Sarah Lucas, la artista sin envidia de pene
La Tate dedica una retrospectiva atípica a la británica, cuya obra encuentra en el sexo la mejor explicación a nuestras pulsiones de vida y de muerte
La historia de los Young British Artists, aquellos jóvenes airados que conquistaron el arte en la transición del thatcherismo al blairismo, es un relato lleno de colchones. Está la famosa cama deshecha de Tracey Emin, donde la artista pasó días llorando tras una ruptura, entre botellas de vodka vacías y bragas manchadas de sangre. Los ominosos lechos de yeso de Rachel Whiteread, que parecen monumentos fúnebres levantados en honor a vidas pasadas. Y luego está el catre de ...
La historia de los Young British Artists, aquellos jóvenes airados que conquistaron el arte en la transición del thatcherismo al blairismo, es un relato lleno de colchones. Está la famosa cama deshecha de Tracey Emin, donde la artista pasó días llorando tras una ruptura, entre botellas de vodka vacías y bragas manchadas de sangre. Los ominosos lechos de yeso de Rachel Whiteread, que parecen monumentos fúnebres levantados en honor a vidas pasadas. Y luego está el catre de Sarah Lucas, Au naturel (1994), un viejo colchón sobre el que yacen dos melones y un cubo, metáfora inconfundible de las partes femeninas, junto a un par de naranjas y un pepino en posición erecta. Convertidas en obras de arte, esas tres camas resumen la poética de sus respectivas autoras: el sentimentalismo en clave de autoficción de Emin, la solemne momificación del tiempo y del espacio que suele practicar Whiteread, y el sexo como la más vulgar y elocuente explicación a nuestras pulsiones de vida y muerte, en el caso de Lucas.
Esa obra aparece al comienzo de la retrospectiva dedicada a esta última que la Tate Britain acaba de inaugurar, cinco años después de hacer lo propio con Whiteread: son, en nuestra modesta opinión, los dos nombres salidos de este extinto movimiento que mejor han envejecido, tal vez porque escaparon a la sobreexposición de la que se beneficiaron Damien Hirst o la propia Emin. Por desobediencia congénita, Lucas no firma una retrospectiva al uso ni un mero ejercicio de revisión cronológica. De forma mucho más estimulante, prefiere exponer 75 obras realizadas desde los noventa dentro de cuatro grandes salas llenas de saltos temporales, convertidas en contenedores de todas sus obsesiones. La principal es la sexualidad en todas sus formas, la explicación genital de nuestras neurosis, a la luz de la teoría freudiana que tanto leyó de joven y que reinterpretó con considerable travesura: en la obra de Lucas, nunca queda claro quién está castrando a quién. Y ni siquiera quién posee, en última instancia, el envidiado pene.
En su día, se presentó su obra como un comentario cáustico de los roles de género en el marco del privilegio urbano y finisecular propio de los noventa. Como un arte a pie de calle, casi humorístico, pegado a la Inglaterra de los pubs y la cultura obrera: Lucas definió una vez su infancia en el norte de Londres como “no muy alejada de lo que escribió Dickens”. Este último asunto brilla por su ausencia en la relectura que propone ahora la Tate, a excepción de una obra, bastante inane, que hace una lista de insultos que se solían dirigir, con imaginable acento cockney, a hombres, mujeres y homosexuales (categoría olímpica aparte). El primer tema, en cambio, se revela central, pero también más complejo y ambivalente de lo que rezan las cartelas, que evitan meterse en jardines innecesarios.
Las primeras obras de Lucas son fotocopias ampliadas de mujeres desnudas en la prensa sensacionalista (Fat, Forty and Flab-ulous, de 1990), donde las modelos parecen simultáneamente víctimas y verdugos, plegadas ante el deseo masculino y, a la vez, poderosas en la aceptación de su desnudez y de su libido (décadas más tarde, lo llamaremos feminismo sex-positive). Lo mismo ocurre con los moldes que hizo de algunas de sus amigas en cueros (y también de sí misma), en los que algunos percibieron una sumisión abyecta, y otros, una liberación admirable. Los cuerpos de Michele, Pauline y Sadie, que presentó en el pabellón británico en la Bienal de Venecia de 2015, se alejan, en cualquier caso, de todos los ideales de la mujer virtuosa que ha dado la historia del arte, de la pintura renacentista al giro feminista de los setenta. De la cabeza de Lucas salen calabacines gigantes con nombres de varón, que parecen satirizar la virilidad herida de sus modelos, pero también un autorretrato con dos agujeros en su camiseta de algodón, a la altura de los pezones. El título es Prière de toucher (2000). Toque, por favor.
Sus modelos parecen víctimas y verdugos, plegadas al deseo masculino pero poderosas en la aceptación de su libido
Los símbolos fálicos abundan en el recorrido. Si exceptuamos el miembro de un exnovio reproducido en hormigón y aquellas conocidas fotos de los noventa en las que aparece comiendo una banana, el más explícito podría ser el coche de la última sala, This Jaguar’s Going to Heaven (2018), un auto partido en dos tras un accidente mortal, aunque tampoco esté claro que se trate de un réquiem por el patriarcado. Está cubierto de cigarrillos, como sucede en buena parte de sus obras. “Los empecé a usar porque me preguntaba por qué la gente era tan autodestructiva. Pero a veces son las cosas destructivas las que nos hacen sentir más vivos”, dice en el catálogo. Lo mismo podría afirmarse de su arte.
La ambigüedad de Lucas llega a su máximo esplendor con sus llamadas bunnies, esculturas blandas sin cabeza, hechas con medias rellenas de peluche siguiendo el ejemplo de Louise Bourgeois, que vio en esos pantis un aguijón de todos los traumas. Como sucede a menudo en su trabajo, se sitúan entre la parodia falsamente naíf y el desgarro. A veces, cuando se llaman Cherie o Angel, parecen trabajadoras sexuales que posan con esforzada lascivia. Otras, mujeres humilladas por el orden sexual. Cuerpos agotados por la obligación de dar placer y reproducirse, anatomías sin corsé ni sujetador, con pechos flácidos que ceden ante la fuerza de la gravedad. Las primeras son de los noventa, pero Lucas presenta 17 obras nuevas en esta muestra pensada como un diálogo con su yo del pasado, e impregnada de un costumbrismo punk y surrealista, entre veraz y alucinado, como si nos hubieran dado un chute de ese gas de la risa que da título a la exposición.
El cariz autobiográfico de su producción resulta explícito: Lucas ha empapelado las paredes con sus retratos. No es el único gimmick warholiano que se permite: al salir, la tienda del museo propone una colección de objetos realizados por la artista a partir de sus obras que uno puede llevarse a casa por un puñado de libras esterlinas. Es otra de las verdades incómodas que se atreve a enunciar, frente a la cínica seriedad de algunos de sus correligionarios: que el arte también es comercio. Lo dejó claro cuando abrió una tienda con Tracey Emin en los noventa en un Londres más gamberro y menos plutocrático que el actual, del que Lucas, convertida ya en sexagenaria, parece una de las últimas supervivientes. No podemos negar que lo echamos de menos.
‘Happy Gas’. Sarah Lucas. Tate Britain. Londres. Hasta el 14 de enero de 2024.
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