‘Veinte, veintiuno’, de Laia Jufresa, una voz que convence
El texto de la autora mexicana trasciende la vivencia gastada de un diario de confinamiento durante la pandemia para dejar paso a una experiencia intransferible
Se daba por hecho, durante aquellas interminables semanas de confinamiento en las que no existía más horizonte que el encierro compartido, que nuestra experiencia marcaría temáticamente la producción literaria que nos aguardaba al otro lado de la niebla; nos preparábamos para un aluvión de diarios y crónicas sobre la pandemia, un contagio masivo en la mesa de novedades que, como a menudo propician las tendencias editoriales, nos conduciría al empacho. Pero lo cierto es que aquel reflejo inmediato y prolífico de nuestra pe...
Se daba por hecho, durante aquellas interminables semanas de confinamiento en las que no existía más horizonte que el encierro compartido, que nuestra experiencia marcaría temáticamente la producción literaria que nos aguardaba al otro lado de la niebla; nos preparábamos para un aluvión de diarios y crónicas sobre la pandemia, un contagio masivo en la mesa de novedades que, como a menudo propician las tendencias editoriales, nos conduciría al empacho. Pero lo cierto es que aquel reflejo inmediato y prolífico de nuestra peripecia histórica no llegó, o no lo hizo, al menos, con la obviedad que podría haberse esperado. Mi sensación fue, más bien, la de una suerte de proyección temática que se inspiraba en ciertas coordenadas compartidas: el encierro en una casa con aquello que se insistió en llamar nuestros “convivientes directos” (la familia nuclear de toda la vida) reavivó el binomio de “familia y asfixia”, propiciando una primera rentrée sin restricciones que estuvo marcada por dichas coordenadas. Pero, sin querer obviar las obras que sí han abordado de manera directa la pandemia —y algunas de las cuales recuerdo con mucho agrado, como Solo quedamos nosotros, de Jaime Rodríguez Z., o Hermana. (Placer), de María Folguera—, tengo la impresión de que, en general, nos encontramos en ese momento de latencia entre el trauma y el síntoma que Freud describía como el periplo de un hombre que ha tenido un accidente y va desde el lugar del siniestro a su domicilio, donde al fin descubre que está cojo. Este clima de negación o este acuerdo entre supervivientes que decretan que hay que mirar hacia adelante sin demasiados aspavientos aparece muy bien retratado en la novela de Isabel Alba La ventana, donde asistimos al duelo de una protagonista que no solo se niega a seguir adelante, sino que es revictimizada por cada persona que se quita la mascarilla o desatiende cualquier medida preventiva una vez ya no son obligatorias.
Pero igual no es todo cuestión de amnesia y duelo. Quizás la literatura contemporánea no ha llegado a sobreexplotar el tema de la pandemia porque la experiencia ya nació gastada, hecha cliché, por lo similares que son las vidas de quienes se dedican a la escritura y lo similares que fueron, por tanto, sus encierros. Me encantaría leer crónica o autoficción por parte de sanitarios, por ejemplo; que una enfermera me explique cómo sus compañeras y ella se dieron cuenta de que estaban solas y de que el único premio por su desgaste sería un desgaste aún mayor y toda la sintomatología del síndrome del testigo reprimida por jornadas de 12 horas. Pero no sé si me hace falta que alguien como yo me cuente mi propia historia. Es algo que me cruza por la mente mientras leo Veinte, veintiuno, de Laia Jufresa, un diario de pandemia que, en sus primeras páginas, me expulsa por reconocimiento: el imaginario volcado en la hija que crece mientras el mundo se detiene, la asfixia de los horarios milimétricamente diseñados para combinar tiempos de trabajo y de cuidados con el marido, los aplausos de la tarde, las calles tomadas por el sonido de los pájaros, el alcoholismo nocturno… ¿Será que siempre es alteridad y diferencia lo que buscamos como lectores? Por suerte, el texto de Jufresa trasciende pronto su tiempo y su espacio. A medida que pasan las páginas, la historia compartida deja paso a la extrañeza de lo que, siendo también compartido, se torna intransferible. El diario de confinamiento se transforma en el diario de una madre que quiere dejar constancia de la adquisición del lenguaje de una niña trilingüe, y aprender a hablar es el reverso infantil de aprender a escribir, por lo que el texto también indaga en las preguntas clásicas del quehacer literario, pero con esa mirada que sí es capaz de volver extraordinario lo que nos sirve de reflejo. Como sucedía en su anterior novela, Umami, la voz de Jufresa es tan atrevida en su capacidad de saltar entre registros (de lo tierno a lo humorístico a lo emotivo a lo académico) como su propia hija, que combina con naturalidad el inglés, el español y el gaélico en una misma frase, y el libro me deja con ganas de que llegue a mis manos esa novela en gestación a la que se refiere en sus páginas, porque son las ganas de seguir disfrutando de una voz que convence, que lo es casi todo.
Veinte, veintiuno
Random House, 2023
144 páginas. 14,16 euros
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