
Los protagonistas de la película experimentan una soledad para la que tal vez no exista remedio. En las críticas recibidas por el filme, se echa en falta un poco de empatía hacia quienes crecieron con un sentimiento de monstruosidad
Es difícil abrir una novela decimonónica sin encontrarse con un huérfano. Charles Dickens, George Eliot o las hermanas Brontë llenaron sus páginas de decenas de niños desdichados que malvivían en un Londres manchado de hollín, o bien de sus versiones adultas, sometidas a la misma infelicidad crónica, damnificadas por la sociología de la época y gravemente impedidas cuando llegaba la hora de amar. De Oliver Twist a Jane Eyre, la literatura victoriana y luego la eduardiana escogieron al joven desamparado como emblema y al...
Es difícil abrir una novela decimonónica sin encontrarse con un huérfano. Charles Dickens, George Eliot o las hermanas Brontë llenaron sus páginas de decenas de niños desdichados que malvivían en un Londres manchado de hollín, o bien de sus versiones adultas, sometidas a la misma infelicidad crónica, damnificadas por la sociología de la época y gravemente impedidas cuando llegaba la hora de amar. De Oliver Twist a Jane Eyre, la literatura victoriana y luego la eduardiana escogieron al joven desamparado como emblema y alegoría, hasta el punto de que algunos teóricos de la literatura han definido el XIX como “el siglo del huérfano”. De todos los ejemplos, que son muchos, David Copperfield se lleva la palma: además del protagonista, hemos contado hasta ocho huérfanos más entre su elenco.
Morir joven era más habitual hace un par de siglos que en la actualidad, pero esta sobrerrepresentación literaria parece demográficamente exagerada. Se podría buscar otra explicación: la industrialización galopante, la nueva cultura urbana, los avances científicos y los conflictos religiosos habían dejado a los súbditos del Imperio desdibujados en la vida moderna, sin los puntos de referencia que en otro tiempo los guiaron, desorientados en un siglo para el que ya no tenían ningún mapa. Decía Charles Péguy, en forma de chiste no del todo desprovisto de razón, que el mundo cambió más entre 1880 y 1914 que desde los tiempos de la Antigua Roma.
Un nuevo huérfano ha llegado en la cartelera: Adam, el protagonista de Desconocidos, tan británico y desconsolado como sus precursores. Aunque su indigencia no sea material sino afectiva: sus padres murieron en un accidente cuando tenía 11 años, sus amigos se han casado, hipotecado y exiliado en las afueras, y él se ha quedado solo, viviendo con la única compañía de sus recuerdos en un Londres contemporáneo, pero tan desangelado como el de Dickens. Igual que sus homólogos del siglo XIX, Adam parece encontrarse en una encrucijada, paralizado por el miedo al VIH que le legó la generación anterior —cuando follar equivalía a morir, como reza un diálogo de la película—, pero también por la cultura del consumo sexual desaforado que han alentado las aplicaciones. Es niño y adulto a la vez, víctima de un desarrollo detenido, preadolescente eterno como lo fue otro huérfano como Peter Pan, en un triple salto mortal interpretativo que borda Andrew Scott, conocido como el hot priest de Fleabag y escandalosamente ausente de las nominaciones a los Oscar que se entregan mañana.
No ha gustado que la película reduzca la homosexualidad a la identidad trágica. En realidad, insinúa una idea más compleja: que uno hereda, lo quiera o no, los traumas de quienes le han precedido
También es huérfano su vecino, Harry, aunque sus padres no hayan muerto. Tiene cerca de 15 años menos que Adam y la suerte de no haber crecido con la misma homofobia en el ambiente: sus padres no le echaron de casa cuando les dijo que era gay, aunque siempre se haya sentido “como un extraño” en su propia familia. Salir del armario no hizo más que evidenciar esa anomalía: terminó con toda ambigüedad respecto a la aberración que él representaba en un espacio donde lo queer brillaba por su ausencia y lo condenó para siempre a una incómoda alteridad. A Adam le aterra la intimidad, mientras que Harry la regala gratis a los desconocidos. Pero los dos experimentan una soledad para la que tal vez no exista remedio; algo parecido a una orfandad radical. Son los Heathcliff y Catherine Earnshaw de este relato, dos huérfanos en una misma novela, obligados a aliarse y a quererse para sobrevivir.
Desconocidos no juzga el libertinaje gay como algo nocivo y lo recoge en varias secuencias, pero también se preocupa por representar la cultura homosexual como otra cosa: como una comunidad de huérfanos que se buscan unos a otros y se cuidan para salir adelante, igual que aquellos niños abandonados que protagonizaban variaciones de la survival literature en el XIX, cuando muchos autores se pusieron a firmar facsímiles de Robinson Crusoe en clave infantil. La película está emparentada con la soledad del esteta gay que desprenden las obras de Christopher Isherwood o Alan Hollinghurst (o, en España, Álvaro Pombo o Rafael Chirbes), pero también con la nueva literatura queer, llena de huérfanos literales (Ocean Vuong) o figurados (Édouard Louis) que deben valerse por sí mismos en un mundo cruel. El escritor Abdelá Taia recuerda cómo los jóvenes de su pueblo acudieron al exterior de su casa cuando tenía 11 años, la edad de Adam cuando murieron sus padres, y lo amenazaron a gritos con violarlo. Su familia no hizo nada. “Ahí me di cuenta de que nadie podía protegerme, ni siquiera mis padres”, escribió el autor marroquí. Al enfrentarse a la figura espectral de su progenitor, Adam dice algo parecido: “¿Por qué no entraste en mi habitación cuando me escuchabas llorar?”.
No ha gustado, sobre todo a voces del colectivo, que la película reduzca la homosexualidad a la identidad trágica, al camino de cruces sin fin, a una cadena perpetua a base de vergüenza y soledad. Es una crítica legítima —y comprensible en un mundo que prefiere las narrativas ascendentes—, aunque la película insinúe, en realidad, una idea bastante más compleja: que uno hereda, lo quiera o no, los traumas de quienes le han precedido. Esta es, después de todo, una historia de fantasmas. Se echa de menos, en ciertas críticas, una pequeña dosis de empatía hacia los que sí crecieron, para su desgracia, con ese sentimiento de monstruosidad. O hacia quienes no tuvieron la suerte de protagonizar una reconciliación tan bella como la que Adam vive con su madre, cuando esta le canta Always on My Mind (y, no por casualidad, en la versión de Pet Shop Boys): “If I made you feel second best, / I’m so sorry, I was blind”.
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