Paisaje de lugares comunes
Una exposición en CaixaForum Madrid observa la relación entre arte y naturaleza, un asunto vasto y complejo que enfoca de manera restringida y vagamente romántica
Un hombre sigue con sus pasos la orilla de un pequeño banco de arena en medio del océano. A medida que el hombre recorre el perímetro, este se contrae. Finalmente, tragada por la marea, la arena desaparece; también el hombre. El vídeo de Simon Faithfull (Reino Unido, 1966) es breve, pero, como el mar de Valéry, toujours recommencée. Son imágenes elocuentes. Pero ¿de qué? En esta activa incertidumbre vive la emoción estética del espectador. Sin embargo, las cartelas explicativas, la literalidad de los significados exp...
Un hombre sigue con sus pasos la orilla de un pequeño banco de arena en medio del océano. A medida que el hombre recorre el perímetro, este se contrae. Finalmente, tragada por la marea, la arena desaparece; también el hombre. El vídeo de Simon Faithfull (Reino Unido, 1966) es breve, pero, como el mar de Valéry, toujours recommencée. Son imágenes elocuentes. Pero ¿de qué? En esta activa incertidumbre vive la emoción estética del espectador. Sin embargo, las cartelas explicativas, la literalidad de los significados explícitos, que llegan pronto al quite, la matan. El simbolismo de la obra —dicen esas explicaciones— habla del aumento del nivel de los océanos, el cambio climático y el destrozo humano de la naturaleza. Pero entonces el simbolismo no era tal —sólo hay símbolo donde hay apertura a lo incierto—, sino más bien un jeroglífico bastante sencillo de resolver. Lástima.
Muchas de las 28 obras reunidas en Horizonte y límite en CaixaForum Madrid son de esta cuerda: la estética del acertijo. Gran parte proviene de la propia colección; algunas otras, no. Las comisarias, Arola Valls y Nimfa Bisbe, podrían haber aprovechado para buscar por otro lado, si es que no las hay aquí, maneras distintas de abordar esa relación entre arte y naturaleza que ellas mismas restringen a “la representación del paisaje desde una visión contemporánea”. El resultado hubiera abarcado un panorama más amplio, como lo es en la realidad. En España mismo los ejemplos son innumerables: pienso en artistas que van de Irene Sánchez Moreno a Miguel Galano, de Mendía Echeverría o Miguel Ángel Blanco a Julián Valle. Lo que vemos aquí se ciñe, por lo general, a la convención, digamos, tecnoconceptuosa, con un aire vagamente romántico y germánico. La exposición, en fin, parece sugerir que unas cosas son contemporáneas y otras no.
El sintagma Arte y naturaleza, que dentro de muy poco, además, titulará aquí mismo otra exposición, procedente de las colecciones del Pompidou de París, sobre el biomorfismo vanguardista (Arp, Bellmer, Tanguy…, con su inspiración en células, bulbos, ranúnculos…), sirve hoy para denominar cientos de exposiciones, centros culturales, asociaciones, etcétera. Tras ese abuso, los dos términos parecen insinuar una amistad inevitable, o una atracción, como si en efecto compartieran alguna espiritualidad común y, por supuesto, positiva. El peligro de todo esto es que artistas, gestores y comisarios se dejen llevar por la banalidad y la simpleza. Hay que decir la verdad: la naturaleza es hostil; es lo que nos mata (también lo que nos hace gozar y lo que nos alimenta). Su reducción a “medio ambiente”, que hoy se da por sinónimo, invita a la pereza intelectual y por supuesto artística. Arte y cultura son, precisamente, aquello que no es naturaleza. A pesar de la inflación interpretativa que se respira aquí, el soporte argumental de la exposición no aborda dos de sus aspectos más cruciales: uno, de qué hablamos al hablar de representación; y, dos, de qué otro modo —si lo hay—, que no sea mediante su representación, el arte se vincula con la naturaleza.
Hay que decir la verdad: la naturaleza es hostil. Equiparar naturaleza y medio ambiente invita a la pereza intelectual y artística
Pues bien, esa “representación del paisaje” es inseparable del acotamiento artificioso de un fragmento de realidad —la exposición lo llama muy acertadamente “el marco”—. Pero decía Kant en la Crítica del juicio que una obra de arte nos atrae porque nos parece algo brotado del mundo, sin intervención de mano humana; y que, recíprocamente, la naturaleza nos conmueve cuando aparenta presentarse como una obra de arte. O sea, que esa incertidumbre es, pues, la piedra de toque de la experiencia estética. Pero todo se desmorona cuando la música es aplastada por la letra. Las obras que se exponen de Cristina Lucas (Jaén, 1973) o, más aún, de Carlos Irijalba (Pamplona, 1979) apenas si logran apartarse de ese patrón de los acertijos cuya solución ya conocemos. Michael Najjar (Alemania, 1966) escaló, por lo visto, el Aconcagua para hacer luego coincidir el perfil fotográfico de las cumbres con la gráfica dentada de las cotizaciones bursátiles. La obra de Su-Mei Tse (Luxemburgo, 1973) parece acogerse a la sublimidad sonora de las montañas, pero el resultado tiene más que ver con la plástica del videojuego. En fin, cuando se nos da resuelto el jeroglífico, le pasa a la obra lo que le pasaba a la escalera de Wittgenstein: que resulta desechable.
Aun así, algunos artistas, más complejos, consiguen preservar esa emoción. Lo logra con creces la antigua young British artist Tacita Dean y su imponente retablo inspirado en el Goethe alpino, el del Sturm und Drang, el paisajista y teórico del paisaje (el Círculo de Bellas Artes de Madrid le dedicó hace años una excelente exposición comisariada por Javier Arnaldo). También escapan a la presión de los clichés la asimismo muy goethiana pintura de nubes de Anne Imhof y la cantera recorrida por líneas reales que evocan las calcográficas de Julius von Bismarck. Lo consigue a base de modestia y delicadeza la valenciana Anna Talens, y a base de veterana astucia la colosal imagen de los paneles solares de Andreas Gursky, mucho más rica que su supuesto significado a cuento de las energías renovables. También sortean el precipicio Bleda y Rosa y las buenas fotos que hizo en el desierto de Atacama Xavier Ribas, como hace tiempo las hiciera Sergio Belinchón.
También hubiera estado bien, a fin de evidenciar el contraste, mostrar ejemplos de ese otro acercamiento artístico a la naturaleza que no es ya el de la representación. Los medievales, tomándolo de los antiguos, llamaron natura naturata al catálogo de formas objetivas —el mundo creado— que el arte imita con sus medios y estrategias; y natura naturans a la condición orgánica, incesantemente creativa, de los procesos naturales. Pues bien, las vanguardias tomaron esta última idea como modelo y promovieron una tradición que llega a los contemporáneos, en la que encajarían desde Giacometti y Ángel Ferrant a Adolfo Schlosser, pasando por Cristòfol, por Moisès Villèlia y terminando en Laura Lio o en Alexandra Kuhn… Hubiera ayudado.
‘Horizonte y límite’ Visiones del paisaje’. CaixaForum. Madrid. Hasta el 31 de marzo.
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